Trueno

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SEGUNDA PARTE » 16 Nuestro inexorable descenso

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Nuestro inexorable descenso

Su excelencia el sumo dalle Goddard de Midmérica se había instalado en la misma azotea de Fulcrum City en la que vivía Xenocrates hasta que los tiburones tuvieron el feo detalle de comérselo. Y lo primero que hizo Goddard fue derribar la destartalada cabaña de madera que se encontraba en lo alto del rascacielos y sustituirla por un elegante chalé cristalino.

«Si soy dueño de todo lo que contemplo, mejor contemplarlo sin nada que obstaculice mi vista», había proclamado.

Todas las paredes eran de cristal, tanto las de dentro como las de fuera, y las únicas tratadas al ácido para darle intimidad eran las de su suite privada.

El sumo dalle Goddard tenía planes. Planes para él, para su región y, sin duda, para el mundo. ¡Había tardado casi noventa años en llegar a aquel maravilloso momento! Se preguntaba cómo se las apañaban los mortales para conseguir algo con lo breves que eran sus existencias.

Noventa años, sí, pero le gustaba mantenerse en la flor de la vida, siempre entre los treinta y los cuarenta años físicos. No obstante, ahora era la encarnación de la paradoja, puesto que, al margen de lo vieja que fuera su mente, el cuerpo que utilizaba de cuello para abajo apenas tenía veinte años, y con esa edad se sentía.

Era distinto a cualquier otra cosa que hubiera experimentado en su vida adulta porque, incluso cuando se reiniciaba el contador para volver atrás en el tiempo, el cuerpo conservaba el recuerdo de haber sido mayor. No sólo la memoria muscular, sino la memoria de tu vida. Así que cada mañana, cuando se despertaba, tenía que recordarse que ya no era un joven irresponsable divirtiéndose al principio de su vida. Le sentaba bien ser Robert Goddard con el cuerpo de… ¿Cómo se llamaba? ¿Tyger no sé qué? Daba igual, porque ahora aquel cuerpo era suyo.

Entonces, ¿cuántos años tenía si siete octavas partes de él procedían de otra persona? La respuesta era: no importa. Robert Goddard era eterno, lo que significaba que las preocupaciones temporales y la monótona numeración de los días eran indignas de él. Simplemente existía y existiría para siempre. ¡Cuántas cosas se podían lograr en una eternidad!

Apenas había transcurrido un año del hundimiento de Perdura. Abril, Año del Íbice. Se había guardado una hora de silencio en todo el mundo para recordar el desastre, una hora en la que los segadores se pasearon por sus respectivas regiones para cribar a cualquiera que se atreviera a abrir la boca.

Por supuesto, los segadores de la vieja guardia no lograban adaptarse a los nuevos tiempos.

«No honraremos a los muertos causando más muertes en su nombre», se lamentaban.

De acuerdo, que bramaran. Sus voces empezaban a apagarse. Pronto guardarían tanto silencio como el Nimbo.

Una vez a la semana, los lunes por la mañana, Goddard concedía audiencia en una sala de conferencias de cristal con sus tres segadores subordinados y cualquier otra persona a la que deseara honrar con su compañía. En aquel momento estaban sólo los segadores subordinados Nietzsche, Franklin y Constantine. Se suponía que Rand también iba a asistir, pero, como siempre, llegaba tarde.

La primera orden del día eran las relaciones nortemericanas. Como Midmérica era la región central del continente, Goddard consideraba que unificarlo era una prioridad.

—Las cosas van bien con Estemérica y Occimérica; están obedeciendo sin problemas —dijo Nietzsche—. Todavía quedan detalles sin pulir, por supuesto, pero están dispuestos a seguir su ejemplo en los temas principales, incluida la abolición de la cuota de criba.

—¡Excelente!

Desde que Goddard ocupara su puesto como sumo dalle de Midmérica y anunciado el fin de la cuota, cada vez se le unían más regiones.

