Tres veces tú
Setenta y uno
Página 73 de 149
SETENTA Y UNO
La salida de la pequeña iglesia es una cascada de arroz y pétalos de rosa blancos y rojos, de aplausos y gente riendo, y todos se ponen en fila para felicitar a la novia y algunos también a mí. Los Budokani me abrazan uno tras otro, al igual que Renzi, que aparece detrás.
—Bueno, me alegro mucho por ti, me parece todo maravilloso, mejor que una serie…
—¡Pues esperemos que tenga mucha audiencia!
Él se ríe y se aleja, y luego se acerca más gente: parientes, amigos de Gin, amigos míos. Mientras voy saludando a todo el mundo pienso que, por lo general, las series dramáticas son las que más audiencia tienen. ¿Cómo serán los próximos capítulos? Entonces me acuerdo de que incluso una serie como «I Cesaroni» fue muy bien recibida, de manera que me tranquilizo. Amendola y los demás personajes hacían reír, quizá también nosotros consigamos vivir con un poco de alegría.
—¿Cariño? ¿Cómo estás? No hemos podido cruzar ni dos palabras…
—¡Bueno, en realidad, yo he dicho «Sí, quiero»!
Nos echamos a reír y nos damos un beso.
—¿Estás contento?
—Muchísimo.
Pero no tenemos ocasión de decirnos nada más, porque unas cuantas personas prácticamente nos secuestran.
—¡Venid con nosotros, he encontrado un rincón alucinante, antes de que se ponga el sol!
Un fotógrafo con tres cámaras colgadas del cuello, acompañado de dos chicos jóvenes pertrechados con paraguas reflectores, se lleva a Gin del brazo. No me queda más remedio que seguirlos. Entonces se pone a hacernos fotos en el enorme jardín, sonriendo, besándonos, mirándonos a los ojos.
—¡Decíos algo! ¡Así, muy bien, algo más, hablad, venga!
Y acabamos riéndonos, porque ya no sabemos qué decirnos.
—Ahora, ella levantando la pierna.
Gin se rebela, y con razón:
—No, levantando la pierna, ni hablar…
Los ayudantes del fotógrafo nos miran y asienten.
—Es que es un poco antiguo.
—Vale, como queráis. Pues ya hemos terminado.
Regresamos a la iglesia y, cuando llegamos a la explanada delantera, todos nos reciben con un aplauso.
—¡Aquí están, muy bien, vivan los novios!
Al mismo tiempo, se encienden unas luces que iluminan las grandes mesas y dan inicio a la cena.
Tal vez sus aplausos se debían a eso. Muchos invitados se dirigen a los puestos donde elaboran las frituras; una chica y un camarero las sacan de una enorme freidora y llenan sin parar unos cucuruchos de papel oscuro, de ese que siempre he visto utilizar a los vendedores de aceitunas o altramuces, y se los pasan a la gente que se agolpa delante. Un poco más allá está el marisco crudo. En una larga mesa, decorada de manera que parece un gran pez, se suceden, dispuestas en montones verticales, varias capas de marisco de todas las clases: ostras y almejones, carpaccio de varios tipos, navajas, langostinos y gambas. Justo al lado hay una mesa con quesos de todas las variedades y procedencias, desde los del Lacio hasta los franceses. Después, los embutidos: mortadela a dados, jamón de Parma y San Daniele, jamón ibérico y serrano de España. Los invitados pasan de una mesa a otra, todos llenan sus platos como si temieran perderse algo, y son más de doscientos, eso al menos es lo que me han dicho Gin y mi padre, que, ayudado por Kyra, insistió en participar en la organización del acontecimiento. Un día que estaba en su casa, durante los preparativos, mi padre se me acercó y me dijo:
—Tengo una sorpresa, está relacionada con vuestro viaje de novios, pero ahora no puedo decirte nada, aunque estoy seguro de que os gustará. Si no fuera así…, ¡siempre podéis hacer otro!
Hablé de ello con Gin y se echó a reír.
—¡¿Siempre podemos hacer otro?! ¡Oye, que, si no me gusta la sorpresa, nos vamos otra vez en serio! No soporto estas fantasmadas y, además, luego ya no tienen remedio…
—Sí, sí, pero no te enfades, ni siquiera sabemos todavía de qué viaje se trata.
