Tres veces tú
Setenta y nueve
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SETENTA Y NUEVE
Renzi va caminando por la via del Corso como si fuera un chaval, un turista, un hombre que llevaba mucho tiempo sin hacer algo así. Se siente ligero entre la gente, entre los aromas, entre las charlas de bar, entre las frases en dialecto cerrado de un repartidor que entrega un paquete y el habla incomprensible de algún turista japonés o ruso. Dania está contenta, casi camina dando saltitos.
—¡Me gusta un montón la via del Corso! O sea, tiene unas tiendas espectaculares. Ven, giraremos aquí y cortaremos por la via Condotti.
Renzi no dice nada, sigue en silencio el entusiasmo contagioso de esta jovencita, mirada, admirada y deseada con sus provocativos shorts y toda su belleza. «Quizá solo soy un hombre demasiado ocupado que tiene la oportunidad de disfrutar de nuevo de tiempo libre, de esos posibles minutos de tiempo perdido que siempre calculaba en dinero». Hay una película de Richard Gere que habla de todo eso. Él es un cínico especulador que de repente se da cuenta de la belleza de caminar descalzo sobre la hierba en un día soleado, apagando el móvil, perdiéndose en la belleza de Julia Roberts. Ah, sí, era Pretty Woman. Él, un poderoso hombre de negocios; ella, una prostituta. Pero el amor no tiene preferencias, va mucho más allá. Y él, Renzi, ¿es un poderoso hombre de negocios?
No, él es un empleado. Y ella, bueno, ella… Renzi la mira. Camina a su lado con esos zapatos de tacón, con las manos dentro de los pequeños bolsillos de los shorts, con esa coleta de cabellos castaños y ese pecho tan pronunciado y comprimido en la camiseta roja. Dania se vuelve y le sonríe mascando chicle.
—¿Te lo estás pasando bien?
Julia Roberts, en aquella película, también mascaba chicle.
—¿Te apetece una crep?
—No sé…
—Venga, yo invito.
Se detiene de repente delante de la barra exterior de un gran bar, el Galleria San Carlo.
—¡Hola! Una crep de arándanos y moras para mí, y para el señor… —Dania se vuelve hacia Renzi—. ¿Y bien? ¿Has decidido? Mira, hay un montón de sabores. Si te apetece, hay de fresa, de plátano, de pistacho, y también todo tipo de cremas.
—Para mí de chocolate, gracias.
—Qué serio —comenta Dania. Entonces se dirige al chico balinés que está preparando la fina tortita y la pone en la superficie redonda ya caliente—. Échale también un poco de requesón y sal.
Vamos a hacerle probar algo nuevo. ¡Es demasiado serio!
Y el joven balinés sonríe, mostrando unos grandes dientes blancos, francamente divertido con la simpatía de esa chica. Mira a Renzi para intentar saber qué hacer en realidad. Él permanece impasible, pero al final cede.
—Está bien, prepárala como dice ella.
Después, como es natural, no la deja pagar y prosiguen su paseo con la crep dentro de un plato de cartón y la servilleta al lado, comiéndosela de pie, manchándose, riendo.
—¿Has visto qué buena está la crep de chocolate con requesón y sal? ¿A que es un sabor nuevo?
Dime la verdad, ¿habías probado nunca algo parecido?
—No, tienes razón: está riquísima.
—¡Cómo me alegro! ¡Nos empecinamos con todas las cosas clásicas y, en cambio, para mí, probar sabores nuevos es lo más bonito del mundo! Como el sabor del helado de RivaReno de azafrán y sésamo, me chifla; alguna vez me gustaría hacértelo probar. ¡O el de vainilla, el de cookies y el de caramelo a la sal de Grom, o sea, es que no tienen nada que ver!
Y siguen caminando mientras charlan. Renzi ya ha claudicado por completo.