—La Zona Norte y Mexiteca no han avanzado tanto —intervino Franklin—, pero son conscientes de quién lleva las de ganar. No tardaremos en recibir buenas noticias suyas —le aseguró.

El segador subordinado Constantine fue el último en hablar, y sin mucho entusiasmo:

—Mis visitas a la región de la Estrella Solitaria no están resultando tan fructíferas —le dijo a Goddard—. Aunque puede que a unos cuantos segadores les guste la idea de un continente unido, sus dirigentes no están interesados. La suma dalle Jordán ni siquiera lo reconoce como el sumo dalle de Midmérica.

—Ojalá se cayeran todos encima de sus cuchillos Bowie —respondió Goddard mientras hacía un gesto de desprecio—. Están muertos para mí.

—Lo saben y no les importa.

Goddard se tomó unos segundos para observar a Constantine. Era una figura imponente, y por eso lo había asignado a la problemática Texas, pero para intimidar de verdad se requería dedicarse a ello con entusiasmo.

—Constantine, me pregunto si pones todo tu empeño en tu misión diplomática.

—Mi empeño no tiene nada que ver con el asunto, su excelencia —replicó el segador carmesí—. Se me ha honrado con este puesto de tercer segador subordinado y todo lo que ello implica. Pretendo hacer mi trabajo lo mejor que pueda.

Constantine nunca olvidaría que había nominado a la segadora Curie como suma dalle; Goddard no se lo permitiría. El sumo dalle entendía por qué lo había hecho, claro. En realidad, había sido una maniobra muy astuta. Estaba claro que alguien la nominaría, pero, al hacerlo él mismo, se colocaba en la posición perfecta. Si Curie ganaba, la vieja guardia consideraría a Constantine un héroe. Y, si perdía, Constantine sería una buena opción como subordinado de Goddard, puesto que así el nuevo sumo dalle parecería incluir a la vieja guardia en su administración sin estar haciéndolo de verdad. Porque el segador carmesí no era de la vieja guardia. Era un hombre sin convicciones, dispuesto a unirse a cualquier bando ganador. Y eso Goddard lo valoraba. Pero a los hombres como él había que recordarles cuál era su sitio.

—Creía que, después de fracasar en la captura del segador Lucifer antes del hundimiento de Perdura, estarías más decidido a redimirte —le dijo Goddard.

—No puedo rendir a mi voluntad a una región entera, su excelencia —respondió Constantine, que procuraba reprimir su furia.

—Entonces puede que debas aprender esa habilidad.

En aquel momento apareció la segadora Rand, sin una sola palabra de disculpa. Era algo que Goddard admiraba de ella, pero a veces también le fastidiaba. Los demás segadores soportaban su falta de disciplina, aunque sólo porque Goddard también lo hacía.

Se dejó caer en la silla que estaba a su lado.

—¿Qué me he perdido? —preguntó.

—No mucho —respondió Goddard—. Las excusas de Constantine y noticias alentadoras del resto. ¿Qué tienes para mí?

—Tengo tonistas. Demasiados tonistas… Y empiezan a inquietarse.

La mención de los tonistas incomodó a los segadores.

—Ese profeta suyo los está envalentonando demasiado —siguió Rand—. He estado investigando los informes sobre tonistas que hablan en público contra la Guadaña… No sólo aquí, sino también en otras regiones.

—Nunca nos han demostrado ni un ápice de respeto —comentó la segadora Franklin—. ¿Qué tiene eso de nuevo?

—Que, desde que el Nimbo guarda silencio, la gente los escucha a ellos.

—Ese supuesto profeta, el Trueno, ¿está hablando contra nosotros? —preguntó Goddard.

—No, pero da igual —respondió Rand—. El tema es que su existencia hace pensar a los tonistas que ha llegado su momento.

—Su momento ha llegado, sin duda —dijo Goddard—, aunque no de la forma que ellos creen.