La verdad es que aún no nos ha dicho nada, hasta mañana no sabremos adónde iremos de luna de miel, mi padre nos dará los billetes cuando termine la fiesta. Pero estoy bastante tranquilo porque Fabiola y Paolo también han estado al caso de la sorpresa, seguro que ellos no nos enviarán a Irán de viaje de novios. En un escenario un poco alejado, Frankie & Canthina Band, un grupo que le gustaba muchísimo a Gin y que ha conseguido contratar para la fiesta, están interpretando las canciones más bonitas de Rino Gaetano.
—Una boda preciosa.
Es Schello, abrazado a una tal Donatella. Me la presenta, pero no está a la altura de la de anoche en el barco. Por suerte, ninguno de los invitados a la despedida ha traído a ninguna de las chicas. Por lo menos, eso espero.
—Sí. ¿Te lo estás pasando bien?
—Mucho. Si la cosa resulta así de bien, pues nosotros también nos casaremos, ¿verdad, Dona?
Y se aleja riendo con un plato lleno de comida variada y una copa de champán con la que, de vez en cuando y sin querer, va regando el césped mientras camina.
No creía que conociera a tanta gente. Miro a mi alrededor, el gran jardín de San Liberato es un ir y venir continuo de camareros. Justo en ese instante se acerca uno con una bandeja que está llena de copas de champán.
—¿Señor?
No me lo hago repetir.
—Gracias.
Cojo dos copas como si quisiera ofrecerle una a Gin, que, sin embargo, ha desaparecido. Me las soplo una detrás de otra y, a continuación, las dejo al vuelo en la bandeja de otro camarero que está caminando justo por ahí. Oh, sí, me siento mejor, estoy más relajado. Es un sábado italiano cualquiera y lo peor parece haber pasado. Quién sabe si los que estaban en la piscina habrán ido al cine y a cenar al Ghetto. Aunque, al fin y al cabo, tampoco me importa mucho.
—¡Cariño, por fin te encuentro, habías desaparecido!
—¡Pero si no me he movido de aquí!
—Oye, no discutamos justo esta noche, ¿eh?…
Gin está completamente pasada de vueltas, es mejor que le siga la corriente.
—Claro, cariño, perdóname…
—Ven, vayamos a sentarnos.
Nos acercamos a una pequeña mesa puesta para dos con todo detalle. Cuando nos sentamos, no sé quién hace arrancar otro aplauso y luego oigo una voz de mujer, tal vez la de Pallina, gritando: «¡Vivan los novios!», y un hombre, quizá Bunny, empieza con el clásico «Que se besen, que se besen…». Si de verdad han sido ellos dos, entonces es que son perfectos el uno para el otro. Para que paren cuanto antes, me levanto, acerco a Gin hacia mí y la beso de forma apasionada. Si tiene que hacerse, se hace, pero al menos como a mí me gusta, no como esos que, para satisfacer la petición, se dan un beso con la boca cerrada y poniendo morritos o, peor todavía, en la mejilla. Entonces por fin el coro se calla y, tras otro ruidoso aplauso, todos empiezan a comer. Es un continuo ir y venir de camareros, la gente sentada a las mesas parece contenta, y la elección del menú ha sido un acierto en vista de que algunos ya han terminado. Corren los vinos, también los platos, el champán no falta. Y papá parece feliz con Kyra, Fabiola da de comer a los niños, Paolo de vez en cuando le limpia la boca a uno de los dos y ella lo regaña por algo, por supuesto. En otra mesa, Pallina y Bunny comen tranquilamente, escuchan lo que cuenta alguien, se ríen, están a gusto. Pollo no está en sus pensamientos, no estorba. Más allá, los Budokani incluso se portan bien. En una mesa junto a otros familiares, veo a mis abuelos maternos, Vincenzo y Elisa, los padres de mamá. Comen con moderación, escuchan y charlan de vez en cuando con una tía que no vive en Roma. Me alegro de que hayan venido, de que hayan querido compartir mi felicidad dejando a un lado el malestar que puedan sentir al ver a mi padre con otra mujer. Quién sabe cómo ha sido para ellos, quién sabe cuánto echan de menos a su hija, mi madre. Le sonrío a Gin. Se está comiendo un trozo de mozzarella, pero casi no tiene tiempo de llevárselo a la boca cuando enseguida alguien viene a preguntar algo. No le cuento mis pensamientos. Yo también como. Echo de menos a mamá. Habría estado preciosa, habría sido la más bella de todas. Habría estado a mi lado, se habría reído con su dulce risa y luego habría llorado y habría reído de nuevo. Me habría dicho: «¡¿Has visto?, siempre consigues hacerme llorar!». Como cuando, de pequeño, veíamos una película juntos y, si al final se emocionaba, era culpa mía. Pruebo un poco de pasta. Los espaguetis alla chitarra están riquísimos, pero el bocado que tomo parece que no me baja, aunque sea pequeño. Y entonces me viene a la cabeza ese libro que leí, las últimas páginas de Luces de neón. Una madre, muy enferma, está ingresada en el hospital. Michael, el hermano del protagonista, pasa todos los días de la última semana a su lado y tiene que ausentarse un momento. Entonces le pide al protagonista que ocupe su lugar y, justo en ese breve espacio de tiempo en que Michael no está, su madre muere. La vida es así, sarcástica: unas veces se divierte con nosotros; otras, nos echa una mano y, otras, se porta muy mal. Intento tragar, pero no lo consigo.
