Tres veces tú

Tres veces tú


Sesenta y cuatro

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SESENTA Y CUATRO

Cuando llego a la oficina Alice está ordenando unos papeles.

—¿Renzi se ha ido?

—Sí, se ha despedido y solo me ha dejado unos proyectos para ordenar; ha apuntado algunas cosas encima.

Me acerco para ver qué ha escrito y Alice me los pasa. En cada proyecto hay un pósit pegado con su valoración: para revisar, para utilizar en un programa contenedor, inútil, para comprar, con tres puntos de exclamación. Leo el título del último: «Cromos de oro». Se trata de una especie de Monopoli televisivo, hecho totalmente con personajes de la vida pública más o menos famosos en ámbitos diversos: política, cine, fútbol, televisión, cotilleos. Los concursantes tienen que hacer un álbum. Leo los fragmentos que hay en el panel, preguntas verosímiles sobre la vida de los diferentes personajes. Si el jugador acierta, coge su cromo y su correspondiente valor y va completando el álbum. La gente en casa sigue el concurso mientras oye verdades y mentiras sobre muchos personajes famosos. No está mal.

—De acuerdo, gracias. —Se lo devuelvo todo a Alice, que así puede retomar su trabajo de catalogadora.

Voy de camino hacia mi despacho cuando me fijo en que la luz del de Simone está encendida. La puerta está abierta, de modo que me detengo en el umbral y llamo. Está trabajando en el ordenador con los cascos, pero cuando me ve, me sonríe y se los quita.

—Felicidades, me he enterado del increíble bombazo en el mundo de las series.

—Sí, estamos muy contentos.

Cierro la puerta, cojo una silla y me siento delante de él.

—Hemos ido a la piscina del Hilton a celebrarlo. Nos han servido la comida en la Pergola y luego he ido a dar una vuelta y me he comprado esto… —Me pongo el sombrero—. ¿Te gusta?

Simone me mira divertido.

—¡Bueno, te hace un poco boss! ¡Pero tú eres el boss! Sí, la verdad es que te queda muy bien.

Entonces le sonrío satisfecho. A continuación, me lo quito y juego un poco con él, le doy unos golpecitos en la copa, haciendo una especie de pliegue, mientras evito mirarlo.

—Me gustaría celebrar algún día un éxito tuyo, estaría muy bien…

Levanto la mirada y le sonrío. Está ligeramente incómodo.

—Sí, claro, a mí también me gustaría mucho.

—Ya, pero si acabas despedido de Futura será difícil que eso suceda…

—Pues entonces esperemos que no acabe despedido.

—No voy a preguntarte a quién has visto hoy porque, si me mintieras, tendría que echarte. Y me da miedo que puedas hacer una tontería como esa.

Entonces me mira con orgullo, sin titubeos, casi divertido.

—He visto a Giovanna Segnato.

—Pero ¿no te pedimos que no la vieras?

—Hemos comido juntos.

—No importa lo que has hecho o lo que has dejado de hacer. Renzi fue claro. Esa mujer es una bomba. Solo con que la roces, nosotros saltamos por los aires.

—No voy a rozarla.

Esta vez le sonrío yo.

—Tienes diecinueve años. Me acuerdo muy bien de cuando yo los tenía. Si me hubiera gustado una chica como esa y ella hubiera tenido un mínimo interés por mí, no habría escuchado a nadie. Así que te comprendo perfectamente, pero no me digas tonterías.

—Mira, Stefano, no sé qué me ha pasado. En Civitavecchia salgo con una chica y estoy muy bien con ella, pero es que con Giovanna hemos conectado de una manera increíble. Ella siempre dice lo que quiero escuchar, se comporta tal como me imagino…

Entonces me mira como si buscara en mí a un amigo, el confidente para una situación como esta.

—¿Te ha pasado alguna vez?

—Sí.

—Pues eso, entonces puedes entenderme. Y sabes que no es posible renunciar a algo así…

—Tienes razón, no es fácil. En mi caso el destino decidió por mí.

—¿Y si, en cambio, no hubiera sido así? ¿Habrías aceptado que tu decisión fuera no volver a verla o habrías perdido el trabajo?

