Trueno

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Tercera Parte. El Año de la Cobra » 28 Fama oscura

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Fama oscura

Todos estaban invitados. Y, cuando el dalle máximo enviaba una invitación, no era posible desatenderla. Lo que significaba que el estadio estaría lleno hasta los topes.

Goddard había hecho un llamamiento público a todas las almas bajo su protección. Era poco habitual que un segador (y, encima, uno poderoso) se relacionara con la gente corriente. La comunicación con el resto de la humanidad solía limitarse a la bala, la hoja, la porra y, de vez en cuando, el veneno. Los segadores no sentían la necesidad de hablar con las masas, ni más ni menos. No eran funcionarios electos y sólo respondían ante ellos mismos. ¿Para qué ganarte los corazones de las personas si tu único propósito en la vida era detener esos mismos corazones?

Así que, cuando el dalle máximo Goddard en persona retransmitió la invitación, todo el mundo se fijó en ella. A pesar de su torre fortificada, Goddard afirmaba ser un segador del pueblo… y allí tenían la prueba. Estaba dispuesto a compartir su triunfo con la gente corriente de todos los estratos sociales. Al final, las ansias de acercarse a los segadores más famosos del continente pudieron más que el miedo que les inspiraban. Las entradas se agotaron en cinco minutos. El resto tendría que ver el acontecimiento desde sus hogares y puestos de trabajo.

Los afortunados que consiguieron entradas para la ejecución sabían que estarían siendo testigos de algo histórico. Les contarían a sus hijos (y ellos a sus nietos, a sus bisnietos y a sus tataranietos) que estuvieron presentes en la criba del segador Lucifer.

No temían a Lucifer como los segadores, aunque lo despreciaban, no sólo por culparlo de la muerte de Perdura, sino por el silencio del Nimbo y su propio estatus de indeseables. El mundo estaba siendo castigado por sus actos. Era, como Goddard había expresado sin rodeos, la persona más odiada del mundo. Así que era normal que acudieran en masa a presenciar su horrible final.

Ya no existían los vehículos blindados: los vehículos eran impenetrables por naturaleza. Aun así, se fabricó un camión de transporte especial en cuestión de días para el segador Lucifer, equipado hasta con remaches de acero visibles y ventanas con barrotes. El camino de Fulcrum City a Mile Hight City, donde se celebraría la criba, era en línea recta por una autovía de alta velocidad, pero la ruta que tomó el convoy deambuló haciendo eses por todas las ciudades midmericanas posibles antes de llegar a su destino. Un viaje que habría durado un día se alargó casi una semana.

Rowan sabía que explotarían al máximo su criba por su importancia para las relaciones públicas del Goddard, pero no esperaba que lo exhibieran así.

Había más de doce vehículos en el convoy. Miembros de la Guardia del Dalle en moto y elegantes limusinas con los colores de los segadores de alto rango que viajaban dentro, hasta llegar al enorme camión blindado cuadrado, y unos cuantos guardias en moto detrás, como la cola de un traje de novia.

El dalle máximo no estaba presente, aunque la primera limusina fuera del azul de su túnica y estuviera salpicada de estrellas relucientes. No había nadie dentro, cosa que las masas ignoraban. Lo cierto era que Goddard prefería no molestarse con la larga y trabajosa expedición cuando podía obtener el mismo efecto fingiendo estar allí. No aparecería hasta el mismo día de la criba.

Así que puso a Constantine a cargo de escoltar al temido segador Lucifer hasta su condena final.

Rowan sabía que a Constantine le habían encargado la tarea de localizarlo y acabar con él tres años antes. Su túnica y su limusina eran carmesíes, igual que el sello de ENEMIGO PÚBLICO que adornaba el lateral del camión de transporte de Rowan. Se preguntó si sería adrede o una feliz coincidencia.

Antes de partir de Fulcrum City, Constantine había visitado a Rowan después de que lo hubieran metido en el camión de alta seguridad y esposado.

—Me he pasado muchos años deseando echarte la vista encima —dijo—. Y, ahora que lo hago, no me impresionas en absoluto.

—Gracias, yo también te quiero.

Constantine se llevó la mano a la túnica como si fuera a sacar un arma blanca, pero se lo pensó mejor.

—Si pudiera cribarte aquí y ahora, lo haría. Pero no tengo ningún inestés en desatar la ira del dalle máximo Goddard.

—Comprensible —asintió Rowan—. Si te sirve de consuelo, preferiría que me cribaras tú a que lo haga él.

—Y eso ¿por qué?

—Porque para él mi muerte es una venganza. Para ti sería culminar una misión que ha durado tres años. Prefiero satisfacer esa necesidad que la vendetta de Goddard.

Constantine se relajó. No se ablandó, pero ya no parecía a punto de dejarse llevar por un impulso del que después se habría arrepentido.

—Antes de conducirte a tu merecido final, quiero saber algo —dijo—. Quiero saber por qué lo hiciste.

—¿Por qué acabé con los segadores Renoir, Fillmore y demás?

Constantine agitó la mano.