—Yo no como menos de tres helados a la semana en cualquier estación del año. ¡Y nada de vasito! Lo bueno del helado es lamerlo, si no, ¿qué sentido tiene? —Y lo mira maliciosa, pero solo durante un instante—. ¡Ah, sí, debes ver esta tienda! —Se come el último pedazo de crep, a continuación, tira el plato de cartón dentro de una papelera cercana y se frota las manos en la parte de atrás de los shorts—. ¡Vamos! ¡Ven! —Lo coge de la mano y lo arrastra al interior de Scout, y Renzi casi no tiene tiempo de tirar él también el plato de su crep terminada y de ir tras ella—. Mira, ¿a que es una locura?
Giorgio se fija en lo fascinante que es esa tienda, llena de chicos mirando cazadoras, jerséis y vaqueros, espléndidamente decorada con objetos de piel, banderas, sillas, incluso jarrones con flores de colores y armarios découpés, camisetas con textos o lisas, camisas de cuadritos, de rayas, sin cuello, con el cuello pequeño y muchísimos shorts con las más diversas opciones cromáticas.
Dania pilla unos de un montón.
—¡Este es el color que quería!
Entonces busca la talla en los pantaloncitos vaqueros deslavados hasta que la encuentra. Ante la duda, coge también otros más oscuros.
—Perdona, ¿dónde están los probadores? —pregunta a una chica joven, pero sin duda no tan joven como ella, que está colocando unas camisas en un mostrador.
—Están al final de este pasillo, a la izquierda.
—Gracias.
»¿Vienes conmigo?
Renzi la sigue hasta llegar ante una cortina azul medio descolorida.
—Sujeta estos. —Y le pasa un par a Renzi, quien se queda detrás de la cortina cerrada, mientras ella se desliza con rapidez hacia abajo desde esa especie de zancos.
Uno de los dos zapatos sale rodando por debajo de la cortina, asomándose así, consumido, gastado, un poco sucio, con las tiras algo deshilachadas y todos esos brillantitos, que, testarudos, resisten el paso del tiempo. Un instante después, Dania abre la cortina de golpe.
—¿Qué tal estoy? —Ahora es más baja, sin los tacones incluso parece más niña, y da una vuelta sobre sí misma, bailarina imprecisa de una caja de música sin música, y muestra con orgullo todo lo que tiene para mostrar—. ¿Te gustan? Me quedan mejor que los otros, ¿verdad?
—Sí, me parece que sí —dice Renzi, y luego, tontamente diplomático, añade—: Te quedan bien los dos.
—¡No es verdad! ¡Me mientes! Espera, que me pruebo este otro par. —Y, tal como ha aparecido, desaparece de nuevo tras la cortina azul.
Renzi se queda alelado, con los viejos shorts en una mano y los nuevos todavía por probar en la otra.
—¿Me los das? —Dania se asoma y abre un poco la cortina.
Él se los pasa mientras se pierde en el espejo que está a la espalda de la chica y enmarca perfectamente su trasero y lo poco que se ve de sus braguitas. Dania se vuelve para ver qué está mirando y, al descubrirlo, sonríe. Luego deja la cortina abierta, en absoluto molesta, al contrario, y sigue vistiéndose mientras lo mira a los ojos, como si desde siempre estuvieran acostumbrados a algo así, como si fuera un hecho rutinario en vez de algo que solo a veces ocurre. Dania se muerde el labio, se esfuerza por acabar de ponerse esos shorts, después de rebotar un poco sobre sus pies descalzos y tirar de las trabillas para subirlos algo más arriba. Lo consigue. Está satisfecha, sube la corta cremallera y los abotona. Se vuelve feliz hacia Renzi.
—¿Lo ves?, estos sí que me quedan bien.
Él no puede hacer otra cosa más que asentir y observar esos pantaloncitos, casi del todo fundidos con todas sus posibles redondeces. A continuación, Dania se pone de nuevo los suyos, se sube en sus tacones, vuelve a ser alta como antes, sale del probador y deja sus nuevos shorts sobre un mostrador junto a unas camisetas.
—¿Ves? De estos me gusta mucho el color, en cambio, estos otros, me quedan muy bien. Uf, nunca hay nada perfecto.
—Pero, perdona, llévate los dos. No son tan caros.
Dania finge que se enfurruña.
—No eres un caballero. ¿Y si te dijera que no me los puedo permitir?
—Te los regalo yo, ¿qué problema hay? Es más, me encantaría; cuando te los pongas, piensa en esta bonita tarde que hemos pasado juntos.