—Puede que me hubiera perdido del todo. Pero no fue así. Sin embargo, no existe un destino que decida por ti. Tienes que pensarlo por ti mismo. De modo que puedes seguir trabajando para nosotros o bien dejarnos el programa y marcharte a hacer tu trabajo a otro sitio. Puede que te salgan más oportunidades, pero te diré una cosa: Giovanna Segnato es muy apreciada en las altas esferas. Vayas a donde vayas a trabajar, cuando vean que llevas ese extra pegado, se te quitarán de encima. Sería como meterse trilita en casa con una mecha encendida; siempre sería solo cuestión de tiempo.

Me mira un rato en silencio y luego asiente.

—Está bien.

—¿Qué quiere decir «Está bien»? ¿Quiere decir que te quedas con tu trabajo, que vas a serle fiel a tu novia de Civitavecchia y sigues con nosotros, o quiere decir «Está bien, me voy con Segnato»?

—Quiere decir «Está bien, me quedo con vosotros».

Me levanto de la silla.

—Yo no soy Renzi. Hoy te estás comprometiendo conmigo. Esta es tu última oportunidad. Si descubro que no lo has dicho en serio, te quedas fuera. Lo siento, pero yo me cabreo y además bastante. Así que, si quieres pensarlo un poco más, dímelo.

—No. Está decidido.

Entonces le tiendo la mano y él me la estrecha.

—Ya está todo hablado. Estás seguro, ¿verdad?

En ese momento Civinini coge su móvil, busca algo, luego pulsa una tecla y se queda mirándome mientras el teléfono suena. Oigo que alguien contesta, es una voz alegre, divertida, contenta de su llamada. Simone cierra los ojos y, a continuación, empieza a hablar:

—Hola, Giovanna. Sí, yo también tenía ganas de hablar contigo, pero tengo que decirte una cosa.

Mi novia está muy celosa, hoy estaba por aquí y nos ha visto juntos en Antonini. Se ha enfadado mucho. Le he prometido que no volveríamos a vernos ni a llamarnos nunca más. —Se queda un instante en silencio. Presumo que ella le está diciendo algo al otro lado del teléfono—. No. Se lo he prometido. —Silencio—. Sí, yo también lo siento, muchísimo. —Más silencio. A continuación, Simone sonríe—. Pues claro, faltaría más, podemos hablar por temas profesionales. Puedes estar segura de que, en cuanto haya audiciones o se ponga en marcha el programa del que hablamos, te llamaré. —Un instante de silencio—. Sí, yo también lo espero. —Después cuelga. Me mira, deja el móvil y abre los brazos—. ¿Ahora me crees?

—Sí, claro. Pero a partir de mañana que no sea que haya audiciones todos los días, ¿eh?

Se echa a reír.

—No lo había pensado… Pero bueno, espero que hagamos muchos programas, así tendré excusa.

Salgo de su despacho. Voy al mío, cierro la puerta y abro el cajón del armario de debajo de las hojas de papel. Hay una camisa blanca. Me cambio la que llevo puesta. Esta escena recuerdo haberla visto en una película. Harrison Ford tiene una cita importante y, en vez de volver a casa, se pone una limpia que guarda en el despacho. La película era Armas de mujer, con Melanie Griffith y Sigourney Weaver. Es una película divertida en la que una mujer, interpretada por Melanie, hace realidad su sueño de tener éxito con un proyecto suyo. Recuerdo que acaba bien. Hay una bonita frase de Melanie para hacer callar a Harrison Ford: «Tengo una mente para las finanzas y un cuerpo para el pecado». Y luego sale esta idea de tener una camisa en el despacho, así que puedo ir directamente a la cena de Pallina sin pasar por casa. A veces, una simple película puede ofrecerte una buena idea.

—Adiós, Alice, adiós, Silvia, hasta mañana…

Poco después, salgo del portal. Quito la cadena de la moto, meto la llave y la enciendo. A continuación, me abrocho el casco y me monto, meto primera y en un instante rebaso la piazza Mazzini y estoy en el Lungotevere. La moto se desliza fácilmente entre los coches en el tráfico de la noche. Por lo menos, los quinientos veinte euros que he invertido en el manillar forzado por ese cabrón de ladronzuelo no han sido en vano.

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