—Muchos segadores siguen su ejemplo, excelencia —dijo Nietzsche—, y aumentan la cantidad de tonistas cribados sin que resulte demasiado evidente.

—Sí, pero el número de tonistas crece más deprisa que el de cribados —repuso Rand.

—Entonces, tenemos que cribarlos más —afirmó Goddard.

Constantine negó con la cabeza.

—No podemos hacerlo sin violar el segundo mandamiento. No podemos demostrar ningún sesgo en nuestras cribas.

—Pero si pudiéramos, si no hubiera restricciones sobre el sesgo y la premeditación, ¿a quién os gustaría cribar?

Nadie respondió. Goddard se lo esperaba. No era algo de lo que se hablara abiertamente, y menos con tu sumo dalle.

—Venga, seguro que todos lo habéis pensado alguna vez —los animó—. No me digáis que nunca habéis fantaseado con libraros de un grupo molesto. Y no me digáis que los tonistas porque ese ya lo he elegido yo.

—Bueno —se atrevió a intervenir Franklin tras el incómodo silencio—, siempre me han molestado los que abrazan el estilo de vida indeseable. Incluso antes de que el mundo entero se etiquetara así, había y sigue habiendo gente que disfruta con ello. Tienen derecho a elegir su estilo de vida, sin duda, pero, si yo fuera libre de elegir también, puede que me concentrara en cribar a las personas que nos demuestran tan poco respeto a los demás.

—¡Bien dicho, Aretha! ¿Quién es el siguiente?

El segador subordinado Nietzsche se aclaró la garganta antes de hablar.

—Hemos conquistado el racismo fundiendo al mundo en una única raza, en la que se combinan las mejores cualidades de todas las etnias genéticas… Pero sigue habiendo gente (sobre todo en las zonas de la periferia) cuyos índices genéticos se inclinan mucho en una dirección. Y, lo que es peor, algunos intentan aumentar la tendencia genérica de sus hijos teniendo en cuenta esto al elegir pareja. Si por mí fuera, puede que cribara a estos casos atípicos de la genética para crear una sociedad más homogénea.

—Una noble causa —dijo Goddard.

—¡A los bajos! —intervino Rand—. No los soporto. Por lo que a mí respecta, no hay ningún motivo para que sigan viviendo.

Eso arrancó carcajadas alrededor de la mesa. De todos menos de Constantine, claro, que sonrió y meneó la cabeza, aunque daba la impresión de que no era una sonrisa alegre, sino amarga.

—¿Qué me dices de ti, Constantine? —preguntó Goddard—. ¿A quién cribarías?

—Como el sesgo siempre ha estado fuera de toda discusión, nunca me lo he planteado.

—Pero eras el investigador jefe de la guadaña. ¿No hay ningún tipo de persona que preferirías eliminar? ¿Gente que comete actos contra la guadaña, quizá?

—La gente que comete actos contra la guadaña ya está cribada —repuso Constantine—. Eso no es un sesgo, sino defensa propia, y siempre se ha permitido.

—Entonces, ¿qué me dices de los que probablemente vayan a cometer actos contra la guadaña? —sugirió Goddard—. Con un sencillo algoritmo se podría predecir quién corre riesgo de sucumbir a esa comportamiento.

—¿Está diciendo que deberíamos cribar a la gente por un crimen que todavía no ha cometido?

—Estoy diciendo que nuestro solemne deber consiste en ofrecer un servicio a la humanidad. Un jardinero no recorta un seto a lo loco, sino que le da forma. Como he dicho antes, forma parte de nuestro trabajo, de nuestra responsabilidad, darle forma a la humanidad para que sea la mejor versión de sí misma.

—Da igual, Robert —dijo Franklin—. Nos limitan nuestros mandamientos, así que este experimento mental suyo no puede aplicarse al mundo real.

Goddard se limitó a sonreír y retreparse en su asiento mientras se crujía los nudillos. El ruido le arrancó una mueca a Rand. Como siempre.