—No, pensaré en ti. —Se lo queda mirando, de repente más adulta, atraída por pensamientos completamente distintos, casi olvidándose de esos dos pares de shorts poco antes fundamentales en su vida.
—Sí, piensa en mí.
Y vuelve a ser la niña feliz de antes.
—¡Pues me los llevo!
Y, con entusiasmo, añade también dos camisetas, una blusa blanca y unas zapatillas Saucony.
—¡Ahora son lo último! Ni siquiera te das cuenta de que las llevas puestas.
Renzi va a la caja y lo paga todo, luego coge las bolsas, saluda y sale con ella, que corre, salta, da vueltas sobre sí misma, feliz como no parecía serlo desde hace mucho.
—¡Estoy realmente contenta de haberte conocido!
Renzi no dice nada, camina con todas esas bolsas y, de vez en cuando, mira a su alrededor, como si la gente lo señalase, como si algunas mamás lo miraran con desdén y muchos se rieran de él. Pero no es así. Todo el mundo piensa en sus cosas, la gente camina alegre y divertida, deprisa o distraída, enamorada o soltera, pero nadie se fija en él. Entonces exhala un suspiro de alivio y empieza a reír él también.
—Ahora ya está bien de ir de compras, ¿no?
—¡Claro, ya está bien!
Dania mete un brazo debajo del suyo, anda a su lado siguiendo el paso; ahora parece más seria, tranquila. A continuación, saca del pequeño bolso un brillo de labios rojo y se lo pone. Renzi nota el olor dulce de la fresa, tal vez, o algo parecido.
—¿Te apetece venir a ver mi pequeño ático? Está aquí cerca. Te invito a un aperitivo o, si quieres, cenamos algo juntos. —Le repito.
Y a Renzi, algo sorprendido, le sale un simple y débil «Sí». Solo «Sí», nada más.
—¡Qué bien, estoy supercontenta!
Continúan caminando un rato más. Cuando llegan a la piazza delle Coppelle, Dania dice:
—Es aquí, hemos llegado.
Renzi se disculpa con ella:
—Solo un momento, tengo que hacer una llamada.
—¡Claro, perfecto! Así, mientras tanto, yo subo y lo arreglo un poco, si no, a lo mejor te lo encontrarías todo por en medio… —Y, dicho esto, desaparece metiéndose en el pequeño portal de madera oscura.
Él saca su móvil y llama a casa.
—¿Cariño? Hola, ¿qué haces?
—Estaba viendo el concurso «L’Eredità», estamos en la guillotina. Voy a leerte las palabras: bebida alcohólica, actriz, cantante, pintor y rojo.
Renzi contesta enseguida:
—Ferrari, el espumoso; la actriz, Isabella Ferrari; el cantante de los Verdena, Alberto Ferrari; el pintor Ferrari y el rojo de Ferrari.
Y justo en ese momento el presentador para el tiempo y, al oír la respuesta incorrecta del concursante, gira la tarjeta y muestra la respuesta: «Ferrari».
—Cariño, habrías ganado ciento doce mil euros. ¡Eres un monstruo!
Renzi sonríe. «Sí, pero no por lo que tú te crees, no por saber la respuesta correcta».
—¿Te preparo la cena? He comprado esos espárragos que tanto te gustan y, si quieres, hago un par de huevos o pasta, o saco un poco de carne…
Él la interrumpe antes de que repase todo el posible menú de la nevera:
—No, cariño, perdona, pero llegaré tarde.
—¿Esta noche también?
—Pues sí. Stefano ya se ha ido y hay varios programas a punto de comenzar. He pedido pizzas y vamos a seguir trabajando.
—Está bien. No vuelvas muy tarde.
—No, seguro que no. Que duermas bien, cariño.
