Tres veces tú

Tres veces tú


Once

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ONCE

Un rayo ha entrado en mi vida partiéndola por la mitad. Tengo un hijo. Y pensar que siempre ha sido uno de mis deseos más profundos. Estar unido a una mujer, sin duda con una promesa de amor o con un matrimonio, y con un hijo. La unión de dos personas en la creación, ese instante casi divino que se manifiesta en el encuentro de dos seres, en una mezcla que gira vertiginosamente, que decide detalles, matices, colores, que da pinceladas aquí y allá en un pequeño cuadro futuro. Ese increíble puzle que, pieza a pieza, se va componiendo para después brotar un día del vientre de la mujer. Y desde allí alzar el vuelo como una mariposa, o una paloma, o un halcón, o un águila, hacia quién sabe qué otra increíble vida, tal vez distinta de quienes la han creado. Ella y yo. Tú y yo, Babi. Y este niño. Intento articular algo sensato.

—¿Qué nombre le has puesto?

—Massimo. Es nombre de líder, aunque por ahora solo ha conseguido gobernar una bicicleta.

Pero ya es una victoria.

Se ríe, se muestra serena y respira el aire perfumado que nos rodea, y se suelta el pelo al viento que en realidad no hace. No busca perdón, ni compartir, ni una absolución. Y, sin embargo, es nuestro hijo. Y en un instante regreso a seis años atrás, a aquella noche, a aquella fiesta en una magnífica villa a la que me llevó mi amigo Guido. Camino entre la gente, cojo al vuelo un vaso de ron, un Pampero, el mejor. Luego me soplo otro, y otro más. Y con las notas de Battisti en la cabeza, deambulo por la sala. «¿Cómo puede una roca detener el mar?»[1]. Ni siquiera ahora sé responder a esa pregunta. Me acerco a un cuadro, una naturaleza muerta de Eliano Fantuzzi; recuerdo que me atrajo la gran sandía cortada sobre la mesa, poco definida, como su pintura, donde todo aparece como si lo viera un miope sin gafas, casi difuminado, con ese verde, ese rojo no demasiado oscuro y ese blanco y esos puntos negros que deberían ser pepitas. Y de golpe me viene a la cabeza Babi, inclinada hacia delante con la tajada de sandía en las manos, riendo, y aparece su rostro en medio del rojo, en la mitad exacta, sin titubeos. Es verano, estamos en corso Francia, por la parte de Fleming, al final del viaducto, debajo de la última águila. Hace calor, es de noche, ese quiosco está siempre abierto y un poco más allá hacen salchichas, se adivina por el olor y por el humo blanco, espeso, denso, que sale de las brasas como si se tratara del tan esperado resultado de la elección de nuevo papa. Y oímos el chisporroteo del aceite de las salchichas, cuyo olor nos queda pegado, aunque por suerte el viento lo barre, o al menos nos engañamos pensándolo.

—¡Hola, Step! Coged, coged, luego pasamos cuentas… —Y saludo a Mario con una sonrisa y Babi se lanza sobre la tajada de sandía sin que se lo tengan que repetir.

—Ah, muy bien, has elegido la más oscura, la más madura…

—Sí, pero si quieres te doy un trozo.

Y me hace gracia que quiera consolarme así.

—¡No, cogeré una entera para mí, glotona!

Doy un bocado a mi tajada de sandía, un poco más clara, pero igualmente rica, jugosa, como la espléndida noche que estamos viviendo. Babi come de derecha a izquierda, parece una ametralladora, y se divierte escupiendo alguna pepita que se le queda en la boca.

—¡Pfff! Así, como Julia Roberts en Pretty Woman.

—¿Cómo? —Me río divertido—. ¿Qué quieres decir?

—Idiota… Cuando escupe el chicle.

Sí, así éramos, la belleza de una noche de mediados de verano. Y mientras me acuerdo de ella, como un eco de aquella fiesta, de la habitación de al lado me llega una risa familiar; la escucho con más atención y cambio de expresión. No me cabe duda. Es ella. Babi. Es el centro de atención, se ríe y hace reír mientras cuenta algo. De modo que dejo el vaso, camino entre la gente, avanzo entre personas desconocidas, entre camareros que pasan por mi lado, casi a cámara lenta, y entonces la veo bien: está sentada en el apoyabrazos de un sofá en medio del salón. No me da tiempo a retroceder, a mezclarme con los demás, a pocos metros de mí, cuando ella se vuelve, como si hubiera notado algo, como si su corazón, su mente o quién sabe qué misteriosa razón la hubieran invitado a hacerlo. Su rostro se tiñe de estupefacción y luego de felicidad.