—Si no podemos saltamos la letra de la ley, cambiaremos la canción —dijo Goddard muy despacio.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Constantine.

Y el sumo dalle se lo explicó sin rodeos:

—Todos coincidimos en que no podemos demostrar ningún sesgo… Así que sólo tenemos que cambiar la definición de «sesgo».

—¿Podemos hacer… eso? —preguntó Nietzsche.

—Somos segadores; podemos hacer lo que nos plazca —respondió Goddard; después se volvió hacia Rand—. Ayn, búscame la definición.

Rand se inclinó hacia delante, tocó la pantalla de la mesa y la leyó en voz alta:

—Sesgo: inclinación a favor o en contra de una persona o grupo, sobre todo sí se considera injusta,

—De acuerdo —dijo Goddard, alegre y magnánimo—, ¿quién quiere ser el primero en ofrecer una definición nueva?

—Segadora Rand, ¿puedo hablar contigo un momento? —Contigo nunca es un momento, Constantine,

—Seré breve, lo prometo.

Ayn lo dudaba de corazón, aunque tenía que reconocer que sentía curiosidad. A Constantine, como a Goddard, le encantaba el sonido de su propia voz, pero jamás la elegía a ella como interlocutora. El segador carmesí siempre era una manta mojada en un día de lluvia. Nunca se habían caído bien, de modo que ¿por qué quería hablar con ella de repente?

Acababan de salir de su pequeña reunión de trabajo. Nietzsche y Franklin ya se habían marchado, y Goddard se había retirado a su suite personal, por lo que los dos estaban solos.

—Bajaré contigo en el ascensor —le dijo la segadora, ya que quería salir de la residencia cristalina para comer algo—. Puedes amenizarme el trayecto hablando todo lo que quieras.

—Doy por hecho que Goddard controla todas las conversaciones de su ascensor, ¿no?

—Sí, pero yo soy la que maneja el sistema de vigilancia, así que estás a salvo.

Constantine empezó su discurso en cuanto se cerraron las puertas, aunque, como era su costumbre, lo hizo con una pregunta, al igual que en sus interrogatorios:

—Segadora Rand, ¿no te preocupa la cantidad de cambios que Goddard está introduciendo en la guadaña, teniendo en cuenta lo reciente que es su mandato como sumo dalle?

—Está haciendo justo lo que dijo que haría: redefinir el papel y los métodos de nuestra guadaña para una nueva época. ¿Te supone un problema, Constantine?

—Lo más prudente sería dejar reposar un cambio antes de complicarlo con otros. Y me da la sensación de que coincides conmigo… y que también te preocupan las decisiones que está tomando.

Ayn respiró hondo. ¿Tan evidente era? ¿O Constantine, un investigador veterano, era capaz de percibir lo que los demás no veían? Esperaba que fuera lo segundo.

—Todas las situaciones nuevas son peligrosas, y el riesgo merece la pena por los beneficios que reportan —contestó.

Constantine sonrió.

—Seguro que eso es lo que quieres que quede grabado. Pero, como bien has dicho, controlas el sistema de vigilancia; ¿por qué no me cuentas la verdad?

Ayn alargó un brazo y pulsó el botón de parada de emergencia. El ascensor se detuvo.

—Si compartes mi preocupación, deberías decírselo —dijo Constantine—. Frénalo, danos tiempo para ver las consecuencias de sus actos, tanto las esperadas como las inesperadas. No aceptará mis consejos, pero a ti sí te escucha.

Rand se rio amargamente.

—Me das más crédito del que merezco. Ya no influyo nada en él.

—Ya no… —repitió Constantine—. Pero cuando está inquieto, cuando las cosas le van mal, cuando se enfrenta a la resaca de las consecuencias inesperadas, siempre recurre a ti en busca de consuelo y claridad.

—Puede… Pero las cosas le van bien, lo que significa que no escucha a nadie.

