Trueno

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Tercera Parte. El Año de la Cobra » 29 El oso evidente

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El oso evidente

Tres fechas. Eso era lo único que ocultaba el cisne plegado. Una del Año del Lince, otra del Año del Bisonte y otra del Año de la Garza. Todo anterior al nacimiento de Anastasia.

No tardó mucho en averiguar por qué eran importantes las fechas. Eso fue lo fácil. Conociera la gente o no las fechas exactas, los sucesos que tuvieron lugar en ellas formaban parte del currículo de Historia de todas las escuelas. Por otro lado, se trataba de las versiones oficiales. Las aceptadas. En la historia, nada era de primera mano, y lo conocido no era más que lo que se permitía conocer. Desde su ordenación como segadora, Anastasia había visto que la Guadaña estrangulaba el flujo de información siempre que lo creía necesario, y así definía la historia como le convenía. Puede que no falsificara nada, puesto que el Nimbo tenía jurisdicción sobre los hechos y los números, pero la Guadaña podía decidir de qué hechos se informaba al público.

No obstante, la información que se prefería dejar al margen no se olvidaba. Seguía existiendo en el cerebro trasero, donde cualquiera podía acceder a ella. En sus días como novicia, Citra se había convertido en una experta en filtrar los datos del cerebro trasero del Nimbo para intentar encontrar al «asesino» de Faraday. Los algoritmos del sistema de clasificación del Nimbo eran parecidos a los del cerebro humano; el orden era por asociación. Las imágenes no se ordenaban por fecha ni hora, ni siquiera por ubicación. Para localizar a un segador de túnica marfil en una esquina, tuvo que repasar imágenes de gente vestida del mismo color en esquinas de todo el mundo y después acotarlo a través de otros elementos de la escena. Un tipo de farola concreto. La longitud de las sombras. Los sonidos y aromas del aire, porque el Nimbo catalogaba toda la información sensorial. Encontrar algo era como dar con una aguja en un pajar dentro de un planeta de pajares.

Era necesario emplear el ingenio y la inspiración para averiguar con qué parámetros reducir un campo de información casi infinito. En aquel momento, el reto de Anastasia era aún mayor que antes, porque, cuando buscaba a Faraday, sabía lo que buscaba. Ahora no sabía nada más que las fechas.

Primero estudió todo lo que se sabía sobre los desastres en cuestión. Después se zambulló en el cerebro trasero para localizar las fuentes originales y la información que se había omitido convenientemente de los informes oficiales.

El mayor obstáculo era su falta de paciencia. Intuía que las respuestas estaban cerca, pero enterradas bajo tanta capas que temía no ser capaz de encontrarlas nunca.

Al final resultó que Anastasia y Jeri habían llegado unos cuantos días antes del Jubileo Lunar. Cada luna llena, el sumo dalle Tenkamenin organizaba una gran fiesta que duraba veinticinco horas «porque veinticuatro no son suficientes». Había todo tipo de entretenimientos, hordas de fiesteros profesionales y comida traída de todo el mundo para sus invitados.

«Vístete para el acontecimiento, pero sin tu túnica de segadora, y permanece a mi lado con un invitado o dos —le había aconsejado Tenka—. Formarás parte del paisaje».

A Jeri se limitó a decirle: «Disfruta, sin pasarte».

Anastasia era reacia a estar allí por miedo a que la reconocieran y habría preferido seguir investigando en el cerebro trasero, pero Tenkamenin insistió:

«Te vendrá bien un descanso de la monotonía de tu misión. Te buscaré una peluca colorida y nadie se dará cuenta».

Al principio, a Anastasia le pareció irresponsable y temerario sugerir que un disfraz tan simple podría ocultarla, pero, como nadie esperaba encontrarse a una segadora muerta en la fiesta (y menos con una peluca azul neón), estaba muy bien escondida a plena vista.

—Una lección importante para tu búsqueda —le dijo Tenkamenin—: lo que se oculta a plena vista es lo más difícil de encontrar.