—Eso no. Por mucho que deteste tu oleada de asesinatos de segadores, es evidente por qué los elegiste. Todos tenían un comportamiento cuestionable y tú te arrogaste el derecho a juzgarlos, aunque no te correspondiera. Esos delitos son motivo más que de sobra para cribarte, pero lo que quiero saber es por qué mataste a los verdugos mayores. Eran hombres y mujeres decentes. El peor era Xenocrates, pero incluso él era un santo comparado con el resto de tus víctimas. ¿Cómo se te pudo ocurrir hacer algo tan atroz?

Rowan estaba cansado de negar la culpa; ¿qué más daba, a esas alturas? Así que contestó con la mentira que ya todos se creían.

—Odiaba a la Guadaña por negarme el anillo —le dijo—. Así que quería hacerles todo el daño posible. Quería que todas las guadañas del mundo pagaran por negarse a convertirme en un segador de verdad.

La mirada de Constantine podría haber fundido el acero del camión de transporte.

—¿Esperas que me crea que eres así de mezquino y ruin?

—Debo de serlo. Si no, ¿por qué iba a hundir Perdura? —A lo que añadió—: O puede que simplemente sea malvado.

Constantine sabía que se estaba burlando de él, y no le gustaba. Se marchó y no volvió a dirigirle la palabra a Rowan en todo el viaje, aunque no sin despedirse con una frase que fue como una patada en la boca:

—Para mí es un placer informarte de que tu criba será dolorosa —le dijo el segador carmesí, que rezumaba rencor—. Goddard pretende asarte vivo.

Los relucientes grilletes nuevos de Rowan habían sido forjados sólo para él y tenían cadenas de acero que golpeaban el suelo del camión cuando se movía. Eran lo bastante largas como para permitirle algo de movimiento, pero lo suficientemente sólidas como para que le costara. Una absoluta exageración. Sólo porque se le diera bien escaparse no significaba que fuera un artista del escapismo, como los segadores pensaban. Sus anteriores huidas se debían a la ayuda de alguien o a la ineptitud de sus captores. No cabía la posibilidad de romper las cadenas a mordiscos y abrir de una patada la puerta de acero, pero todos actuaban como si fuera una bestia mítica con poderes sobrehumanos y sobrenaturales. Aunque quizá fuera eso lo que Goddard quería que pensaran; porque, si es necesario encadenar y encerrar en una caja de acero a la criatura que has capturado, significa que eres un gran cazador.

En todas las ciudades y pueblos por los que pasaban, la gente se acercaba en tropel para ver pasar el convoy, como si fuera un desfile festivo. Las ventanas con barrotes estaban a distintas alturas y eran más grandes de lo normal en un vehículo de ese tipo; además, el interior estaba bien iluminado. Rowan no tardó en darse cuenta del motivo: las ventanas estaban situadas de tal modo que, se colocara como se colocara, se le veía desde fuera, y el interior iluminado garantizaba que no pudiera ocultarse en la oscuridad, al margen de la hora del día.

Mientras recorrían bulevares y avenidas, las hordas de mirones de ambos lados de la calle siempre lo tenían a la vista. De vez en cuando se asomaba por una ventana y, cuando lo hacía, la emoción de la muchedumbre alcanzaba su cénit. Lo señalaban, sacaban fotos y levantaban en alto a sus niños para que vieran al joven que había alcanzado aquella oscura fama. Alguna que otra vez los saludaba con la mano y ellos dejaban escapar risas nerviosas. Otras, los señalaba cuando lo señalaban, lo que siempre parecía asustarlos, como si la ira de su inquieto fantasma fuera a llevárselos en plena noche después de su criba.

Durante todo aquello, no dejaba de recordar la lúgubre sentencia de Constantine. La forma en que lo cribarían. ¿Acaso no habían prohibido la criba por fuego? Goddard debía de haberla reinstaurado. O puede que sólo la hubiese permitido para aquella criba especial. Por más que Rowan se intentaba convencer de que no lo temía, no había manera. No le daba miedo la criba, sino el dolor, y habría de sobra, porque Goddard se aseguraría de apagarle los nanobots para que sintiera todo hasta el último segundo. Sufriría como los herejes y las brujas de épocas más ignorantes.

La idea del final de su vida no le resultaba tan problemática. De hecho, se había convertido en algo curiosamente habitual. Había muerto tantas veces, de tantas formas, que estaba acostumbrado. Le daba el mismo miedo que quedarse dormido… Lo que, a menudo, era peor, porque, cuando dormía, tenía pesadillas. Al menos, morturiento no se soñaba, y la única diferencia entre estar morturiento y estar muerto era el tiempo que duraba aquel estado. Puede que, como algunos creían, la muerte verdadera acabara por llevar a la gente a un lugar glorioso, inimaginable para los vivos. Así intentaba Rowan suavizar el destino que le esperaba.

También intentó suavizarlo pensando en Citra. No había sabido nada de ella y no cometería la estupidez de preguntar a Constantine ni a nadie, porque no tenía ni idea de quién estaba al tanto de que seguía con vida. Goddard sí, sin duda: había enviado a la suma dalle de Occimérica a recuperarlos a los dos. Pero, si Citra había escapado, la mejor forma de ayudarla era no hablar de ella en compañía hostil.

Teniendo en cuenta cuál era el final del serpenteante camino que recorría, esperaba que ella se encontrara en mejores circunstancias.

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