Trueno

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SEGUNDA PARTE » 18 Soy su segador

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Soy su segador

El segador Morrison gozaba de un buen trato. Tenía una vida ideal. Y todo apuntaba a que seguiría así para siempre.

Las cuotas de criba se habían anulado y, aunque eso significaba que los segadores que disfrutaban matando podían cribar a voluntad, también significaba que los que preferían no hacerlo no se veían obligados a ello. Jim descubrió que con cribar a una docena, aproximadamente, entre cónclaves bastaba para evitar que lo vieran con malos ojos. Así que podía disfrutar de las ventajas de ser segador a cambio de un esfuerzo mínimo.

Por tanto, el segador Morrison procuraba ser discreto. En realidad, no era así por naturaleza; le gustaba destacar. Jim era alto, bastante musculoso, con un aspecto imponente, y sabía que era atractivo. Con todo eso a su favor, ¿por qué no lucirlo? Sin embargo, para una vez que se decidió a jugarse el pellejo y llamar la atención, fracasó miserablemente y casi lo destruyen.

Había secundado la nominación de la segadora Curie para suma dalle. Qué estupidez. Ahora, la segadora estaba muerta y a él lo consideraban un instigador. Además, era frustrante porque a Constantine, que había nominado a Curie, lo habían nombrado segador subordinado. El mundo era muy injusto.

Cuando Goddard regresó del desastre de Perdura convertido en sumo dalle, Morrison se había cosido rápidamente zafiros en su túnica para dejar clara su alianza con el nuevo orden. Pero su túnica era de tela vaquera y los demás se burlaban de él porque así los zafiros parecían piedras de plástico baratas. Aquella túnica le decía al mundo que sentía lo que había hecho… Y, al cabo de un tiempo, con su contrición se ganó la indiferencia de ambos bandos. Los segadores de la vieja guardia se lavaron las manos en lo que a él concernía, mientras que los del nuevo orden le hacían caso omiso. Aquella indiferencia gloriosa y que tanto le había costado conseguir le permitía hacer lo que más le gustaba en este mundo: nada.

Hasta el día que el sumo dalle solicitó su presencia.

Morrison había elegido como residencia el majestuoso hogar de otro midmericano famoso. No su histórico patrono, porque el Jim Morrison original, aunque tenía una tumba muy visitada en algún punto de Francoiberia, no contaba con residencia en las Méricas o, al menos, con ninguna lo bastante señorial para un segador.

Todo se remontaba a aquella vez que el niño que más adelante se convertiría en el segador Morrison había visitado Graceland con sus padres. «Algún día quiero vivir en un sitio como este», les dijo. Ellos se burlaron porque pensaban que era ingenuidad infantil, y él pensó que quien ríe el último ríe mejor.

Cuando se convirtió en segador, de inmediato le echó el ojo a la famosa mansión, pero descubrió que el segador Presley ya la había reclamado como residencia y no mostraba indicios de querer cribarse en el futuro próximo. Mierda, Así que Morrison tuvo que conformarse con la siguiente de la lista:

Grouseland.

Era la histórica mansión de William Henry Harrison, un presidente mericano poco conocido de la edad mortal. Echó mano de sus privilegios como segador y puso de patitas en la calle a las damas de la sociedad histórica local, ya que la casa era un museo que ellas dirigían, y se mudó. Incluso invitó a sus padres a vivir con él allí, pero, aunque aceptaron la invitación, nunca parecieron demasiado impresionados.

El día de la llamada del sumo dalle, estaba viendo deportes, como de costumbre. Archivos de partidos clásicos, porque odiaba el estrés de no saber quién iba a ganar. Aquel era el de los Forty-Niners contra los Patriots, en un enfrentamiento que sólo destacaba porque Jeff Fuller, de los Forty-Niners, recibió un golpe de casco a casco tan brutal que bien podría haber acabado lanzado a una dimensión alternativa. No obstante, se rompió el cuello. Muy dramático. Al segador Morrison le gustaba la forma en que se jugaba al fútbol mericano en los tiempos mortales, cuando las heridas podían ser permanentes y dejar a un jugador tirado en el campo sufriendo de verdad. Entonces había mucho más en juego. Era su amor por los deportes de contacto de la edad mortal lo que había inspirado su método de criba. Nunca usaba armas: siempre cribaba con las manos.