Tenka era un anfitrión consumado, recibía a todos en persona y concedía inmunidad a diestro y siniestro. Todo era deslumbrante y divertido, pero a Anastasia no le sentaba bien…, y el sumo dalle se percató de su desagrado.

—¿Te resulto autocomplaciente en exceso? —le preguntó—. ¿Soy un sumo dalle horriblemente hedonista?

—Goddard organiza fiestas como esta.

—No como esta.

—Y también le gustan las casas gigantescas.

—Ah, ¿sí?

Entonces, Tenka le pidió que se acercara para que pudiera oírlo con claridad a pesar del bullicio.

—Quiero que eches un vistazo a la gente que te rodea y que me digas lo que ves. O…, mejor dicho, lo que no ves.

Anastasia observó lo que la rodeaba. Personas en la piscina de distintos niveles, otras bailando en los balcones. Todos con trajes de baño y colorida ropa de fiesta. Entonces se dio cuenta.

—No hay segadores.

—¡Ni uno! Ni siquiera Makeda y Baba. Todos los invitados son familiares de las personas a las que he cribado desde la última luna llena. Los invito aquí para celebrar las vidas de sus seres queridos, no para lamentar su muerte, y les concedo su año de inmunidad. Y, cuando termina la celebración y se limpia la propiedad, me retiro a mi gloriosa suite.

Señaló con el dedo la ventana más grande de la mansión…, y después le guiñó un ojo y movió el dedo hacia la derecha hasta que ya no apuntaba a palacio, sino a una cabañita al borde del terreno.

—¿La caseta de las herramientas?

—No es una caseta para herramientas. Es donde vivo. Las habitaciones del palacio están reservadas para los invitados de honor, como tú, además de para los que carecen de tanto honor pero hay que impresionar. En cuanto a mi «caseta de herramientas», como la has llamado, es una réplica del hogar en el que me crie. Mis padres creen en la simplicidad. Y, por supuesto, tuvieron un hijo que disfruta de las complicaciones sin fin. No obstante, por las noches todavía me reconforta la comodidad de una morada sencilla.

—Seguro que están orgullosos de ti —dijo Anastasia—. Tus padres, me refiero.

El sumo dalle Tenkamenin resopló.

—Qué va. Llevan la simplicidad hasta lo más extremo. Ahora son tonistas… Llevo años sin hablar con ellos.

—Lo siento.

—¿Te has enterado de que tenían un profeta? —preguntó Tenka en tono amargo—. Apareció justo después de tu inmersión. Afirmaban que el Nimbo todavía le hablaba. —Dejó escapar una risilla triste—. Por supuesto, consiguió que lo cribaran.

Un camarero se les acercó con una bandeja de gambas que parecían demasiado grandes para ser reales… Sin duda, un producto de las granjas de abundancia experimentales del Nimbo. Como siempre, el Nimbo acertaba: su sabor era incluso mejor que su aspecto.

—¿Cómo va tu investigación? —le preguntó Tenkamenin.

—Va. Pero el Nimbo enlaza los datos de un modo muy desconcertante. Si saco una imagen de la colonia de Marte, me lleva al dibujo infantil de una luna. Una noticia sobre la estación orbital Nueva Esperanza me conduce a un pedido de comida en Estambul para un segador del que nunca he oído hablar. Dante no sé qué.

—¿Alighieri?

—Sí, eso es. ¿Lo conoces?

—He oído hablar de él. De Euroescandia, creo. Murió hace tiempo. Tuvo que cribarse hace unos cincuenta o sesenta años.

—Es como todas las conexiones que he encontrado. Ninguna tiene sentido.

—Entra en todas las madrigueras —le aconsejó Tenka—. Porque puede que encuentres conejos en algunas de ellas.

—Sigo sin comprender por qué no me puedes contar sin más lo que estoy buscando.