Renzi cuelga y se guarda el móvil en el bolsillo, sin notar el peso de todas las mentiras que acaba de contar. A continuación, se mete en el portal, va hasta el fondo de un estrecho pasillo y llama el ascensor de hierro forjado, antiguo. Cuando llega, abre la puerta, entra y vuelve a cerrar. Mientras sube lo nota vibrar, exactamente igual que todo lo que siente en su interior: confusión, sentimiento de culpa, excitación, una ligera locura que está tiñendo su alma. Pero ¿tiene alma? A medida que va subiendo es como si fuera despojándose de todos esos pensamientos y se añadieran otros: «¿Se habrá cambiado? ¿Me abrirá con un conjunto de ropa interior? ¿Me abrirá un hombre, su hombre, y me dará un puñetazo en la cara?». Y se echa a reír él solo como un idiota. «Sí, me siento como un idiota», piensa, pero el ascensor ya ha llegado, es demasiado tarde. Cierra la puerta, hay otra frente a él. En el timbre pone «Dania Valenti», así que no lo duda más y llama.
—¡Voy!
Se oye la voz de ella y algún que otro ruido. Está tramando algo. Una sorpresa quizá, quién sabe.
Entonces abre.
—Perdona, estaba buscando el sacacorchos.
—No te preocupes.
No se ha cambiado. Solo se ha quitado los zapatos. Lleva unas Havaianas negras que la hacen parecer más baja, pero también más ágil.
—Bueno, tengo una cerveza, un bíter, una Coca-Cola y una Fanta. También tengo patatas fritas. Las he abierto. —Señala un plato lleno de patatas y una bolsa roja abierta al lado.
Renzi mira a su alrededor. Hay un pequeño salón con la cocina en un rincón, una puerta por la que se ve un dormitorio y, a la izquierda, otra puerta. Debe de ser el cuarto de baño. Después hay tres escalones y una puerta cristalera. Dania se fija en lo que está mirando.
—¿Te gusta mi madriguera? Es pequeña, pero yo me encuentro muy bien aquí. Ve a ver lo que se ve desde allí.
Renzi sonríe y sube los tres escalones. La pequeña cristalera se asoma a una terraza de apenas un metro y medio, pero con una vista magnífica, prácticamente sobre todos los tejados de Roma.
—¿Y bien?, ¿qué quieres que te lleve ahí arriba?
—Una cerveza, gracias.
Renzi mira en torno a él. Se ve el Altar de la Patria, el Coliseo y San Pedro, y al cabo de un momento aparece ella con unos vasos.
—¿Has visto qué bonito?
Se toma su Coca-Cola entusiasmada por el panorama, como si fuera un trampantojo diseñado de forma expresa para ella, un espectáculo único en su pequeño ático, abierto a pocos, tal vez.
—¿Te gusta?
—Mucho.
—¿Es tan bonito como yo? —Ladea la cabeza—. ¿Te gusta más él o yo?
Renzi la mira, luego sonríe.
—Tú.
Dania se pone de puntillas y le da un beso, al principio ligero, luego más apasionado, y se quedan así, besándose entre las golondrinas y el cielo de Roma, con el vaso en la mano, hasta que Dania se aparta y lo coge de la mano.
—Ven…
Tira de él, le hace bajar los escalones, lo hace volver al salón, a continuación, le quita el vaso y lo deja sobre una mesita. Aparta una pequeña butaca de piel roja, la pone en el centro, delante de la gran ventana, que queda arriba. Luego, le da la vuelta, empuja a Renzi despacio, poniéndole ambas manos en el pecho, y lo hace aterrizar sobre la blanda butaca. Dania está de pie frente a él, da un último trago a la Coca-Cola y la deja sobre la mesita. Seguidamente, con ambas manos, le abre las piernas y se deja caer entre ellas de rodillas. Le desabrocha el cinturón sin dejar de mirarlo a los ojos, el botón del pantalón, luego la cremallera y, sin apartar la mirada ni dejar de sonreír, encuentra lo que busca y se lo mete en la boca. Renzi ve ahora sus cabellos castaños esparcidos sobre sus piernas, la gran ventana un poco más arriba, alguna antena lejana, alguna nube. De vez en cuando Dania levanta la cabeza y lo mira, le sonríe. En Pretty Woman ella reía mientras veía unos dibujos animados en la tele y, al mismo tiempo, se ocupaba del mismo tema. «Qué buena película —piensa Renzi—. Solo tiene un preocupante defecto: Richard Gere se enamora de aquella prostituta».