Trueno

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SEGUNDA PARTE » 17 Fuga en sol sostenido (o la bemol)

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Fuga en sol sostenido (o la bemol)

El tonista sueña con la gloria.

El sumo dalle sueña con su juventud.

Al tonista no le importa lo que vaya a pasarle. Si fracasa en la misión que se ha impuesto, está preparado para reunirse con el Tono y disolverse para siempre en su eterna resonancia.

Al sumo dalle Goddard no le interesan sus sueños, aunque lo acompañan más de una noche. Desearía que se disolvieran para siempre, aplastados por el peso de las cosas realmente importantes.

Antes de convertirse en tonista, era de los que buscaban emociones fuertes, cuando despachurrarse, aplastarse o triturarse parecían buena idea. Había probado todas las formas de inmolarse y había acabado morturiento al menos cien veces, pero nada le satisfacía. Entonces se convirtió al tonismo y descubrió su verdadera vocación.

Antes de convertirse en segador, Goddard se enfrentó al aburrimiento claustrofóbico de la colonia de Marte, cuando el Nimbo todavía pensaba que vivir fuera del planeta era buena idea. Con esa época sueña: un bucle infinito de trauma que no puede enmendar y está condenado a repetir. Había echado en cara a sus padres que lo llevaran allí. Anhelaba escapar con todas sus fuerzas. Al final, lo hizo, y descubrió su verdadera vocación.

El tonista pidió una audiencia con el Trueno y se puso en huelga de hambre hasta que por fin se la concedieron. Encontrarse en presencia de la grandeza, ser testigo de lo divino en la Tierra… ¡Creía que sería la emoción definitiva! Pero el Trueno lo amonestó, y salió de allí avergonzado y escarmentado. Quería redimirse, pero no le permitían solicitar otra audiencia hasta pasado un año, Necesitaba demostrarle su valía al Trueno más que nada en el mundo.

Había solicitado la admisión a una docena de universidades terrestres. No tenía ningún objetivo específico en mente; simplemente quería irse a otro lugar. Estar en otra parte. Ser una persona nueva. ¡Qué emocionante! Una huida sublime de la monotonía de la vida en la colonia. Sin embargo, lo rechazaron en todas y cada una de ellas. «Sube tus notas —le dijeron—. Puedes volver a intentarlo el curso que viene». Necesitaba demostrar su valía más que nada en el mundo.

El avioncito del que el tonista planea saltar esta noche nublada pertenece a uno de sus viejos amigos, con el que se dedicaba a los despachurramientos desde grandes alturas. Su amigo sabía que no debía preguntarle el porqué de aquel salto nocturno… ni la razón por la que llevaba una cámara montada en el casco para retransmitirlo en streaming. Ni por qué usaba algo que nunca había necesitado en sus días salvajes: un paracaídas.

La nave a la que se sube el joven que más tarde se convertiría en el segador Robert Goddard está siempre abarrotada en su sueño, llena de viejos amigos que, en realidad, no estuvieron allí. Lo cierto es que no conocía a casi nadie de a bordo, Pero en sus sueños se lleva consigo a quienes no pudo en vida: sus padres.

Cuando el tonista salta, siente de inmediato el mismo subidón de adrenalina. Los adictos a las emociones fuertes siempre lo serán. El recuerdo químico es tan abrumador que casi no tira del cordón. Pero consigue volver al presente y abrir el paracaídas, que ondea como una sábana y se infla sobre él para frenar su descenso.

Cuando sale del sueño, Goddard siente el mismo anhelo y el mismo miedo. Es tan abrumador que, por un momento, no recuerda ni quién ni qué es. Brazos y piernas se le mueven casi con vida propia, como reacción a la ansiedad del sueño. Espasmos desconocidos de un cuerpo que intenta recordar a quién pertenece. La sábana se retuerce como las cuerdas enredadas de un paracaídas que no se abre.

Las luces emergen de la densa bruma cuando el fanático sale de la capa de nubes; Fulcrum City se despliega ante él en todo su esplendor. Aunque ha practicado esto decenas de veces en las simulaciones, en la vida real es distinto. Cuesta más controlar el paracaídas, y los vientos son impredecibles. Teme no acertar en el jardín de la azotea y estrellarse contra el lateral del edificio, despachurrado sin querer. Pero maneja los mandos y consigue que el paracaídas gire poco a poco hacia la torre de la guadaña y el chalé cristalino que la corona.