Mientras el partido seguía suspendido y esperaban a que se llevaran a Fuller del campo, la pantalla de Morrison se tiñó de rojo y le vibró el teléfono. Era como si le vibraran incluso los nanobots, porque habría jurado que lo sintió hasta en los huesos.

Era un mensaje entrante de Fulcrum City.

¡ATENCIÓN! ¡ATENCIÓN!

SE CONVOCA AL HONORABLE SEGADOR JAMES DOUGLAS MORRISON A UNA AUDIENCIA DE ALTA PRIORIDAD CON SU EXCELENCIA EL HONORABLE ROBERT GODDARD, SUMO DALLE DE LA GUADAÑA MIDMERICANA

No podía ser nada bueno.

Esperaba que Goddard se hubiera olvidado de él y que, como sumo dalle, el hombre tuviera demasiadas cosas importantes que hacer como para fijarse en un segador novato. Puede que fuera su elección de residencia famosa lo que le hubiera llamado la atención. Al fin y al cabo, Grouseland había sido la primera casa de ladrillo del Territorio de Indiana. Mierda.

Como sabía que una llamada del sumo dalle era una orden que había que correr a obedecer, eso fue justo lo que hizo: pidió a su madre que le preparara una bolsa de viaje pequeña y solicitó un helicóptero de la guadaña.

Aunque el segador Morrison nunca había estado en Perdura, imaginaba que la residencia de Goddard en Fulcrum City se parecía a los áticos de cristal de los difuntos verdugos mayores. En el vestíbulo de la planta baja, a Jim lo recibió nada menos que el primer segador subordinado Nietzsche.

—Llegas tarde —fue su único saludo.

—He venido en cuanto he recibido la llamada.

—Y a los dos minutos de la llamada, ya llegabas tarde.

Nietzsche, aparte de tener un nombre increíblemente difícil de escribir, era la persona que podría haber sido sumo dalle de no haber hecho Goddard su infame reaparición en el cónclave. En aquel momento parecía poco más que el ascensorista, porque escoltar a Morrison a la residencia de la azotea fue su única contribución a la audiencia. Ni siquiera salió del ascensor.

—Pórtate bien —le advirtió antes de que se cerraran las puertas, como podría decirse a un niño al que dejan en una fiesta de cumpleaños.

La residencia de cristal era impresionante, llena de ángulos extraños y muebles escasos de tamaño mínimo para no tapar la vista de trescientos sesenta grados. Lo único que la obstaculizaba eran las paredes de cristal al ácido del dormitorio del sumo dalle. Morrison veía la tenue sombra de Goddard moviéndose allí dentro, como una araña tela de embudo en lo más profundo de su red.

Entonces, una figura de verde salió de la zona de la cocina. La segadora Rand. Si pretendía hacer una gran entrada, las paredes de cristal se lo impidieron, puesto que Morrison la vio mucho antes de que llegara. Nadie podía acusar de falta de transparencia a aquella administración.

—Vaya, vaya, si es el rompecorazones de la guadaña midmericana —dijo Rand mientras se sentaba sin estrecharle la mano—. He oído que tu carta está muy cotizada entre las escolares.

El se sentó frente a ella.

—La tuya también es valiosa. Por otras razones.

Entonces se percató de que quizá lo entendiera como un insulto, así que no dijo nada más porque suponía que ya no podía más que empeorarlo.

Rand se había convertido en una figura legendaria. Todos en las Méricas (y puede que en el resto del mundo) sabían que era la que había revivido a Goddard mediante un sistema que ni el Nimbo se habría atrevido a probar. A Morrison le desagradaba su sonrisa. Te hacía sentir que ella sabía algo que tú no sabías y que estaba deseando ver qué cara ponías al enterarte.