Tenka suspiró y se acercó más a ella para susurrarle:

—La información que tenemos procede de otra segadora que después se cribó, supongo que por cargo de conciencia. Por lo demás, no tenemos pruebas reales, y nuestra búsqueda por el cerebro trasero no ha sido fructífera. Nuestro problema es que sabemos lo que buscamos. Mientras uno busca un hombre con sombrero azul, no se fija en la mujer de la peluca azul.

Le dio un tironcito a uno de los tirabuzones neón de Anastasia.

Aunque le resultaba contradictorio, no le quedó más remedio que reconocer que tenía sentido. ¿Acaso no había visto a Tenka dirigirse a la «caseta de las herramientas» todos los días, pero su propio sesgo le había impedido comprender la razón? Recordó un vídeo de la época mortal que un profesor les había enseñado en clase. El objetivo era contar cuántas veces se pasaban la pelota unos compañeros que se movían por la pantalla. Ella acertó, como casi toda la clase. Sin embargo, nadie se dio cuenta de que había un hombre disfrazado de oso que pasaba bailando por el centro de la pantalla. A veces, encontrar lo evidente exigía iniciar una búsqueda sin expectativas.

A la mañana siguiente descubrió algo y corrió a la cabaña de Tenka para contárselo.

Su casa era tan modesta que hasta el segador Faraday la habría aprobado. Encontró al sumo dalle en una reunión; justo delante tenía a otras dos personas que no parecían muy contentas de estar allí. Más que eso; estaban abatidas.

—Entra, amiga mía —le dijo Tenka a Anastasia—. ¿Saben quién es? —les pregunto a sus otros dos invitados.

—No, su excelencia.

—Es mi florista. Llena mi palacio y mi casa de bellos arreglos florales. —Después se concentró en el más nervioso de los dos visitantes: un hombre que rondaba los cuarenta años, quizá a punto de reiniciar el contador—. Cuénteme cuál es su sueño más querido —le dijo el sumo dalle—. ¿Qué desea más que nada en este mundo, pero todavía no lo ha hecho?

El hombre vaciló.

—No se reprima —lo animó Fenkamenin—. No sea tímido. ¡Cuénteme su sueño con todo lujo de gloriosos detalles!

—Que… quería un yate de vela —respondió como si fuera un niño sobre el regazo de Papá Invierno—. Quiero navegar alrededor del mundo.

—¡Muy bien! —exclamó el sumo dalle, y dio una palmada como si con eso se sellara el trato—. Mañana iremos a comprar un yate de vela. ¡Yo invito!

—¿Cómo dice, su excelencia? —farfulló el hombre, incrédulo.

—Cumplirá su sueño, señor. Seis meses. Después regresará aquí y me contará su experiencia. Y después lo cribaré.

El hombre estaba emocionado. A pesar de saber que lo iban a cribar, no podía parecer más contento.

—¡Gracias, su excelencia! ¡Gracias!

Cuando se fue, el otro hombre, un poco más joven y ya menos asustado que antes, se volvió hacia el sumo dalle.

—¿Y yo? ¿Quiere saber cuál es mi sueño?

—Amigo mío, la vida a menudo es brutal e injusta. La muerte, también.

Tenkamenin describió un rápido arco con la mano. Anastasia ni siquiera vio la hoja, pero el hombre cayó al suelo en un instante, con la mano en el cuello, y dejó escapar su último aliento. Lo había cribado.

—Avisaré yo mismo a su familia —le explicó Tenkamenin a Anastasia—. Los invitaré al siguiente Jubileo Lunar.

El giro de los acontecimientos sorprendió a Anastasia, pero no la conmocionó. Cada segador debía elegir su forma de hacer las cosas. Concederle su sueño más ansiado a alguien y negárselo a otro era un método tan razonable como cualquiera. Había visto a segadores buenos hacer cosas mucho peores.

Un equipo de limpieza salió de otro cuarto para limpiar el desaguisado y Tenka acompañó a Anastasia al patio, donde esperaba el desayuno.