—¡Step…, qué alegría!, pero ¿qué haces aquí?

Se levanta y me besa suavemente en las mejillas y me quedo casi embobado, me coge del brazo y me siento transportado ante algunas personas sentadas alrededor de ese sofá. Borracho, no entiendo nada, solo sigo su Caronne.

Pero ¿qué estoy haciendo aquí? ¿Por qué he venido? Babi… Babi… Paseamos y conocemos a otras personas y de vez en cuando pica algo de la mesa del bufet o de las bandejas de los camareros; me acuerdo de que llevo el teléfono y lo saco del bolsillo, lo pongo en silencio y lo hago desaparecer olvidándome de él. Y ahora le sonrío y cojo al vuelo una copa de champán.

—No, disculpe…, dos.

Casi me sabe mal que no haya pensado en ella enseguida, y se la ofrezco.

—Perdóname…

—No pasa nada. —Y se la bebe mirando desde detrás de la copa, con esa mirada que conozco bien—. Me alegro de verte.

—Yo también.

Me sale casi sin yo quererlo. Se bebe el champán de un solo trago. Y luego deja la copa en el alféizar de una ventana.

—¡Oh, esta canción me gusta muchísimo! Me voy a bailar. ¿Me miras, Step? Muevo un poco el esqueleto y luego nos vamos juntos, por favor, espérame… —Y me da un beso en la mejilla, pero lleva tanto ímpetu que me toca también los labios. Y se va corriendo. ¿Ha sido casualidad?

Baila entre la gente, da vueltas sobre sí misma con los ojos cerrados, está sola en el centro de la terraza, abre los brazos al cielo y canta la letra de la canción a voz en cuello. Semplicemente, de los Zero Assoluto[2]. De modo que me termino yo también el champán y dejo la copa al lado de la suya, y querría marcharme, sí, ahora me voy, desaparezco, a lo mejor se enfada, pero es mejor así. Casi no me da tiempo a moverme cuando ella me coge del brazo.

—Esta canción me encanta. «… e le passioni che rimangono… semplicemente non scordare… nananana! Semplice come incontrarsi, perdersi, ritrovarsi, amarsi, lasciarsi, poteva andare meglio può darsi… Semplicemente.» «… y las pasiones que perduran…, simplemente no olvides…, ¡nananana! Tan simple como encontrarse, perderse, reencontrarse, amarse, dejarse, podía ir mejor, puede ser… Simplemente». —Me abraza, me estrecha con fuerza y casi me lo susurra—. Parece escrita para nosotros. —Y se queda callada entre mis brazos, pero yo no sé qué hacer, qué decir.

¿Qué sucede, Babi? ¿Qué está pasando?

Ella me coge de la mano y me saca de aquella fiesta casi terminada, fuera de la villa, al otro lado del césped, del sendero, de la verja, a su coche, a la noche. Hicimos el amor como si nos hubiéramos reencontrado, como si desde ese momento ya nada pudiera cambiar. Como una señal del destino, como si esa fiesta marcara una fecha, un porqué, una reanudación. Empieza a llover y ella me hace salir del habitáculo, ya lleva la blusa desabrochada, quiere hacer el amor bajo la lluvia. Se deja acariciar por el agua que cae y por mis besos sobre sus pezones mojados. Bajo la falda está desnuda, es sensual, atrevida, libidinosa. Me dejo llevar, Babi me cabalga, me aprieta fuerte y me aferra y yo pierdo cualquier control. Me susurra: «Sigue, sigue, sigue», y se separa cuando ya me he vaciado dentro. Se desploma sobre mí y, en el momento en que me da un beso ligero, me siento culpable. Gin.

Al volver al coche sus palabras son más afiladas que un cuchillo:

—Voy a casarme dentro de unos meses.

Eso me dijo Babi, todavía con el ardor de haber estado juntos, de mis besos, de mi sexo, de nuestros suspiros.

—Voy a casarme dentro de unos meses.

Como una canción que suena en bucle.

—Voy a casarme dentro de unos meses.

Fue un instante, se me encogió el estómago, me faltaba el aire.

—Voy a casarme dentro de unos meses.

