Tres veces tú
Veintinueve
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VEINTINUEVE
En la penumbra de la habitación, me lleva hacia la cama; me desnuda ella, me desabrocha la camisa, me la saca con rapidez de los pantalones haciendo saltar el último botón, reímos; el cinturón tiene una hebilla automática, así que la ayudo, y a continuación se lanza a la cremallera del pantalón y me la baja. Se pone de pie, en un instante deja caer al suelo su vestido, se quita el sujetador y las bragas, se queda desnuda y viene hacia mí; me abraza, mientras nuestros cuerpos vibran de deseo y ella, sin pudor, me la coge con la mano.
—Esta es la culpable, pero la amo, me ha hecho la mujer más feliz del mundo… —Y añade—: Quiero agradecérselo de una manera especial…
Y entonces se agacha, se pone en cuclillas y empieza a besarla. De vez en cuando, levanta la mirada y sonríe con malicia, sexi como nunca ha sido, ¿o soy yo que la veo así? Bebe un sorbo de champán y vuelve a bajar, del mismo modo que antes, y siento un estremecimiento increíble, frío, burbujitas y ella, su boca, su lengua y el champán que derrama encima. Me pasa la botella, sale de la habitación y apaga todas las luces de la casa; a continuación, oigo que trastea con algo, abre cajones, enciende una cerilla. Vuelve a entrar en el dormitorio, me tiende un vaso, lo huelo. Ron.
—Sé lo mucho que te gusta. He comprado Zacapa Centenario, el más rico, el mejor… Es preferible que yo no beba, el alcohol está contraindicado. —Sonríe, es fantásticamente complaciente.
Lo pruebo y me tomo un largo trago, tras lo cual me coge de la mano.
—Ven conmigo, tengo un antojo…
Y me lleva por la casa a oscuras. Ahora está casi todo en penumbra. En el salón, en el estudio y en el comedor hay velas, una en cada habitación. Y sigue tirando de mí hasta llegar a mi despacho.
Aparta algunas cosas de la mesa y luego se sienta encima.
—Bueno, no sabes la de veces que he deseado hacer esto, como si fuera tu secretaria y quisiera ser tu concubina…
Y yo me río con esa palabra.
—Sí, sé mi concubina… —Y la beso.
Ella abre las piernas y pone un pie en el apoyabrazos de la silla, el otro, en los cajones que están al lado, y se queda dulcemente descompuesta, mirándome a los ojos. Después me la coge con la mano y la conduce con delicadeza dentro de ella. Y empieza a moverse empujando la cadera contra mi pubis.
—Eh…, pero ¿qué te ha pasado?
—¿Por qué?
—Estás supersexi, nunca has estado así…
—Eres tú, que nunca te has fijado…
Libera las piernas y las aprieta con fuerza a mi alrededor, aferrándose a mí. Mueve la mano sobre la mesa, se topa con el ratón, que está encima de la alfombrilla, y, al desplazarlo, hace que se encienda la pantalla del ordenador. Gin se da cuenta.
—Vaya, maldita sea, ¿qué he hecho?; con esta luz nos van a ver…
Y por un instante veo a su espalda la página de Safari abierta, la barra arriba, la cronología, mi búsqueda abajo, todo lo que he mirado antes, las fotos de Babi, su vida, su boda. Después el ordenador se apaga. Y Gin se ríe.
—Menos mal; no nos habrán visto, ¿verdad?
—No, no creo…
—Eso espero… —La oigo hablar con dificultad, le está gustando, me excita todavía más.
Entonces se tumba boca abajo sobre la mesa, con las piernas estiradas, un poco abiertas, y me guía de nuevo dentro de ella, y eso siempre me excita más aún. Se agarra a la mesa e intenta sujetarse, mientras yo me muevo cada vez más deprisa en su interior.
—Espera, no corras…
Se separa y coge el vaso de ron.
—Quiero que él también lo pruebe.
Da un largo sorbo, pero no se lo traga, se inclina y con la boca llena se la mete en ella. Me vuelve loco, me quema, pero es un placer increíble.
—No puedo más, es fantástico.
Entonces vuelve a levantarse, tira de mí y me hace caer en el sofá, se sube encima y en un instante estoy dentro de ella. Se mueve sobre mí, deprisa, cada vez más deprisa, hasta que me susurra al oído:
—Gozo, amor.
