Tres veces tú
Nueve
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NUEVE
Está detrás de mí, bien arreglada, con las manos juntas sobre un bolso de Michael Kors que sujeta por las asas y apoya sobre su vientre. Me sonríe. Sus cabellos son más cortos de lo que me parece recordar. Sus ojos azules, en cambio, son intensos como siempre, y su sonrisa es preciosa como todas las veces que lo fue por mérito mío. Se queda mirándome en silencio y permanecemos allí parados, en Villa Medici, con el inmenso paisaje de todos los tejados de Roma a mi espalda y ella delante de mí, envuelta por ese sol rojizo que veo reflejado en sus ojos y en el aparador a su espalda.
Estamos solos en la sala y nadie parece interrumpir este momento mágico, especial, único. ¿Cuántos años han pasado desde la última vez que nos vimos? ¿Catorce? ¿Dieciséis? ¿Cinco? ¿Seis? Sí, tal vez seis. Y ella sigue siendo preciosa, tremendamente preciosa, por desgracia. El prolongado silencio empieza a hacerse incómodo, demasiado largo. Y, sin embargo, no consigo decir nada, continuamos mirándonos a los ojos, sonriendo, tan estúpidos, tan condenadamente jóvenes. De repente, una pequeña sombra atraviesa mi sonrisa. Justo ahora, pienso, justo ahora que mi vida ha tomado una dirección tan importante, justo ahora que estaba convencido de mis decisiones, seguro y sereno como nunca lo había estado. Y me enfado, y me gustaría estar molesto, distante, frío, indiferente ante su presencia, pero no es así. Nada es así. Siento curiosidad y dolor por todo el tiempo que he perdido, que nos hemos perdido, por todo lo que no he visto de ella, todas sus lágrimas, sus sonrisas y sus alegrías, sus momentos de felicidad sin mí. ¿Me habrá recordado?
¿Habré aparecido de vez en cuando en su mente, en su corazón? ¿Habrá sucedido? ¿O tal vez me ha deseado pero ha luchado, ha luchado más que yo, para no sentir añoranza, para dejarme atrás, para convencerse de haber tomado la decisión adecuada, de que conmigo todo habría sido un error? Y sigo mirando esa sonrisa suya, dejando a un lado cualquier reflexión inútil, cualquier vano intento de buscar un sentido, de entender por qué estamos de nuevo aquí, uno frente al otro, como si la vida nos obligara a la fuerza a hacernos esa pregunta. Luego Babi hace una extraña mueca, ladea la cabeza y sonríe frunciendo los labios, a su manera, la que me conquistó, la que todavía llevo en el corazón como una cicatriz.
—¿Sabes que estás mejor? Los hombres sois una verdadera estafa: mejoráis con los años. En cambio, las mujeres, no.
Me sonríe. Su voz ha cambiado, se ha hecho más mujer. Ha adelgazado, lleva el pelo más oscuro, el maquillaje justo, en orden, sin excesos. Está más guapa. Pero no quiero decírselo. Sigue mirándome.
—Y tú, encima, pareces otro y, ostras, casi que me gustas más.
—¿Quieres decir que el de antes no te parecía bien?
—No, no, qué va, no es eso. Ya sabes cuánto me gustaba el de antes, solo con tocarme hacía que me electrificara…
—¡Eso fue cuando nos dio la corriente adornando el árbol de Navidad!
—¡Es verdad!
Y de repente se ríe, ligera, cierra los ojos, echando la cabeza hacia atrás, y los mantiene cerrados, como si realmente intentara recordar ese día. Hablamos de hace por lo menos seis años.
—Después del calambre nos besamos. —Sonrío. Como si fuera un detalle determinante para aclarar la naturaleza de nuestra relación—. Nos besábamos siempre. Y después nos dimos los regalos.
Me mira y sigue contándolo, es como si quisiera saber qué recuerdo de aquella noche. No sabe que he intentado con desesperación borrarla sin conseguirlo, que he intentado ver de forma obsesiva ¡Olvídate de mí!, la película de Jim Carrey, con la esperanza de que pudiera ocurrir en realidad.
—Así pues, ¿te acuerdas de aquel momento? —Sonríe de manera pérfida, pensando en cazarme.
—Tenían papeles distintos.
—¡Pero los regalos eran iguales!
Se pone muy contenta y deja caer al suelo su Michael Kors y luego se me echa encima y me pasa los brazos por la espalda y se pega a mí y me apoya la cabeza sobre el pecho. Y yo me quedo así, desconcertado, sorprendido, con los brazos abiertos, sin saber dónde ponerlos, como si estuvieran despegados, fuera de sitio, como si, dondequiera que acabaran, de todos modos, fuera un error.
—¡Qué contenta estoy de verte! —dice, y al oír esas palabras, yo también la abrazo.