—¿Sabes que fuiste mi inspiración?

—¿Yo? —preguntó Anastasia.

—Por tu ejemplo. Permitir que la gente elija el método de su criba y avisarla con tiempo… ¡era algo inaudito! ¡Pero maravilloso! Esa es la clase de compasión que nos falta; nos fijamos demasiado en la eficiencia, en hacer el trabajo. Después de tu desaparición en Perdura, decidí cambiar mi estilo de criba en tu honor: permitiría que la mitad de mis cribados vieran su sueño hecho realidad.

—¿Por qué sólo la mitad?

—Porque, si de verdad pretendemos emular a la muerte, tal y como era, debemos ser volubles y caprichosos. Sólo podemos endulzarla hasta cierto límite.

Tenka llenó un plato de huevos y plátanos macho fritos, y lo colocó delante de Anastasia antes de prepararse uno para él. «Qué raro que la muerte nos resulte tan común como para ser capaces de arrebatar la vida y desayunar unos segundos después», pensó Anastasia.

Tenka le dio un bocado a un fufu de casava y se puso a masticar el denso pan mientras seguía hablando:

—No has cribado ni una vez desde tu llegada. Es comprensible, dadas las circunstancias, aunque debes de estar deseándolo.

Entendía lo que quería decir, Sólo los segadores del nuevo orden disfrutaban del acto de cribar. Sin embargo, los demás sentían una necesidad vaga pero persistente si pasaban demasiado tiempo sin hacerlo. Anastasia no podía negar que había llegado a sentirse así. Suponía que era el modo en que la psique se adaptaba a ser segador.

—Lo que estoy haciendo en el cerebro trasero es más importante que cribar. Y creo que he encontrado algo.

Le contó lo que había descubierto. Un nombre. Carson Lusk. No era lo que se decía un filón, pero sí un comienzo.

—Está incluido en la lista de supervivientes, pero no hay nada sobre su vida a partir de esa fecha. Puede que se trate de un error, claro, y que en realidad muriera con los demás.

Tenka esbozó una amplia sonrisa.

—El Nimbo no comete errores —le recordó—. Es una pista sólida. ¡Sigue hurgando!

El sumo dalle miró el plato de Anastasia y le echó más plátanos, como un padre preocupado porque su hija come poco.

—Nos gustaría que empezaras a hacer retransmisiones en directo —le dijo—. En vez de ser nosotros los que le contemos al mundo que has regresado, creemos que deberías hacerlo tú misma. La segadora Anastasia, con sus propias palabras.

—No…, no se me da demasiado bien actuar en público —respondió ella, ya que recordaba su horrenda interpretación en Julio César. Sólo subió al escenario para cribar al actor principal, como él deseaba, pero tuvo que representar el papel. Fue una horrible senadora romana, salvo en el momento de apuñalarlo.

—¿Fuiste sincera y elocuente cuando presentaste tu caso ante los verdugos mayores?

—Sí.

—Y tu amigo, el segador Possuelo, me ha contado que, a pesar de lo que el mundo cree, los convenciste de nombrar suma dalle de Midmérica a la segadora Curie.

Anastasia esbozó una mueca involuntaria ante la mención de Curie.

—Sí, así fue.

—Bueno, si fuiste capaz de plantarte delante de los siete Asientos para la Reflexión y defender tu postura ante la elegía de segadores más imponente del mundo, creo que te irá bien.

Aquella tarde, Tenkamenin la sacó del complejo para enseñarle la ciudad de la que tan orgulloso estaba. Puerto Memoria era bulliciosa y estaba llena de vida. Con todo, el sumo dalle prefería que no saliera del coche.

—Una cosa es el Jubileo, un entorno controlado, y otra esto, donde podría verte y reconocerte cualquiera —dijo, aunque al final resultó tener otra razón para que no abandonara el vehículo.

