Tres veces tú
Setenta
Página 72 de 149
SETENTA
El padre Andrea se aleja a continuación, y en el silencio de la iglesia, sin aviso previo, empieza a sonar una música clásica. Experimento una extraña sensación, me siento solo y las voces de la gente allí fuera es como si de repente se alejaran. Entonces cierro los ojos y me parece estar flotando, estoy al lado de ella, de Babi. Me sonríe, se quita la peluca, la deja caer al suelo y luego me abraza y me estrecha.
—Te he echado de menos.
Y se queda durante un rato sobre mi pecho, en silencio, pero se da cuenta de que yo ni siquiera la rozo.
Entonces se aparta de mí, se levanta y me mira con lágrimas en los ojos mientras sacude la cabeza.
—¿Por qué no lo comprendes? ¿Por qué te haces tanto el duro? ¿Cómo puede ser que no veas cuánto te amo? Yo nunca he dejado de amarte y te amaré siempre.
Empieza a llorar, y yo no sé qué hacer, me quedo mirándola. Me gustaría envolverla, me gustaría abrazarla, me gustaría acariciarle el pelo, enjugarle las lágrimas, pero no puedo, no puedo moverme, estoy como petrificado. Entonces ella se echa el pelo hacia atrás, sorbe por la nariz y casi se echa a reír.
—Perdona, tienes razón… —Se me acerca con ternura, se pone encima de mí, apoya las manos en mis hombros, me mira y me sonríe—. Escucha bien, Step. Debo decirte algo.
Y ella, que siempre ha sido más bien callada, parece haber abierto las compuertas:
—Soy tuya como no lo he sido nunca de nadie más, siento por ti lo que no he sentido nunca por nadie, mi propio cuerpo lo dice. Cómo gozo, cómo te siento, cómo vivo el placer contigo es algo único, maravilloso. No he gozado nunca con ninguna otra persona; ¿me crees? Es como si mi cuerpo lo rechazara, no he vuelto a sentir nada más, tampoco me daba cuenta de que algo se estaba muriendo dentro de mí. Pero todo esto tú no puedes entenderlo. Yo no quiero volver a perder la oportunidad de ser feliz. Y mi felicidad eres tú, eres solo tú. Por favor, perdóname, perdona todos mis errores del pasado, permíteme hacerte feliz otra vez, encontrar juntos ese amor único y especial, el que nos llevó a tres metros sobre el cielo. Estas cosas pasan solo una vez en la vida y, si dejas que se pierdan, estás renunciando a algo maravilloso. Tuve miedo, le hice caso a mi madre, era demasiado joven para tener el valor de ser feliz. Pero ahora no puedes castigarme, sé generoso, deja a un lado el odio de estos años, haz renacer nuestro amor, danos otra oportunidad, te lo ruego, estoy segura de que esta vez no fracasaremos. He cambiado, soy consciente de lo que quiero. Y, por muy bonito que sea tener un hijo, tu hijo, mi vida está vacía sin ti. Me falta tu sonrisa, me faltan tus lindos ojos y, sobre todo, me falta una cosa maravillosa: tú, solo tú, siempre me has hecho feliz. Este ha sido tu regalo más bello, tu capacidad de hacerme sentir importante, única, especial, siempre adecuada. Nunca me he sentido amada por nadie del modo en que me ocurría contigo. Y hubo un instante, al principio de nuestra historia, que hasta me sentí culpable por la belleza de ese amor que tú sentías por mí. Pero después lo envidié y al final me dejé llevar y te amé también del mismo modo, y quizá te superé…
Permanezco en silencio y la miro a los ojos. Estoy lleno de rabia por todo el dolor acumulado durante estos años y querría gritar: «Y ¿tú dónde estabas todo este tiempo? ¿Durante la soledad en la que me abandonaste? Cuando me arrancaba con las uñas la piel de las mejillas con tal de no buscarte, con tal de frenar cualquier desesperado intento de llamarte, de verte, de volver a tenerte.
Cuando te vi en ese coche delante de tu edificio saliendo con otro, sí, morí en ese momento y recé a Dios para que te apartara de cualquier posible beso ajeno, para que te hiciera llegar un recuerdo pasado, un instante cualquiera de los que habíamos vivido, el momento más bello, más divertido, una carcajada, un beso, una mirada, cualquier cosa que pudiera hacerte pensar en nosotros y rechazar ese contacto ajeno, esa caricia de quienquiera que fuera, ese maldito beso no mío…».
Y solo el pensarlo ahora me destroza y hace que aumente la rabia y las ganas, y siento crecer un deseo absurdo, confuso, desordenado. Siento que mi pene no atiende a razones y entonces, en un instante, me libero de tus manos y estoy encima de ti y te abro las piernas y te tomo otra vez. Y tú me miras con tus ojos azules, tan bonitos, abiertos como platos, y me imploras:
—Ámame, por favor, ámame, ámame como entonces, sin odio, sin rabia…
Y en un instante eres mía, estoy dentro de ti, hasta el fondo; cierro los ojos y te abrazo con fuerza, y pongo el brazo izquierdo detrás de tu cabeza hasta coger tu hombro con la mano y tiro de ti. Mía, condenadamente mía, Babi, y empujo más fuerte, pero aun así no me basta. Nada de ti me basta.
Desearía fundirme, tenerte toda dentro de mí, en mí, conmigo, para estar seguro de no perderte nunca más. Y justo en ese momento oigo la marcha nupcial. Y al mismo tiempo todavía tus últimas palabras: «Estoy gozando, gozo solo contigo, amor». Y la gente está entrando en la iglesia y veo esa última mirada de ella, sus ojos azules, que me suplican: «Por favor, no me castigues, no nos castigues de nuevo, no te cases. Vayámonos tú y yo, con nuestro hijo, no perdamos otra vez nuestra felicidad…».
Y la música parece crecer, la gente toma asiento, la iglesia se llena. Después, por la plaza llena de luz veo entrar a Gin del brazo de su padre. Está preciosa, sonriente, con un vestido blanco, los hombros al aire, el largo velo. Y su felicidad me invade, me arrolla, suprime cualquier duda, cualquier mínima incertidumbre. Solo era una rica chica de compañía, un último polvo, una despedida de soltero con mucho champán y ganas de pasarlo bien. En cambio, esta es tu vida. Gin sigue caminando entre la gente, sonríe a todo el mundo, está contenta y la música casi parece ensordecedora y todo es perfecto. Sí, ahora soy capaz de responder a esa pregunta en la que tanto insistían todos: soy feliz. Soy muy feliz. Al menos, quiero estar convencido de ello.