Me pareció que esa noche todo acababa. Me sentí sucio, estúpido, culpable, por lo que decidí contarle la verdad a Gin. Le pedí perdón porque quería borrar a Babi de mi vida y también a ese Step borracho de ron y de ella. Pero ¿existe perdón para el amor?

—¿Estás intentando saber cuándo fue?

La voz de Babi me devuelve al presente.

—No creo que haya muchas dudas, ni posibilidad de equivocarse. Fue la última vez que nos vimos. Cuando nos encontramos en aquella fiesta.

Y me mira con malicia. Parece que vuelve a ser la chica de entonces. Casi me resulta doloroso apartar los ojos de ella, pero debo hacerlo, sí.

—Había bebido.

—Sí, es verdad. Quizá por eso tus besos parecían todavía más apasionados. No tenías control. —Después se queda callada—. Fue aquella noche. —Y esboza media sonrisa, esperando compartir conmigo su afirmación. Si no fuera porque inmediatamente después tiene que añadir algo cruel. De modo que baja los ojos, como si fuera más fácil dirigirse al suelo, a esa sorda grava que rodea nuestros pies. Y empieza una extraña plegaria—. Sabía que te habías quedado dentro de mí o que, en todo caso, algo había pasado, se había perdido… o recuperado. Pero estaba segura de que, si te hubiera seguido, mi vida habría dado un giro, habría cambiado mi elección, echando por tierra la decisión que había tomado. La pasión y la vida cotidiana son dos cosas distintas. Mi madre siempre me lo decía: después de unos años, todo queda excepto la pasión. ¿Te acuerdas de lo mucho que discutíamos en los últimos tiempos? Estábamos creciendo de maneras distintas.

Es verdad, nos enfadábamos a menudo, ya no la reconocía, tenía miedo de perderla y no sabía cómo retenerla. Esas olas que nos habían arrastrado nos estaban arrojando a un terreno más inseguro, más frágil. Por lo menos, así era como yo me sentía.

—Así que al día siguiente estuve con él. Me costó muchísimo, porque todavía tenía tu olor pegado, pero tuve que correr una cortina de humo. Después lloré. Sentí el vacío, la melancolía, el sinsentido. Me habría gustado ser libre para decidir sobre mi vida… Y no era libre, no sabía qué decidir.

Levanta el rostro, se vuelve hacia mí, noto que me mira, pero yo fijo la vista en el suelo. Luego también yo levanto la cabeza y miro a lo lejos, lo más remotamente posible. ¿Qué quiere decir «ser libre para decidir sobre mi vida»? Pero si tu vida no es tuya, ¿de quién es? ¿De quién puede ser?

¿Por qué Babi siempre ha tenido esas extrañas ideas, que, la verdad, nunca he entendido? Como si su vida estuviera condicionada por alguien o por algo, como si perteneciera a los demás, como si no lograra vivir hasta el fondo sus deseos, ser realmente ella misma. Solo en algunos momentos me parecía independiente, divertida, libre y rebelde: cuando perdíamos el sentido del tiempo al regresar a casa y de las obligaciones de la escuela y los exámenes, cuando estaba conmigo y decía que me quería y me estrechaba con fuerza, y cuando hacíamos el amor y enroscaba las piernas detrás de mi espalda, para ser más mía, para no dejarme marchar. Como aquella noche.

—¿Por qué piensas que puede ser mío? —Pero nada más acabar la frase lo veo venir montado en su bici.

Corre lanzado, de pie sobre los pedales, se desliza de una forma extraña, haciendo una especie de derrape, a su manera. Al final la bici se le cae al suelo, aunque él se queda de pie, y nos mira un poco abochornado.

—Mamá, es que a ese niño le ha salido. —Señala con la barbilla hacia alguna parte a su espalda.

—¡A lo mejor es que va en bici desde hace más tiempo! Para ti es el primer día.

Y al oír esa explicación, vuelve a estar orgulloso y convencido.

—Es verdad, quiero intentarlo otra vez. —Después, como acordándose de mí, dice—: Step, ¿tú sabes montar en bicicleta?

—Sí, un poquito.

—Ah… —Parece satisfecho.

Y, como si no fuera suficiente, Babi añade:

—Es modesto: monta muy bien, sabe hacer cosas con la bicicleta que ni te imaginas…

—¡Qué guay! —Me sonríe mirándome desde una perspectiva distinta—. Pues entonces tienes que volver a venir al parque y traerte tu bici, así me enseñas. —Y, después de esa última frase, para no esperar una respuesta, para no recibir un «No» y quedar decepcionado o por cualquier otro motivo, sale corriendo.