Al acercarse al centro de la ciudad empezaron a ver tonistas. Primero, unos pocos, pero después empezaron a reunirse a ambos lados de la calle para mirar con odio el coche de Tenkamenin.

Anastasia tenía sentimientos encontrados respecto a aquel culto. Los menos extremistas no estaban mal. Eran simpáticos, a menudo amables, aunque algo persistentes en su proselitismo. No obstante, algunos eran insufribles: críticos, intolerantes…, todo lo contrario de lo que afirmaba ser el tonismo. Y los sibilantes conseguían que el resto de los fanáticos parecieran blandos. Aquella era la rama del tonismo que se había afianzado en la región de Tenkamenin.

—Desde la criba del Trueno, estos grupos escindidos son cada vez más extremos —le dijo el sumo dalle.

Como si desearan demostrar que así era, cuando hubo bastantes reunidos junto a la calzada, empezaron a lanzarles piedras.

Anastasia dejó escapar un grito ahogado cuando la primera golpeó el coche, pero Tenkamenin no se inmutó.

—No te preocupes, no pueden causar ningún daño y lo saben. Siento que tengas que verlo.

Otra roca golpeó el parabrisas, se partió por la mitad y rebotó.

Entonces, de repente, los agresores dejaron de lanzar piedras y empezaron a «entonar»: emitían una especie de zumbido sin palabras…, aunque resultaba distinto al que les había oído a otros tonistas.

Tenkamenin ordenó al vehículo que pusiera música; ni siquiera así consiguió ahogar el sonido.

—Toda esta secta ha tomado un voto de silencio —le explicó a Anastasia sin ocultar su asco—. No hablan, sólo emiten ese condenado ruido. El Nimbo siempre ha desaprobado el deslenguamiento, pero, cuando calló, estos tonistas decidieron que podían hacer lo que les diera la gana… Por eso el aullido que emiten es peor de lo habitual.

—¿Deslenguamiento?

—Lo siento, creía que lo entendías. Se han cortado la lengua.

A Jeri no se le extendió invitación para el paseo por Puerto Memoria. Aunque la tripulación de su barco hacía años que no disfrutaba de tanto tiempo libre, Jeri permaneció en el complejo de Tenkamenin para no quitarle la vista de encima a Anastasia y asegurarse de que la trataban bien y de que estaba a salvo. No era una persona egoísta, siempre le daba prioridad a la tripulación del Spence, puesto que así debían ser los buenos capitanes. Pero el deseo de proteger a Anastasia iba más allá de eso.

Tenkamenin era descuidado. Sí, ofrecía protección a la segadora, pero ¿había investigado bien a su personal? Y, después de ver cómo alardeaba de ella en el Jubileo Lunar, Jeri se preguntaba si el sumo dalle tendría algo de sentido común. No confiaba en él, y sabía que el sentimiento era mutuo.

Entonces llegó la tarde «sibilante» de Anastasia en Puerto Memoria. Anastasia fue a contárselo a Jeri a su regreso, incapaz de guardárselo para ella.

—Es como si cada día me golpearan en la cabeza con lo mucho que ha cambiado el mundo mientras yo no estaba —dijo la segadora.

—El mundo ha sobrevivido a cosas peores —le aseguró Jeri mientras Anastasia no dejaba de pasearse—. Sobrevivimos a la edad mortal, ¿qué puede haber peor que esos horrores?

Aun así, no lograba consolarla.

—Sí, pero, sin los verdugos mayores, las guadañas han iniciado algo muy parecido a una guerra civil, como si estuviéramos de nuevo en la edad mortal. ¿Adonde nos dirigimos?

—A la revuelta —respondió Jeri sin dudar—. Las montañas se crean tras grandes levantamientos. Seguro que el proceso no es bonito.

Sus palabras sólo sirvieron para alterarla más.