—He oído que el mes pasado le paraste el corazón a un hombre de un solo golpe —comentó Rand.

Era cierto, aunque los nanobots se lo pusieron de nuevo en funcionamiento. Dos veces. Al final, Morrison tuvo que desactivárselos para que la criba se mantuviera. Era uno de los problemas de cribar sin arma ni veneno. A veces, no duraba.

—Sí —respondió Morrison sin molestarse en responder—. Es lo que hago.

—Es lo que hacemos todos. Lo interesante es tu forma de hacerlo.

Morrison no esperaba un cumplido. Intentó ofrecerle una sonrisa misteriosa de cosecha propia.

—¿Crees que soy interesante?

—Creo que tu forma de cribar es interesante. Por otro lado, tú eres un aburrimiento absoluto.

Al final, Goddard salió de su dormitorio con los brazos abiertos para darle la bienvenida.

—¡Segador Morrison! —exclamó con mucha más cordialidad de la que Jim esperaba. Su túnica era un poco distinta de la que antes vestía. Seguía siendo azul oscuro, tachonada de diamantes, pero, si te fijabas, se veían filamentos de oro que relucían como la aurora boreal cuando incidía la luz sobre ella—. Si no recuerdo mal, fuiste el que secundó la nominación de la segadora Curie para el puesto de sumo dalle, ¿correcto?

Al parecer, Goddard no perdía el tiempo con tonterías, sino que iba directo a la yugular.

—Sí —respondió Morrison—, pero puedo explicarlo…

—No es necesario. Siempre es de agradecer una sana competencia.

—Sobre todo si ganas —añadió Rand.

A Morrison todo aquello le recordaba a los partidos que le gustaba ver en la tele, esos en los que ya sabía el resultado y a qué equipo animar.

—Sí, bueno, en cualquier caso, cuando se hizo la nominación ni tú ni nuestro amigo Constantine teníais ni idea de que yo esperaba entre bastidores planificando una entrada triunfal —dijo Goddard.

—No, su señoría, no tenía ni idea —admitió, y después se corrigió—: Quiero decir, su excelencia.

Goddard se detuvo a examinarlo.

—Las gemas de tu túnica le dan un bonito toque. ¿Se deben a tu amor por la moda o significan algo más?

Jim tragó saliva.

—Algo más —dijo, con la esperanza de que fuera la respuesta correcta. Después miró a Rand, que estaba encantada viéndolo sufrir—. En realidad nunca me uní a la vieja guardia. Nominé a Curie porque creía que así impresionaría a la segadora Anastasia.

—¿Y por qué querías impresionarla? —inquirió Goddard.

«Pregunta con trampa», pensó Morrison. Así que decidió que era mejor que lo atraparan con una verdad que acabar pillado en una mentira.

—Me daba la impresión de que llegaría lejos…, así que pensé que si la impresionaba…

—¿Te llevaría consigo en su ascenso?

—Sí, algo así.

Goddard asintió y aceptó la explicación.

—Bueno, sí que llegó a alguna parte. Aunque, para ser más exactos, sospecho que llegó a muchas partes antes de que la digirieran del todo.

Morrison soltó una risita nerviosa y después la reprimió.

—Así que ahora ¿pretendes impresionarme a mí? —preguntó Goddard mientras señalaba la túnica cubierta de piedras preciosas del joven.

—No, su excelencia —dijo, de nuevo con la esperanza de que fuera la respuesta correcta—. Ya no quiero impresionar a nadie. Sólo pretendo ser un buen segador.

—¿Y cómo es un buen segador, en tu opinión?

—El que cumple las leyes y las costumbres de la guadaña, tal y como las interpreta su sumo dalle.

La expresión de Goddard era indescifrable, pero Morrison se percató de que Rand había perdido la sonrisa y parecía más seria. No pudo evitar sentir que acababa de superar una especie de examen. O de suspenderlo.

