Tres veces tú
Diez
Página 12 de 149
DIEZ
Estamos en un jardín perfectamente cuidado. El sol asoma la cabeza entre los últimos tejados al fondo de las casas más lejanas. No se mueve ni un soplo de aire. Hoy es 4 de mayo y ya hace calor.
Estamos sentados el uno frente al otro y acabamos de pedir algo. Sí, algo de beber, tal vez de comer.
No sé muy bien qué, quizá un capuchino frío.
—No has cambiado nada.
—No.
No sé de qué más hablamos. Nos quedamos un rato en silencio mirándonos las manos, la ropa, el cinturón, los zapatos, los botones, fragmentos de nuestra indumentaria que puedan decir algo de nosotros. Pero no me dicen nada, y no quiero escuchar. Me da miedo pasarlo mal, sufrir, ya no quiero sentir nada.
—¿Te acuerdas?, abrimos los paquetes y nos quedamos sin palabras, eran los mismos jerséis enormes de marinero, azul claro. Pasamos por delante de aquella tienda y nos gustaron a los dos y estuvimos hablando de ello entusiasmados. Decidí que te lo iba a comprar y que ya haría que me regalaran uno igual por mi cumpleaños. ¡En cambio, me lo encontré en tu paquete de Navidad! Fue algo precioso.
—Dentice.
—¿Qué? —Me mira sorprendida, desconcertada, piensa que estoy loco.
—Dentice, se llamaba Dentice, la tienda en la que entramos y, luego, cada uno por su cuenta compró el jersey.
—Sí, es verdad, en la piazza Augusto Imperatore. ¿Seguirá todavía abierta?
Sigue estándolo, pero no añado nada más. Luego bebe un poco de su Crodino, come una patata frita y al final se limpia la boca. Cuando deja la servilleta sobre la mesa, se queda quieta un instante.
La otra mano se reúne con la primera y se pone a jugar con el anillo que lleva en el anular. La alianza. Lleva alianza. No ha cambiado nada, al final se casó. Y por un instante me falta el aire, tengo un nudo en la garganta, se me encoge el estómago, casi me dan ganas de vomitar. Intento controlarme, coger oxígeno, recobrar la respiración, detener las palpitaciones aceleradas del corazón y poco a poco lo consigo. «Pero ¿de qué te sorprendes? Ya lo sabías, Step, ¿no te acuerdas? Te lo dijo aquella noche, la última vez que estuvisteis juntos, que hicisteis el amor bajo la lluvia. Cuando volvisteis al coche, ella te lo confesó: “Step, tengo que decirte algo: voy a casarme dentro de unos meses”».
Y ahora, como entonces, me parece increíble que haya ocurrido realmente. Sin embargo hago como si nada, me tomo el capuchino y miro a lo lejos. Mis ojos están un poco velados, pero espero que ella no se dé cuenta y entonces bebo despacio, sin atragantarme, entorno los ojos como para disimular, para buscar no sé qué respuesta, para seguir el vuelo de alguna gaviota extraviada pero que esta vez, por desgracia, no existe.
—Seguí adelante. Sí. —Cuando me vuelvo, la encuentro sonriéndome tranquila, serena; quiere comprenderme—. No fui capaz de pararlo. —Me muestra la alianza, pasando el dedo por encima—. Quizá para nosotros fuera mejor así, ¿no crees?
—¿Por qué me lo preguntas ahora? No me preguntaste nada cuando pude responder.
Y me gustaría seguir: «Cuando pude haber detenido todo esto, cuando tu vida todavía podía ser nuestra, cuando no podíamos perdernos, cuando habríamos crecido, habríamos llorado, habríamos sido felices y en cualquier caso habríamos sido nosotros, juntos, sin este terrible agujero, este tiempo que echamos de menos, esta vida pasada, sustraída, consumida, tal vez inútil. Todo me parece tan vacío, tan terriblemente perdido y malgastado… No puedo aceptar haber desperdiciado ni un segundo de cada momento de tu vida, de cada uno de tus alientos, de cada una de tus sonrisas o de tus penas, me habría gustado estar ahí, incluso en silencio, pero ahí, cerca de ti, a tu lado».
—¿Estás enfadado?
Me mira seria, pero sin perder la calma. Pone la mano izquierda sobre la mía y me la acaricia.
—No, no estoy enfadado. —Entonces asiente, sonríe de nuevo, está contenta—. Sí, sí que lo estoy —agrego sin control.
Aparto la mano de debajo de la suya. Y ella sacude la cabeza.
—Es normal, tienes razón, no serías tú. De hecho… —Y ya no añade nada más.
Deja espacio a la imaginación, a lo que podría haber sido, sucedido, a lo que podría haber dicho, a cómo tan solo podría haberme despedido de ella nada más verla. Y volvemos a quedarnos callados.
—¿Step?
Busca mi aprobación, le gustaría que estuviera de acuerdo, que en cierto modo la perdonara. Sí, busca mi clemencia, pero yo no sé qué decirle. No me salen las palabras, no se me ocurre ninguna frase, nada que pueda arreglar de alguna manera la situación, apartar esa extraña incomodidad que se ha creado entre nosotros. Entonces vuelve a poner la mano sobre la mía y me sonríe.
—Sé a qué te refieres, sé por qué estás enfadado…
Me gustaría contestarle y decirle que no sabe absolutamente nada de nada, no puede saber lo que sentí entonces, todas las veces que pensaba en ella, y que, sin embargo, debería haber apartado su recuerdo para siempre. Pero así es como fue. No fui capaz de prohibirle la entrada en mis pensamientos. Me acaricia la mano y continúa mirándome, y sus ojos casi se humedecen, es como si estuviera a punto de llorar y su labio inferior tiembla un poco. O en este tiempo se ha convertido en una gran actriz o de verdad está sintiendo una emoción muy fuerte. Pero no lo entiendo, ¿por qué toda esta conmoción? Entonces la expresión de su rostro se recompone, abre mucho los ojos como para hacerme reír, y con una alegría repentina exclama:
—¡Te he traído un regalo!