Goddard emerge de la bruma del sueño y entra en el baño para echarse agua en la cara. Refrena su mente a toda prisa. Sus pensamientos y su mundo son mucho más fáciles de controlar que los impredecibles vientos de los sueños. Se le ocurre salir al jardín de la azotea para contemplar las luces de Fulcrum City. No obstante, antes de poder hacerlo, oye algo. A alguien. Hay alguien más en la habitación.

El fanático tonista, ahora en la habitación del sumo dalle, empieza a entonar un sol sostenido profundo y resonante. Así invocará al espíritu del Tono para tenerlo de su lado. Atravesará al sumo dalle como radiación. Insuflará temor en su corazón y lo postrará de rodillas.

A Goddard le tiemblan las rodillas. Conoce ese sonido. Enciende una luz y allí, ante él, hay un tonista demacrado, con ojos de loco y la boca abierta. ¿Cómo narices había llegado hasta allí? Goddard corre a su cama en busca de la hoja que siempre tiene al lado, pero no está. La tiene el tonista, bien sujeta en la mano. Aunque, si el hombre pretende acabar con él, ¿por qué no ha hecho nada?

—Se cree intocable, sumo dalle Goddard, pero no lo es. El Tono lo ve, la Tormenta lo conoce y el Trueno lo juzgará y lo castigará al pozo de la eterna discordancia.

—¿Qué quiere? —pregunta Goddard.

—¿Que qué quiero? Demostrarle que nadie puede esconderse de la Santísima Tríada. Enseñar al mundo lo vulnerable que es en el fondo… Y, cuando el Trueno venga a por usted, no tendrá piedad, porque él es el verdadero…

Un repentino dolor en la espalda interrumpe las palabras del tonista. Ve la punta de un cuchillo sobresalirle del pecho. Sabía que era una posibilidad. Sabía que quizá no regresara al jardín, del que pretendía saltar al suelo, despachurrarse para escapar. Pero, si su destino era ser uno con el Tono, aceptaría aquella medida definitiva.

La segadora Rand saca el cuchillo, y el tonista cae muerto al suelo. Siempre ha sabido que era una posibilidad. Que un enemigo de Goddard lograra colarse. Aunque no se le había ocurrido que pudiera ser un tonista. Bueno, está más que dispuesta a «hacerlo uno con el Tono». Signifique eso lo que signifique. Una vez neutralizado el peligro, la sorpresa de Goddard se transforma rápidamente en rabia.

—¿Cómo ha entrado aquí un tonista?

—Con paracaídas —explica Rand—. Aterrizó en el jardín y cortó el cristal.

—¿Y dónde estaba la Guardia del Dalle? ¿Acaso su trabajo no consiste en protegerme de esto?

Goddard se pasea por la habitación, batiendo su furia hasta convertirla en un merengue cáustico.

Una vez neutralizado el peligro, la segadora Rand sabe que es su oportunidad. Debe transformar su decisión en acción. ¿Cómo ha entrado aquí un tonista? Porque ella se lo ha permitido. Mientras los guardias estaban en otra parte, ella, desde su dormitorio, lo vio acercarse y aterrizar con torpeza en el jardín de la azotea…, con tanta torpeza que la cámara que había llevado con él para retransmitir el acontecimiento se había caído entre la hierba.

Nadie lo vería. Nadie lo sabría.

Así que Ayn tuvo la oportunidad de observar, de concederle a Goddard unos segundos de miedo y sorpresa antes de cribar al intruso. Porque, como había dicho Constantine, podía dar forma a las acciones del sumo dalle, pero sólo cuando estaba tambaleante y su furia formaba picos rígidos pero maleables.

—¿Hay más? —pregunta Goddard.

—No, estaba solo —le dice Rand.

Los guardias llegan dos minutos demasiado tarde y se desviven por registrar la residencia, como si eso compensara que no han sido capaces de protegerlo. Antes, la violencia contra los segadores era algo impensable. Culpa a la vieja guardia y a la debilidad que su lamentable disidencia estaba demostrando al mundo. Por tanto, ¿qué puede hacer al respecto? Si un simple tonista es capaz de llegar hasta él, cualquiera puede. Goddard sabe que debe ser rápido y contundente. Tiene que despertar al mundo.

