Tres veces tú
Ciento catorce
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CIENTO CATORCE
—¡Eh, buenos días! —Gin entra en la cocina medio adormilada. Lleva una bata ligera y el pelo recogido con una pinza que acaba de ponerse—. Ayer no te oí llegar.
—Hice muy poco ruido. Intenté no despertarte.
—Y lo conseguiste.
—¿Quieres un poco de café?
—No, prefiero té. Es más ligero.
—Te lo preparo enseguida.
Gin me mira. Estoy de espaldas mientras lleno la tetera de agua. La enjuago, la lleno de nuevo y la pongo al fuego.
—¿Qué tal fue la fiesta de anoche? ¿Había mucha gente?
—Muchísima. Estuvo bien, pero no habrías disfrutado. Demasiado humo; además, todo el mundo hablaba a gritos, se pasaron con las invitaciones.
—¿Te encontraste a mucha gente?
—Prácticamente a todo el mundo. —Me parece que es la única respuesta posible sin que tenga que decir mentiras; sin embargo, en el mismo instante en que lo digo, me avergüenzo. El problema no es a quién me encontré o qué hice, sino lo que siento. Intento no pensar en ello—. Estuve charlando un buen rato con el director de marketing de la cadena, Pietro Forti, el cual quiere quedarse varios programas; estoy muy contento.
—Yo también me alegro por ti, amor…
Se acerca y me acaricia la mano. A continuación, se inclina hacia delante y me besa. Es un beso ligero, que me roza, y sin embargo me siento mucho más culpable en este momento que anoche, con todo lo que pasó.
Le sonrío mientras vuelve a sentarse. Quién sabe lo que estará pensando.
Lo miro. Está viviendo un momento estupendo y yo me alegro mucho por él. Me gustaría poder contarle todo lo que me dijo el médico, pero ¿de qué serviría? He tomado una decisión, y debo ser fuerte; solo le causaría congoja, quizá discutiríamos porque querría que cambiara de opinión, pero no voy a modificar mi decisión, de modo que es mejor que ahora no le diga nada. Se lo diré al final, cuando llegue el momento, cuando tenga que empezar mi batalla.
Pero ¿en qué está pensando Gin? No me gustaría que hubiera empezado a sospechar algo. No creo que me oyera llegar, prácticamente he tenido el tiempo justo de darme una ducha y preparar el desayuno.
—Eh, ¿va todo bien? Dime, ¿en qué estás pensando? Estás tan absorta…
—En nada… Es decir, en algo, sí: ¡en que ese té está tardando un montón!
—¡Que no, que ya están saliendo las burbujitas! —Apago el fuego, saco la bolsita del sobre, la meto dentro y la agito arriba y abajo.
—No demasiado, lo prefiero suave.
Así que la retiro, tal como me ha dicho ella, y la dejo en el fregadero. A continuación, con el agarrador, cojo la tetera y le sirvo una taza de té.
—Aquí tienes.
Ella coge la miel, mete dentro del tarro esa cuchara especial con forma de espiral que hace que no gotee, le da una vuelta y la sumerge en la taza para que se derrita.
—Bueno, voy a marcharme, tengo una cita en la oficina.
—Claro, que vaya bien. Yo estaré en el bufete. Nos vemos esta noche. Adiós, cariño.
Y esta vez, al besarla, me siento menos culpable. No hay nada que hacer, los hombres somos como somos: nos acostumbramos a todo y a lo contrario de todo.