Entonces, Goddard le dio una cálida palmada en el hombro.

—Tengo un trabajo para ti. Un trabajo que me demostrará que tu lealtad es algo más que una cuestión de moda.

Goddard se tomó unos segundos para contemplar la vista oriental. Morrison se le unió.

—Seguro que sabes que los tonistas se han buscado un profeta que está uniendo a las distintas facciones de su secta repartidas por el mundo,

—Sí. El Trueno.

—Los tonistas son los enemigos de todo lo que representamos. No nos respetan ni a nosotros ni a nuestra vocación. Su creencia en una doctrina ficticia amenaza con debilitar nuestra sociedad. Son malas hierbas que necesitamos arrancar de raíz. Por tanto, quiero que te infiltres en el enclave tonista que protege a ese supuesto Trueno. Y después quiero que lo cribes.

El alcance de aquello era tan enorme que Morrison se mareó. ¿Cribar al Trueno? ¿De verdad le estaba pidiendo que cribara al Trueno?

—¿Por qué yo?

—Porque a un segador más experto lo verían llegar de lejos, pero no se esperan que envíe a un novato como tú —dijo Goddard, cuya túnica resplandecía a la luz de última hora de la tarde—. Además, nadie podrá acercarse a él con un arma. Lo que necesitamos es un segador capaz de cribar sin más ayuda que sus manos.

Eso le arrancó una sonrisa a Morrison.

—Entonces, soy su segador.

La puerta, la puerta, ¡la puñetera puerta!

Hace casi un año que no la veo. He jurado no buscar lo que hay tras ella. No quiero saber nada más al respecto, igual que no quiero saber nada más sobre el mundo; y, sin embargo, no pasa un día en que no piense en esa infernal puerta.

¿Acaso estaban locos los fundadores? O puede que fueran más sabios de lo que la gente piensa: porque, al requerir a dos segadores para abrir la puerta, se aseguraron de que un demente como yo no lograra acceder a la solución de emergencia, sea la que sea. Sólo dos segadores en perfecto acuerdo pueden abrir la cámara y salvar a la guadaña.

Vale. No me importa lo más mínimo. Que el mundo se dedique a destrozarse. Que los secretos de los fundadores permanezcan ocultos para la eternidad. Les está bien empleado por esconderlos de ese modo. Fue decisión suya convertirlos en carne de mitos y canciones infantiles. Enterrarlos en mapas esotéricos guardados en habitaciones arcanas. ¿De verdad esperaban que alguien resolviera su acertijo? Por mí, que todo se desmorone. Duermo en paz sin sentir sobre mi el peso del mundo. Ahora sólo soy responsable de mí. Sin cribar. Sin interminables dilemas morales. Me he transformado en un hombre sencillo, satisfecho con pensamientos sencillos. Arreglar el tejado. El movimiento de la marea. Si, sencillo. Debo recordar no complicarme. Debo recordarlo.

Pero ¡esa puñetera puerta! Puede que los fundadores no fueran nada sabios. Puede que fuesen unos ignorantes aterrados y que padecieran de un idealismo sumamente ingenuo. Allí estaban, doce personas que se atrevieron a imaginarse como ángeles de la muerte, vestidas con túnicas extravagantes para que se fijaran en ellas. Seguro que todo el mundo pensaba que eran ridículas, hasta que de verdad cambiaron el mundo.

¿Alguna vez dudaron de sus decisiones? Tuvieron que hacerlo, puesto que tenían un plan de emergencia. Pero ¿sería elegante el plan de emergencia de unos revolucionarios asustados? ¿O sería feo y apestaría a mediocridad? Porque, a fin de cuentas, era el plan que habían descartado.

¿Y si la solución alternativa era peor que el problema?

Una razón más para dejar de pensar en ello, para reafirmarme en mi decisión de no seguir persiguiéndola nunca más y de permanecer lejos, muy lejos de esa puerta exasperante y detestable.

—Del diario «post mortem» del segador Michael Faraday,

1 de junio del Año del Íbice

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