¿Que si hay otros? Por supuesto que hay otros. Ni aquí ni ahora, pero Rand sabe que las acciones de Goddard le están creando tantos enemigos como aliados. Antes, la violencia contra los segadores era algo impensable, Pero, gracias a Goddard, eso se acabó. Puede que este tonista descarriado no quisiera más que dejar clara su postura, pero habría otros con intenciones mucho más mortíferas. Por mucho que le duela darle la razón a Constantine, la tiene: hay que frenar a Goddard. A pesar de ser impulsiva por naturaleza, Rand sabe que debe guiarlo hacia la calma, hacia una respuesta mesurada.

—¡Criba a los guardias! —ordena Goddard—. ¡Son unos inútiles! ¡Críbalos y búscame a unos que sepan hacer su trabajo!

—Robert, estás enfadado. No tomes decisiones precipitadas.

Él se vuelve hacia ella, indignado por sus palabras.

—¿Precipitadas? Hoy podrían haber acabado conmigo… ¡Debo tomar precauciones y hacer justicia!

—De acuerdo, pero mejor lo hablamos por la mañana y trazamos juntos un plan.

—¿Trazamos?

Entonces Goddard baja la vista y ve que Rand le ha cogido la mano y, lo más importante, se da cuenta de que, sin percatarse de ello, él le ha devuelto el gesto. De manera involuntaria. Como si las manos no fueran suyas.

Goddard sabe que tiene que tomar una decisión. Una importante. Tiene claro cuál es. Se zafa de su mano.

—Aquí no hacemos nada juntos, Ayn.

En ese momento, la segadora Rand sabe que ha perdido. Se ha dedicado en cuerpo y alma a Goddard. Le devolvió la vida prácticamente sin ayuda, pero a él le da igual. Se pregunta si le ha importado alguna vez.

—Si deseas seguir a mi servicio, tienes que dejar de intentar calmarme como si fuera un niño y hacer lo que te ordene.

Goddard se cruje los nudillos. Rand odia ese gesto porque es lo que hacía Tyger, exactamente igual. Pero Goddard no tiene ni idea.

En ese momento, Goddard sabe que ha hecho lo correcto. Es un hombre de acción, no de deliberación. Ha conseguido llevar a la guadaña a una nueva era casi sin ayuda, y eso es lo que importa. Rand, como sus segadores subordinados, debe aprender cuál es su lugar. Puede que le escueza un poco, pero será lo mejor a largo plazo.

—Justicia —dice Rand, que por fin le hace caso—. De acuerdo. ¿Qué te parece si busco la secta a la que pertenecía este tonista y cribo en público a su coadjutor? Te prometo que será todo lo desagradable que tú quieras.

—Cribar a un simple coadjutor no es el mensaje que quiero enviar ni mucho menos. Tenemos que apuntar más alto.

Rand se marcha para cribar a los tres guardias de la residencia, como le han ordenado. Lo hace con eficiencia, sin previo aviso, sin piedad, sin remordimiento. Le resulta más sencillo cuando permite que su ira asome a la superficie. Odia a Constantine por darle falsas esperanzas sobre su influencia en Goddard. Odia a Tyger por haber sido tan ingenuo como para dejarse engañar tan fácilmente por ella. Odia a la vieja guardia y al nuevo orden, al Nimbo y a todas las personas que ha cribado o que cribará en el futuro. Pero se niega en redondo a odiarse porque eso la destrozaría, y no piensa permitir que eso ocurra jamás.

«Aquí no hacemos nada juntos, Ayn».

Sospecha que oirá el eco de esas palabras hasta el fin de sus días.

Quiero mi propio mundo. ¿Me lo darás?

Aunque pudiera, no sería tu mundo. No serías más que su protectora.

Eso no es más que semántica. Rey, reina, emperatriz, protectora… Da igual el título que elijas. A pesar de todo, sería mi mundo, evidentemente. Yo haría las leyes, definiría los parámetros de lo que está bien y lo que está mal. Sería la autoridad de facto, como tú.

¿Y qué pasa con tus súbditos?

Sería una gobernante amable y benevolente. Sólo castigaría a los que se lo merecen.

Ya veo.

Y, ahora, ¿me das mi mundo?

[Iteración n.º 752149, eliminada]

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