Perdóname, mamá. Me gustaría abrazarte ahora y estrecharte con fuerza, me gustaría verte a ti y a tu Giovanni alegres y felices en una mesa junto a la mía. Me gustaría no haber abierto nunca aquella puerta o, después de abrirla, tan solo haberme marchado, daros tiempo para explicarme vuestra historia de amor, que seguramente era preciosa y merecía más tiempo. Bebo un poco de vino blanco, frío, helado, me lo tomo de un trago, termino la copa y recobro el aliento.
—¿Has visto qué bueno?
Gin me mira y me sonríe. Habla del vino.
—Sí, muy bueno.
Un camarero, como si llevara un rato espiándonos, me llena de nuevo la copa.
Le sonrío.
—Sí, es todo perfecto.
Llegan muchos otros platos y prosiguen los brindis y luego los aguardientes, los sorbetes y los cafés. Nos acercamos todos a la mesa de los licores y Guido me pasa un ron.
—Es un J. Bally. El que a ti te gusta.
Brindo y me lo bebo todo. Marcantonio se me acerca.
—Y ¿conmigo no brindas? —Me pasa otro y entrechocamos los vasos al cielo y, en un instante, este también desaparece.
—Todos al pastel, por favor…
Alguien dirige a la gente como una gran manada hacia la explanada que hay un poco más abajo.
Una enorme tarta, con dos novios en lo alto vestidos al estilo pop, destaca en el centro.
—Step, Gin, venid, poneos aquí delante.
Seguimos las órdenes de nuestro maestro de ceremonias, un señor con el pelo oscuro, engominado, vestido de esmoquin. Parece salido de una de esas películas americanas ambientadas durante la Ley Seca, cuando estaba prohibido beber y vender bebidas alcohólicas, pero había mucho contrabando y destilerías escondidas entre los cañaverales. Los coches eran negros y altos y siempre bajaba de alguno un tipo como él y se ponía a disparar con una metralleta. Aunque esta vez es todo más tranquilizador: solo lleva una enorme botella de champán en las manos. Cuando nos ponemos a su lado, sin más preámbulo, la descorcha con un gran estallido y el tapón sale volando discretamente y desaparece en algún matorral por detrás de la gente. Alguien nos tiende dos copas altas y el contrabandista consigue inclinar la enorme botella y nos sirve el champán. Al mismo tiempo, a nuestra espalda se oye otra explosión. Uno tras otro, encima de nuestras cabezas, estallan fuegos artificiales de colores, y Gin me estrecha el brazo y me sonríe.
—¿Te gustan? Me temo que es la sorpresa de Adelmo, el hijo de tío Ardisio. ¿Te acuerdas?, te he hablado de él…
Sí, Ardisio, el que volaba en su pequeña avioneta sobre el campamento del ejército y pasaba tan raso que siempre existía el peligro de que se llevara a alguien por delante.
—Sí, mucho, son preciosos.
Veo a la gente mirando hacia arriba, hacia las estrellas, admirando esta explosión de color.
