Tres veces tú

Tres veces tú


Ciento treinta y siete

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CIENTO TREINTA Y SIETE

En un instante, parece que la vida me ha vuelto la espalda, como si nos hubiéramos peleado. Solo ahora entiendo que todas las veces que me había parecido cansada no era por la llegada de Aurora.

Los pelos en el baño…, el cepillo del que tan orgullosa estaba es ahora la demostración de una vida que se está apagando.

—¿Cómo te encuentras?

—A medias.

—El médico ha dicho que hay un margen de mejora…

Gin me sonríe.

—Al médico le gustaría que el tratamiento funcionara, que la medicina fuera capaz de curarlo siempre todo, pero no es así.

—Todavía podemos intentar otras opciones.

—No creo que haya otras vías…

Gin está cansada, se sienta en el taburete, apoya un brazo en la mesa y, con el otro, mueve el cochecito adelante y atrás.

—Siempre había pensado cómo debían de ver la vida las personas que tienen esta enfermedad.

Es algo que no hace que mueras enseguida, no te arranca la vida, sino que te ofrece la posibilidad de tomarla en consideración, casi te obliga a mirarla con envidia, te hace entender lo estúpido y distraído que eras cuando no la amabas con toda tu alma.

Luego sonríe apenas.

—Es como todo: hasta que lo pierdes, no lo aprecias de verdad. Ahora entiendo lo bella que es la vida… y, sin embargo, para mí es como si estuviera empañada, como si la mirara desde detrás de un cristal que nadie ha limpiado. Las cosas pierden nitidez, poco a poco ya no podré ver nada.

—Gin, no digas eso.

—Últimamente he pensado a menudo en Steve Jobs. Me gustaba mucho, fue capaz de inventarlo todo. Era brillante, tenía todo el dinero que quería, y parecía que eso no le importaba nada. Cuando se supo que tenía un tumor, todos pensaron que al final acabaría ganando él, que llegaría un médico con un nuevo descubrimiento, con uno de esos métodos que, de vez en cuando, hacen creer en los milagros. Durante un tiempo estuvo algo mejor, parecía que iba a lograrlo, sin embargo, luego ya no sucedió nada más. Ningún médico pudo vanagloriarse de decir que había salvado a Steve Jobs, él ya no está. Y, si él no lo consiguió, ¿cómo voy a poder yo?

A continuación, Gin mira a Aurora y luego se echa a llorar. Se cubre el rostro con las dos manos y solloza. Casi no logro entender lo que dice, habla en voz baja, sus palabras se entremezclan con los sollozos, se pierden en ese manifiesto dolor. Entonces me acerco a ella, la abrazo y ella me aprieta con fuerza. Y me susurra al oído:

—Tengo miedo. Tengo mucho miedo.

—Amor. Estoy a tu lado. Tranquila, ya verás como las cosas irán mejorando poco a poco, tienes que mantener la calma. Debes darle tiempo a tu cuerpo para que reaccione, no estresarlo; no tengas miedo, no sirve de nada, ni tampoco la ansiedad, déjate ir, relájate. Estoy seguro de que todo mejorará.

En este momento Gin deja de llorar, casi parece haberse rehecho, y me sonríe.

—Gracias, voy al baño.

—¿Necesitas pañuelos?

—No, voy a lavarme la cara.

Pero cuando cierra la puerta oigo que, por desgracia, está vomitando.

Consigo que me den cita para esa misma tarde, pero no le digo nada. Me invento la primera cosa que se me pasa por la cabeza:

—Hoy tenemos en la oficina a unos nuevos directores para los próximos programas. Debo pasarme aunque solo sea un momento, si no, podrían pensar que soy un maleducado.

—Claro, ve, no te preocupes.

—¿Necesitas algo?

Se queda callada; luego me mira y exhala un ligero suspiro que, sin embargo, significa un montón de cosas.

«¿Si necesito algo? ¿Sabes cuántas cosas necesitaría ahora? Tal vez una, más que cualquier otra: tiempo. Querría todo el tiempo posible para estar con mi hija, querría tener una decena de años, aunque solo fueran cinco, pero en cambio no la veré siquiera decir su primera palabra».

Todo eso he pensado que podría haber en ese suspiro ligero, y tal vez sea lo mismo que se le ha pasado por la mente. En cambio, Gin me dedica una bonita sonrisa.

—Sí, quiero que regreses cuando hayas terminado.

Vuelvo atrás y le doy un beso; a continuación, la abrazo con delicadeza.

—Estaré aquí lo antes posible.

Y, sin volverme de nuevo, salgo de casa.

He llorado en el coche. Imagino que alguien me ha visto mientras estaba parado en el semáforo, pero no me importa en absoluto. En este momento no me interesa el resto del mundo.

Ahora estoy sentado, esperando. No hay manera de tener la pierna quieta. Se mueve, doy golpes con el tacón sin parar, y puede que incluso tiemble un poco.

Por fin llega la enfermera.

—Mancini.

Me levanto.

—Por favor, sígame.

No saludo a ninguna de las personas que están en la sala de espera, camino en silencio detrás de esa mujer hasta que se detiene delante de una puerta abierta y me hace pasar. El doctor Dario Milani viene a recibirme.

—Buenas tardes, ¿cómo está? —Me estrecha la mano y me señala una silla—. Por favor, siéntese.

Luego da la vuelta, va hasta detrás de la mesa y se sienta frente a mí.

—He venido para comprender mejor cuál es la situación de Ginevra Biro, mi esposa.

—Sí, me lo comentó. —Abre la carpeta que tiene delante—. La situación, desgraciadamente, es muy clara; ni siquiera nos queda la posibilidad de un milagro. No puedo planteármelo, es algo que va a ocurrir. No creo que le quede ni un mes de vida.

Estoy desconcertado por la noticia.

—Pero ¿cómo es posible?

—Hace mucho tiempo que lo tiene. Lo dejó latente durante demasiados meses. Su mujer tomó una decisión, puso a Aurora por delante de todo, por desgracia, también por delante de ella misma, y digo «por desgracia» porque de este modo no hemos podido hacer mucho. Deberíamos haber atacado el tumor desde el principio, pero su mujer no quiso atender a razones. Yo en aquella época no la trataba aún, me lo contó su ginecólogo. Cuando llegó a mí, ya había superado el estadio tres.

Entonces me quedo callado, me avergüenzo, y estoy aterrorizado por lo que voy a decir.

—Dígame solo una cosa, doctor, y sea sincero, por favor. ¿Usted cree que un dolor, un gran disgusto puede haber hecho que las cosas se precipiten de esta manera?

Me mira en silencio, junta las manos y yo aguardo con desesperación su respuesta, porque podría hacerme sentir culpable durante toda mi vida. Luego, por fin, el médico me habla.

—No, no sé qué ha pasado, qué dolor considera que ha podido causarle a su mujer, pero no. Por supuesto, es cierta la relación entre el estado de ánimo y el tumor. Felicidad, tranquilidad y serenidad pueden ralentizar la evolución, pero no curar. Aunque usted hubiera sido perfecto, Ginevra habría tenido quizá un mes más, pero tal vez ni siquiera eso, se lo digo de corazón. Habría habido una diferencia mínima, puede que ninguna, y no se lo digo para que no se sienta culpable. Lo lamento, pero es la verdad.

—Así pues, ¿qué podemos hacer?

—Nada. Dele todo su apoyo. Es lo único que puede hacer. Y haga que su mujer se sienta amada como nunca se ha sentido.

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