Y llego yo también al orgasmo. Nos quedamos abrazados, con nuestras bocas cerca, que saben aún a ron y a sexo. Siento nuestros corazones latir veloces. Respiramos en silencio, mientras nuestros latidos poco a poco se van calmando. Gin tiene todo el pelo hacia delante, veo sus ojos, su sonrisa satisfecha…
—Me has hecho llegar a Omega…
—Estás loca, nunca te habías comportado así…
—Nunca había sido tan feliz. —Me estrecha con fuerza y yo me siento culpable.
Entonces la abrazo y la estrecho fuerte, más fuerte.
—¡Eh…, que me haces daño!
—Tienes razón… —Y aflojo un poco.
—Ahora debes tener cuidado… —Le sonrío—. ¿Sabes?, ha sido precioso sentir que llegabas al orgasmo dentro de mí, saber que todo ha sucedido ya…
—Sí.
No sé qué más decir. Y en ese mismo instante me viene a la mente aquella noche con Babi, seis años antes, el sexo con ella después de la fiesta, borrachos. Ella no me dejaba escapar, disfrutaba y me cabalgaba con ardor. Quería más, una vez y otra, y solo se separó cuando yo llegué al orgasmo.
Debió de ser así.
—¿Cariño? ¿En qué piensas? ¿Dónde estás? Me parece que estás muy lejos…
—No, estoy aquí…
—Y ¿estás contento de que vayamos a tener un bebé?
—Claro, muy contento. Pero ¿cómo ha ocurrido?
—Bueno, alguna idea creo que tengo, gilipollas… Ahora ¿me dices en qué estabas pensando?
Intento buscar una respuesta plausible.
—Pensaba que esta noche ha sido todo una verdadera sorpresa, me has dejado sin palabras.
—Sí…, pero no me has parecido muy contrariado.
—No, en efecto… Pero no entiendo cómo se te han podido ocurrir esas fantasías…
—¡Tú me las has hecho leer! Traficantes de sueños, de Harold Robbins; había una escena en la que ella le hacía a él justo lo que te he hecho yo esta noche.
—¿En serio? No la recuerdo…
—Pensaba que era un mensaje subliminal y que querías indicarme nuevas técnicas amatorias…
—Debo controlar más los libros que te doy. Es como dar una pistola a un niño…
—Yo diría una pistolita a una chica mala… ¡Ja, ja, ja!
—¡Eso no me ha gustado!
—¿Por la pistolita o por la chica mala?
—Por las dos cosas.
—Es verdad. Tengo que comportarme bien ahora que voy a ser madre.
Y seguimos charlando, reímos, bromeamos, con ligereza, comiendo las frutas del bosque con nata que han sobrado. Ella se pone mi camisa, yo, una camiseta y el pantalón del pijama, y acabamos en la cama. Gin empieza a fantasear sobre el sexo y los nombres de nuestro bebé.
—Si es niña la llamaremos como mi madre, Francesca. Pero, si es niño, pensaba en Massimo, es un nombre que desde siempre me ha encantado; ¿qué te parece?
No me lo puedo creer, parece que la vida lo esté haciendo aposta, dos hijos de dos madres distintas y con el mismo nombre.
—Sí, ¿por qué no?, podría ser… Es nombre de líder… —La respuesta me sale espontánea, citando a Babi.
Y bebo un poco más de ron. Creo que ya he bebido demasiado y que debería parar y contárselo todo: «Cariño, yo también tengo una sorpresa para ti. Hoy he visto a Babi…». «Ah, y ¿me lo dices así?». «Y no solo eso, imagínate qué coincidencia, tengo un hijo con ella y se llama precisamente Massimo».
Pero no digo nada. Ella sigue hablando, alegre, contenta, y yo me siento tremendamente culpable, porque comprendo que su felicidad pende de un hilo que yo puedo cortar, destruyendo para siempre su preciosa sonrisa.
—Imagínate a mis padres cuando lo sepan, les dará un ataque, pero de felicidad. De todos modos, se lo diré después de la boda. ¿Sabes?, están un poco chapados a la antigua; si supieran que ya estoy embarazada… Conozco a mi padre, me diría que soy una golfa, que podría haber esperado.
No, es broma, mi padre me adora, me quiere mucho…
Me sirvo un poco más de ron y me lo bebo de un trago, como si pudiera ayudarme… Y mientras la sigo oyendo charlar sobre las amigas que ha escogido como testigos, las lecturas de la iglesia, el viaje de novios, en el fondo de la habitación, encima de la butaca, veo una sombra. Es otra vez él, mi amigo Pollo; esta vez no me sonríe. Está disgustado, sabe que tengo un problema, conoce mis pensamientos, pero no logra comprender mi respuesta a esa pregunta que sigue haciéndome de forma incesante: «Pero ¿tú amas a Gin?».