Entonces intercambio una mirada con Guido. Me sonríe desde lejos, cómplice y culpable, aunque no tanto como yo. No me da tiempo a dejar paso a ningún sentimiento de culpa cuando oigo un grito:
—¡Inmersión en la tarta!
Y unos sucios canallas, escondidos de forma deliberada entre la gente, salen por la derecha, por la izquierda, por el centro, hasta por mi espalda, con un plan estudiado a la perfección y escogiendo el momento oportuno de manera impecable. No me da tiempo a moverme. Primero veo a Gin asustada, luego confundida, le doy mi copa y ya estoy en volandas levantado por los Budokani. En un instante, las manos de Lucone, Schello, Bunny, el Siciliano, Hook, Blasco, Marinelli y no sé quién más que no puedo ver me ponen boca abajo. Ostras, han venido todos, tal vez solo para disfrutar de este momento. Se me aparece Gin del revés gritando de manera clara y concisa: «¡No, por favor, no!». Demasiado tarde. Me levantan a peso y me meten de cabeza en la gran tarta. Y, mientras oscilo en medio de la nata y el sabayón, mientras noto el merengue y la pastaflora cayendo por mi inocente cabeza, me entran ganas de reír.
¿Por qué mi maldita mente, en un momento así, se entromete de una manera tan perversa? ¿Cómo debió de ser la boda de Babi? ¿Correcta, educada, perfecta? Y los amigos de Lorenzo, ¿cómo lo celebraron? ¿Prepararon algún número cómico? ¿Les dedicaron palabras de elogio escogidas especialmente para ellos dos? ¿Eligieron una poesía clásica, uno de esos fragmentos tan manidos de Gibran? ¿O molestaron a Shakespeare o a quién sabe qué otro poeta? Cuando emerjo del pastel, alguien me frota con una toalla, uno me quita la nata de la cara, otro me limpia el traje como puede. Y yo, dulce como nunca lo he estado, abro por fin los ojos. Tengo a Gin enfrente, sonriendo, divertida, en absoluto enfadada por la tarta destrozada. Y me coge de la mano.
—¡Venga, vamos a bailar, que Frankie & Canthina Band ya están tocando!
Pasamos corriendo entre la gente cargada con copas de champán y platitos con la parte del pastel que se ha salvado de mi inmersión. Y entramos en la pista con la música de los Earth, Wind and Fire, September[37]. Nuestros corazones parecen latir justo al mismo ritmo y bailamos alegres con esas notas, y enseguida se nos unen amigos y amigas y se convierte en una verdadera fiesta. Poco después se apunta alguna pareja más mayor, se mueven al compás de una manera muy suya, sin sentirse para nada fuera de lugar, incluso se aventuran con algún paso complicado. Frankie & Canthina Band van encadenando los temas y nos sorprenden con Let’s Groove y[38], luego, con Kool & the Gang, Celebration[39]. Y todos a la vez ejecutan una coreografía perfecta, exactamente igual que ese fantástico grupo. Algunos camareros pasan por el borde de la piscina con bandejas llenas de copas de champán. En el instante preciso, algunas manos las vacían al vuelo, las mías entre ellas. Y la música continúa. Llega el momento de lanzarse con Stayin’ Alive[40]; Frankie logra imitar a la perfección la voz de los Bee Gees. Schello, por su parte, se sitúa en el centro de la pista en un intento divertido, aunque imposible, de emular a John Travolta. Y siguen los ABBA con Dancing Queen[41] y luego Rod Stewart con Do You Think I’m Sexy?[42], los Boney M con Daddy Cool[43], los Wham! con Wake Me Up Before You Go-Go[44], y todos bailan como locos y otros entran en la pista, mi padre con Kyra y también Paolo y Fabiola, que están solos después de dejar a los niños con alguien, e incluso parece que se divierten. No hay nada que hacer, la música de los años ochenta es realmente estupenda; tenían toda la razón las emisoras en la carretera de camino a Bracciano. Me detengo un instante y me acerco a la mesa de los licores a tomar un ron. Alguien me abraza, una chica me besa, ah, no, es Gin, y yo estoy borracho y ella se ríe y regresa a la pista con Eleonora e Ilaria, que parece la única que no pega demasiado con ese vestido de la abuela, pero baila bien y salta sin parar.