—¿Cómo puedes tomártelo con tanta calma? ¡Y Tenkamenin es peor que tú! Lo acepta como si no tuviera importancia. ¡Como si fuera un chaparrón pasajero en vez de un huracán que lo va a destrozar todo! ¿Por qué está todo el mundo tan ciego?

Jeri suspiró y le puso una mano en el hombro, lo que la obligó a detenerse. «Por eso me necesita aquí —pensó Jeri—. Para ser la segunda voz de su cabeza, la que frena a la primera cuando sucumbe al pánico».

—Todo desastre conlleva una oportunidad. Si un barco se hunde, yo me emociono porque sé que siempre aparecen tesoros entre las ruinas. Mira lo que descubrí en el fondo del mar: te encontré a ti,

—Y cuatrocientos mil diamantes de segador —puntualizó Anastasia.

—Lo que quiero decir es que tenemos que enfrentarnos a esto como si se tratara de una operación de salvamento. En el salvamento, lo primero que se hace es evaluar con cuidado la situación antes de ponerse en movimiento.

—Entonces, ¿debería limitarme a observar y esperar?

—Observa, aprende todo lo que puedas y después, cuando te pongas en movimiento, lo haces con decisión. Y sé que, cuando llegue el momento, lo harás.

El sumo dalle Tenkamenin insistía en celebrar cenas formales todas las noches. Su séquito de segadores debía estar presente, además de sus invitados de honor… y, desde la llegada de Anastasia y Jeri, Tenkamenin se aseguraba de que no hubiera más invitados. Una cosa era organizar una fiesta para los locales y otra, exponer a la segadora Anastasia al escrutinio durante una cena.

Cuando Jeri llegó aquella noche, Anastasia ya estaba allí, junto con el sumo dalle y los segadores Baba y Makeda, El sumo dalle se reía con ganas de algo que había dicho alguien… o, seguramente, de algo que había dicho él. Aunque a Anastasia le caía bien aquel hombre, Jeri se hartó de él al cabo de un día.

—Te has perdido el primer plato —le informó Tenkamenin—. Te quedas sin sopa.

Jeri se sentó al lado de Anastasia y respondió:

—Sobreviviré.

—Las normas de la casa dictan que hay que ser puntuales para la cena —le recordó Tenkamenin—. Es cuestión de cortesía básica.

—Es la primera vez que llega tarde —intervino Anastasia.

—No tienes que defenderme —contestó Jeri, y se volvió hacia el sumo dalle—. Para su información, estaban poniéndome al día sobre los avances en el salvamento de Perdura. Han encontrado la cámara del consejo… En estos momentos transportan los Asientos para la Reflexión de los verdugos mayores a sus respectivos continentes para convertirlos en monumentos. Creo que eso era un poquito más importante que la sopa.

El sumo dalle no comentó nada, pero, cinco minutos después, durante el segundo plato, pinchó de nuevo a Jeri:

—Dime, Jerico, ¿qué le parece a tu tripulación la ausencia de su capitán?

Jeri no se dejó enredar.

—Están de permiso en su ciudad y se sienten muy agradecidos por ello.

—Ya veo. ¿Y cómo sabes que no están cerrando tratos sin ti? ¿Tratos que podrían poner en peligro la seguridad de nuestra Señora de las Profundidades? —preguntó usando el último apodo que había acuñado para Anastasia.

—No pretenda sembrar la duda sobre mi tripulación, su excelencia. Son leales hasta el final. ¿Puede decir lo mismo de la gente de la que usted se rodea?

Eso enfureció al sumo dalle, que no defendió a su séquito, sino que cambió de tema:

—¿Qué le pides a la vida, Soberanis?

—Es una pregunta muy amplia.

—Entonces, permíteme que lo exprese de otro modo.

Cuéntame cuál es tu sueño más querido, Jerico. ¿Qué deseas más que nada en este mundo, pero todavía no lo has hecho?

De improviso, Anastasia dejó caer los cubiertos con tal fuerza que desportilló su plato y se levantó.

—He perdido el apetito —anunció antes de coger la mano de Jeri—. Y tú también.