Babi se queda mirándolo.

—¿Todavía tienes alguna duda de que no sea hijo tuyo? Es idéntico a ti, en todo y para todo, también en lo que hace. Solo hay una cosa en la que es un poco distinto.

Y de repente es como si me despertara, me vuelvo enseguida hacia ella, con una curiosidad como quizá nunca he tenido.

—¿Cuál?

—¡Es más guapo! —responde, y estalla en una carcajada, contenta de haberme tomado el pelo, y cierra los ojos, echa la cabeza hacia atrás y mueve las piernas, y el vestido se le levanta, mostrándolas, ahora sí, en todo su esplendor.

Es hermosa. Es preciosa, es más mujer, es más sensual, pero también es madre. ¿Será eso lo que la hace más deseable? Y me vuelven a la mente sus palabras de antes: «Tuve que correr una cortina de humo». Y de manera extraña, eso me excita, y justamente por eso me siento culpable. Después Babi deja de reír y me coloca una mano sobre el brazo.

—Perdona, no sé qué me ha dado.

Se pone seria, aunque se echa a reír de nuevo. No obstante, intenta parar, y en silencio hace stop con la mano, como diciendo: «Espera, ahora lo consigo». Y, en efecto, hace un último amago de reír y después para.

—Ya está, me pongo seria. —Recupera el aliento—. No sabes qué contenta estoy, me he imaginado este momento cada día desde que nació. No quería más que encontrarte, que lo vieras, compartirlo contigo, cada día que lo he tenido en brazos, que lo amamanté, que lo acuné, que lo dormí, que volví a amamantarlo, de noche, sola, al amanecer. Sí, en cada uno de esos momentos tú estabas conmigo. —Y me mira conmovida, con los ojos llenos de lágrimas—. Por eso no te he echado de menos, porque nunca te has ido.

Me quedo callado y miro la camiseta idéntica a la de Massimo, nuestro hijo. Entonces Babi se levanta. Deja un papel sobre la mesa y dinero en la cuenta que nos han traído. No me da tiempo a decir nada. Lo hace todo ella.

—Déjame que invite yo… En el fondo, he sido yo quien esperaba que nos encontráramos. Aquí tienes mis números. Llámame cuando quieras. Me gustaría que volviéramos a vernos. Tengo muchas cosas que contarte.

Y se marcha así, de espaldas. Y me viene a la cabeza esa canción de Baglioni: «E quel disordine che tu hai lasciato nei miei fogli, andando via così, come la nostra prima scena, solo che andavamo via di schiena…». «Y ese desorden que has dejado en mis papeles, marchándote así, como en nuestra primera escena, solo que salíamos de espaldas…»[3]. Por otra parte, siempre he odiado esa canción, quizá porque siempre he temido que a mí también me llegaría ese momento. Y así es ahora. «Se c’è stato per davvero quell’attimo di eterno che non c’è…». «Si de verdad ha habido ese instante de eternidad que ya no está…[4]». Y la veo meter la mano entre los cabellos de ese niño, oscuros como los míos. Y miro a esa mujer, su cazadora vaquera encima de ese vestido blanco con dibujos rojos, azules y celestes, que semejan veleros y sombrillas, parecido a esos vestidos que estreché entre mis brazos una infinidad de veces, y, sin embargo, todavía no me resultaba suficiente.

Pero ¿habrá alguna vez un momento en que me sienta saciado de tu amor? Pase lo que pase, aunque un día por fin te tuviera toda para mí, ¿se aplacaría esta hambre que tengo de ti? Pero me contesto que no, nunca te tendré lo suficiente.

Estoy condenado. Babi ha sido hecha aposta para mí, es todo lo que no logro entender, elimina cualquier razón, me quita la posibilidad de ser decidido, determinado, severo, quizá de estar enfadado. Y sigo mirando cómo te marchas así, de espaldas, con tu andar que es solo tuyo, y a pesar de que han pasado seis años, nunca te he olvidado, y tal vez nunca te olvide. Tu trasero, tus piernas ya ligeramente bronceadas y esos zapatos azules, altos, de cuerda o corcho tal vez, que acompañan cada uno de tus pasos. Y tú no te vuelves, pero lo hace ese niño, levanta la mano y me saluda y me sonríe, haciéndome todavía más daño del que he sentido hasta ahora.

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