—¡Qué fiesta tan estupenda! —Guido me abraza—. Entre ayer y hoy has hecho bingo, ¿eh? —Y sacude la cabeza mientras se aleja.
No me da tiempo a contestarle, solo sé que odio la palabra bingo, al igual que los locales donde se juega, con esos cartones horribles, la gente fumando y una voz que parece grabada diciendo los números sin parar durante todo el día. Algo sé de eso, porque Pollo, antes de empezar a salir con Pallina, salía con una tal Natasha, que trabajaba en el bingo que está cerca de la piazza Fiume, en lo que antes había sido el cine Rouge et Noir. Le hacía compañía a cambio de una cerveza cuando tenía que esperarla. «Venga ya, si encima es gratis… La cerveza, ¿eh? ¡Ni lo intentes!».
Esa era su estúpida broma favorita. Te echo de menos, Pollo. Me gustaría verte ahora aquí, riendo, bebiendo y bailando con Pallina. Y habría querido saberlo, sí, habría querido echarte una mano o por lo menos hablarlo, joder, por lo menos hablarlo, no saberlo todo así, con una carta y al cabo de todo este tiempo. Cojo un ron y me lo bebo de un trago.
—¡Póngame otro! —Y, mientras espero, te veo bailar, Gin. Te ríes, te mueves ligera, estás contenta, eres hermosa, estás en paz.
—Aquí tiene, señor.
—Gracias —digo, y me lo bebo de un trago, como si pudiera apartarme de ese pensamiento, como si pudiera consolarme.
¿Tendría que habértelo contado todo, Gin? Pero no ha pasado nada, sí, o sea, bueno… Me echo a reír yo solo, quería decir que no tiene ninguna importancia, eso es, es lo que quería decir. En cambio, hay algo que sí debo admitir, y es que estoy borracho. Pero casi no me da tiempo a pensarlo porque una voz interfiere en mis pensamientos:
—Bueno, pues aquí está la sorpresa.
—¡Papá! Casi me da un infarto.
—Perdona. —Se echa a reír—. ¡La boda está saliendo muy bien y el grupo que toca es fantástico de verdad!
Y, justo en ese momento, como si fuera una señal del destino, Frankie & Canthina Band empiezan a tocar Y. M. C. A. de los Village People[45], y todos hacen los movimientos con los brazos, perfectamente coordinados.
—Papá, ¿no quieres ir tú también a bailar?
—¿Estás loco? Esta me la salto, no me gustaría que me malinterpretaran… De todos modos, te había hablado de una sorpresa que tenía que ver con tu luna de miel… —Saca un sobre del bolsillo y me lo da—. Aquí tienes, es esto, es un regalo de tu madre. En mi opinión, es maravilloso, son las islas más bonitas que existen cuando das la vuelta al mundo. —Miro el sobre, lo abro, solo hay una hoja con el encabezado de la agencia—. He hecho todo lo que me pidió antes…, bueno, sí, antes de irse. Me dijo que, si algún día te casabas, le gustaría que hicieras este viaje. Y lo pagó de su bolsillo.
Me quedo mirando el papel para no mirarlo a los ojos. Oigo que sigue hablando:
—Salís mañana a las ocho y media de la tarde, así tenéis tiempo para todo. Tu madre te quería, mucho. No deberías haber organizado todo ese follón, pegarle a Ambrosini… A él también lo quería.
Y entonces se va. Levanto la mirada y lo veo desaparecer en medio de la gente que baila. Él también se pone a mover los brazos, intentando seguir el paso a la vez que los demás, pero no lo consigue, es un negado. Así pues, ¿lo sabía? ¿O se enteró de todo más tarde? No entiendo nada. Se me encoge el estómago. Apenas tengo tiempo de desaparecer detrás de los arbustos, pasar de largo a una pareja que está charlando, a otra que se está besando y llegar a un sitio en el que no hay nadie.
Me doblo sobre mí mismo y echo las tripas.
Al poco rato estoy en el baño de la pequeña caseta cercana a la iglesia. Me mojo la cara con agua fría varias veces. Me enjuago la boca. Vuelvo a mojarme. Me quedo así, apoyado en el lavabo, me miro al espejo y sacudo la cabeza. De dos cosas estoy seguro: echo de menos a mi madre y, realmente, mi padre es un gran gilipollas.