Acto seguido, se alejó hecha una furia sin dejar más alternativa a Jerico que seguirla, aunque sólo fuera por conservar la mano.

Tenkamenin se echó a reír.

—Era una broma, Anastasia. ¡Ya sabes que me encanta jugar!

La segadora se volvió lo justo para lanzarle la más reprobadora de las miradas.

—¡Es usted un completo imbécil, su excelencia!

Lo que sólo sirvió para que se riera con más ganas.

Jeri no sabía con certeza de qué iba aquel chiste privado hasta que llegaron a la suite de Anastasia y la segadora cerró la puerta.

—Es lo que le pregunta a la gente antes de cribarla.

—Ah. Lo ha hecho por fastidiarte… y lo ha conseguido. Al sumo dalle le encanta aprovechar los puntos débiles de los demás y sabe perfectamente cuáles son los tuyos.

—¿No te preocupa nada que lo haga de verdad?

—En absoluto. Porque, por mucho que le guste jugar contigo, no quiere volverte contra él. Si me criba, sabe que se convertirá en tu enemigo.

Aun así, Anastasia le ofreció una mano. La mano en la que llevaba el anillo de segadora. No era el antiguo, el que el segador Possuelo había recuperado del fondo del mar después de encontrarla, ya que podría haberse usado para localizarla en caso de que todavía quedara por ahí un segador que comprendiera su propia tecnología. Possuelo le había entregado uno nuevo, en el que habían engastado uno de los diamantes de la cámara.

—Bésalo —le pidió a Jeri—. Sólo por asegurarnos.

Así que Jeri le tomó la mano y la besó…, pero no en el anillo.

Anastasia la retiró por reflejo.

—¡Me refería al anillo, no a la mano! —La alargó de nuevo—. Hazlo bien, esta vez.

—Decido no hacerlo.

—Si te concedo la inmunidad, nadie podrá cribarte durante todo un año. ¡Hazlo!

Pero Jeri seguía sin moverse. Y, cuando Anastasia le preguntó con la mirada, respondió:

—Cuando encontré la Cámara de las Reliquias y los Futuros, Possuelo también me ofreció inmunidad, pero me negué.

—¿Por qué? ¿Qué razón podrías tener para ello?

—Porque no quiero deberle nada a nadie. Ni siquiera a ti.

Ella se volvió y se acercó a la ventana para asomarse por ella.

—Ahí fuera hay cosas de las que no quiero saber nada, pero no me queda más remedio. Necesito saber todo lo que pueda. —Miró de nuevo a Jeri—. ¿Has oído algo de Rowan?

Jeri podría haberle dicho que no tenía ninguna noticia, pero eso habría sido mentir y nunca mentiría a Anastasia. No quería poner en peligro la confianza que había entre ellas. Guardó silencio un instante y Anastasia insistió.

—Sé que Tenkamenin no permitirá que las noticias sobre él lleguen hasta aquí, pero tú has estado en contacto con tu tripulación. Te habrán contado algo.

Jeri suspiró, pero sólo para prepararla para la respuesta.

—Sí, tengo noticias. Pero no pienso contártelas por mucho que me lo preguntes.

Una serie de emociones recorrieron el rostro de Anastasia. Todas las fases del luto, en cuestión de segundos: negación, ira, negociación, depresión y, finalmente, la decisión de aceptar.

—No me lo quieres decir porque no puedo hacer nada al respecto —dijo adelantándose a las razones de Jeri— y me distraería de lo que tengo que hacer.

—¿Me odias?

—Podría responder que sí, por rencor, pero no, Jeri, no te odio. Por otro lado, ¿podrías decirme, al menos, si sigue vivo?

—Sí. Sigue vivo. Espero que eso te consuele.

—¿Y seguirá vivo mañana?

—Ni siquiera el Nimbo puede estar seguro de lo que ocurrirá mañana. Contentémonos con hoy.

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