Y saca del bolso un paquete envuelto en papel azul y un lazo celeste con rayitas blancas. Conoce mis gustos y, por supuesto, lleva una nota. Está atada con un trozo de cuerda y sujeta a la mitad de una moneda de plomo. Lo cojo y debo decir que estoy atónito, confundido. Me dispongo a abrir el paquete, pero ella me lo quita enseguida de las manos.
—¡No! Espera…
La miro perplejo.
—¿Qué?
—Antes tienes que ver una cosa, si no, no lo entenderás.
—La verdad es que te juro que no lo entiendo…
—Ahora lo entenderás y ya verás como todo será más sencillo.
Y lo dice con voz de mujer, segura y decidida. Ahora Babi mira a lo lejos, como si buscara a alguien, como si supiera que un poco más allá, bajo los árboles, al fondo de la Villa, hay alguien esperando su señal. Pero está decepcionada, es como si no encontrara lo que esperaba, y suspira como si alguien hubiera roto un pacto.
Luego:
—¡Aquí está! —exclama, y se le ilumina la cara.
Levanta la mano, mueve los brazos para que quienquiera que sea vea dónde está; seguidamente se pone de pie y grita feliz:
—¡Estoy aquí! ¡Aquí!
Entonces miro en su misma dirección y veo a un niño correr hacia nosotros, mientras una mujer vestida de blanco se queda al fondo, con una pequeña bicicleta a su lado. Se acerca cada vez más, rozando a la gente que pasa, casi se afana por el blanco empedrado, hecho de pequeñas piedrecitas, y está a punto de perder el equilibrio y caer al suelo, pero Babi abre los brazos y él se lanza hacia ellos, haciéndola tambalearse con toda la silla.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡No te imaginas, no te imaginas qué pasada!
—¿Qué ha ocurrido, cariño?
—He dado una vuelta con la bici. Leonor me ha sujetado un rato y luego me ha dejado solo y yo he seguido pedaleando y no me he caído.
—¡Muy bien, cariño!
Y se abrazan con fuerza. Los ojos de Babi buscan los míos a través de los cabellos del niño y asiente, como si quisiera hacerme entender algo. El niño de repente se aparta de ella.
—¡Soy un campeón, mamá! ¿De verdad? ¿Soy un campeón?
—Sí, cariño. ¿Puedo presentarte a este amigo mío? ¡Se llama Stefano, pero todos lo llaman Step!
El niño se vuelve y me ve, me mira un poco inseguro sobre qué decisión tomar. Luego, de repente, sonríe.
—Y ¿yo también puedo llamarte Step?
—Claro. —Le sonrío a mi vez.
—¡Pues te llamaré Step! Es un nombre bonito. ¡Me recuerda a Stitch! —dice, y se va corriendo.
Es guapo, tiene la piel oscura, la boca carnosa, los dientes blancos, perfectos, y los ojos negros.
Lleva una camiseta de rayas azul claro y azul oscuro.
—Es un niño precioso.
—Sí, gracias.
La mamá me sonríe satisfecha, y tengo que decir que no me disgusta verla tan hermosa en su felicidad, la que quizá yo no habría sabido darle. Eso es lo que debió de pensar cuando decidió acabar con lo nuestro. Babi irrumpe entonces en mis pensamientos:
—También es inteligente y muy sensible, romántico. A mí me parece que entiende muchas más cosas de las que deja entrever. A veces me maravilla y consigue que se me encoja el corazón.
—Sí —asiento, pero pienso que se trata de los pensamientos naturales de cualquier madre.
Babi sigue con la mirada a su hijo, que ha llegado junto a la tata, ha cogido la bicicleta y se ha montado en ella; intenta pedalear y al final lo consigue, recorre un trecho de camino sin caerse.
—¡Muy bien! —Babi aplaude.
Está encantada por esa hazaña que le parece magnífica, luego se vuelve hacia mí y me pasa el paquete.
—Toma. Ya puedes abrirlo.
Es verdad. Se me había olvidado. Y por un instante incluso me ruborizo.
—¡No es un libro ni un arma! ¡Vamos, ábrelo!
Entonces lo desenvuelvo y, cuando quito el papel de seda que de alguna manera lo protegía, encuentro una camiseta XL, mi talla, con el cuello blanco. Me fijo mejor. No me lo puedo creer. Es de rayas azul marino y celeste, idéntica a la que lleva su hijo. Entonces levanto la mirada hacia ella y veo que se ha puesto seria.
—Sí. Bueno, así es. Quizá por eso nunca te he echado de menos.
Y siento que me falta el aire.
—¡Mamá, mira, mira qué bien lo hago!
El pequeño pasa por delante de nosotros y sonríe, con el pelo al viento, pedaleando en su pequeña bicicleta. Lo miro y él se ríe y, por un instante, quita la mano del manillar y me saluda.
—¡Adiós, Step!
Y luego vuelve a cogerlo rápidamente con fuerza, para que no se le escape, para no caerse al suelo. Regresa hacia la tata y desaparece así, del mismo modo que ha aparecido en mi vida. Sus ojos, su boca, su sonrisa, tiene un aire a mi madre y aún más a las fotos del álbum familiar de cuando yo era pequeño. Entonces Babi me toca de nuevo la mano.
—¿No dices nada? ¿Has visto qué guapo es tu hijo?