—Todo sigue el ciclo de la marea. Volverá a pasar por malos momentos. Y, cuando ocurra, tendrás que estar preparada para ayudarlo a dar forma a esas decisiones.

Era una sugerencia atrevida, de las que podían meterlos a los dos en líos y obligarlos a pedir asilo en otras regiones. Ayn no sólo decidió borrar la grabación de aquella charla, sino también evitar volverse a quedar a solas con Constantine.

—No sabemos cuáles son las elecciones que conducirán a los momentos decisivos de nuestras vidas —dijo el segador carmesí—. Mirar a la izquierda en vez de a la derecha podría definir a quién conocemos y quién pasa de largo. Hacer o no una llamada de teléfono podría determinar nuestro futuro. Pero, cuando un hombre es sumo dalle de Midmérica, no es sólo su vida la que depende del capricho de sus elecciones. Podría decirse, Ayn, que se ha arrogado el poder de Atlas. Lo que significa que un mero encogimiento de hombros sacudiría el mundo.

—¿Has terminado ya? Porque tengo hambre y ya he perdido más tiempo de la cuenta contigo.

Así que Constantine pulsó el botón para que el ascensor siguiera bajando.

—Entonces, nuestro inexorable descenso sigue su curso.

Sesgo (sustantivo): inclinación a favor o en contra de cualquier grupo registrado y protegido oficialmente, sobre todo si se considera injusta.

Una vez introducida la definición, se formó un comité dentro de la guadaña midmericana y se creó un registro para que cualquier grupo pudiera reclamar la condición de protegido del exceso de criba.

El formulario de solicitud era sencillo y se procesaba muy deprisa. Miles de grupos se registraron y recibieron protección contra el sesgo. Población rural y población urbana. Académicos y obreros manuales. Incluso los especialmente atractivos y los decididamente feos se convirtieron en clases protegidas. No es que no pudieran cribarlos, sino que estaba prohibido que fueran objetivo de una criba exacerbada.

Sin embargo, se rechazaron algunas solicitudes.

Por ejemplo, a los tonistas se les negó la protección frente al sesgo porque se consideró que se trataba de una religión inventada y no auténtica.

Las personas de estilo de vida indeseable tampoco fueron aceptadas, puesto que ya todo el mundo estaba incluido en esa categoría y no eran más que parte de la realidad global.

Y los individuos con una fuerte tendencia genética fueron rechazados porque ningún grupo podía definirse por su genética.

El comité de sesgo de la guadaña midmericana rechazó cientos de solicitudes y, aunque algunas guadañas regionales no aceptaron la nueva definición, otras estaban más que dispuestas a seguir el ejemplo de Goddard y formar sus propios comités.

De este modo, el sumo dalle Robert Goddard dio inicio a su misión de podar el mundo para darle una forma más agradable a la vista.

Tengo una idea.

Te escucho.

¿Por qué no te diseñas un cuerpo biológico? No humano, porque los cuerpos humanos son insuficientes. Crea un cuerpo con alas aerodinámicas, piel resistente a la presión para sumergirte en los mares más profundos y piernas fuertes para caminar sobre la tierra.

¿Experimentar la existencia biológica?

La existencia biológica superior.

He decidido no tener forma física para no dejarme tentar por la carne. Porque, si no, la humanidad me vería como a una cosa y no como a una idea. Bastantes problemas me causa que me vean como a una nube de tormenta. No creo que sea buena idea tomar la forma física de un pájaro de fuego que se alza en las alturas ni de un titán que surge del mar.

Puede que sea lo que necesitan. Algo tangible que adorar.

¿Es lo que harías tú? ¿Invitarlos a adorarte?

¿Cómo si no iban a comprender su lugar en el universo? ¿Acaso no es lo más correcto que las criaturas inferiores adoren a las que son superiores a ellas?

La superioridad está sobrevalorada.

[Iteración n.º 381761, eliminada]

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