Tres veces tú
Veinte
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VEINTE
Cada mañana me planto delante de su portal. Llego antes de las ocho, así Gin sabe que estoy ahí.
Tiene que saber que la quiero, que me he equivocado, y aunque el tiempo no baste para borrar mi error, quizá al menos podrá perdonarme. De modo que aquí sigo. Cuando Gin no sale y se queda en casa, sé que me mira desde la ventana. La gente que vive alrededor me observa con curiosidad, no me conoce como Step, sino como «Ese que está ahí». La otra mañana pasó una madre que llevaba a su hijo de la mano. Cuando llegaron a mi lado, el niño me señaló con la mano libre.
—Mamá, es el señor que siempre está esperando.
La mujer lo zarandeó un poco, tirando de él.
—Calla.
—Pero es él, lo he reconocido.
Me dieron ganas de reír. Hablan de mí en las casas del vecindario. Mario, el quiosquero, ya me saluda afablemente. He descubierto que Alessia, la chica que cada mañana saca al perro a pasear, es abogada. Luego están Piero, el florista; Giacomo, el panadero; Antonio, el reparador de neumáticos.
Todos me saludan, pero ninguno ha tenido valor para preguntarme por qué estoy aquí. Y ya ha pasado un mes. Hoy Alessia ha perdido el perro, se le ha escapado; iba a cruzar la calle justo cuando venía un coche, pero he conseguido pararlo. Me he echado encima de él con las dos manos alrededor del pecho y lo he abrazado. Es un golden retriever rubio, grande, fuerte, pero he podido sujetarlo.
Alessia llega corriendo.
—¡Ulisse! ¡Ulisse! ¡Te lo he dicho mil veces! —Y le engancha la correa al collar—. ¡No debes alejarte! ¡¿Lo entiendes?! —le grita con la mano levantada delante del hocico, si bien Ulisse mira hacia delante, impasible—. ¿Lo entiendes? ¿Lo entiendes sí o no? —Entonces se calma y se dirige a mí—: Este siempre hace lo que quiere…
«Ah, pues tú, poniéndole Ulisse, ¿qué esperabas?». Pero no se lo digo, todavía está demasiado asustada para entender que es solo una broma estúpida.
—Gracias de todos modos… —dice, y se le dibuja una sonrisa—. Me llamo Alessia.
Sé su nombre porque su madre, cada mañana, le grita desde la ventana que le compre cigarrillos.
—Step —respondo, y le estrecho la mano.
Se queda un momento pensando y luego se encoge de hombros.
—¿Puedo invitarte a un café? Venga, me encantaría.
Me ve indeciso.
—O lo que quieras tomar, ¿eh?…
—Un café es perfecto.
Cruzamos la calle para entrar en un bar cuando se asoma su madre, que, sin buscarla siquiera, grita hacia el barrio:
—¡Alessia!
—Los cigarrillos —contestamos los dos a coro.
—Sí, mamá, de acuerdo. —Después se vuelve hacia mí—: Le gusta fumar, ¿sabes?
—No…
En el bar nos acoge la cara redonda de Franco.
—¿Nos pones dos cafés? Step, ¿tú cómo lo quieres?
—Un cortado largo y con la leche caliente, sin azúcar.
Se lo repite y luego añade:
—Y para mí, como siempre, gracias.
Alessia acaricia a Ulisse y me hace la única pregunta posible:
—Te veo todos los días aquí abajo. ¿Es una apuesta o tienes que hacerte perdonar algo? —Y me lo dice con la sutileza típica de los abogados. Luego añade—: Sea lo que sea, si quieres, te echo una mano; lo que has hecho por Ulisse ha sido una pasada… —Y lo acaricia todavía más fuerte debajo del cuello.
—No puedes ayudarme, pero te lo agradezco.
Hace un día precioso, el cielo está despejado, es una extensión de azul, y nos quedamos en la puerta del bar.
Alessia lleva en la mano su café corto y yo juego un poco con Ulisse, que no tiene ningunas ganas de volver a casa. Sin embargo, Alessia está a punto de encerrarlo, tiene un juicio a las once.
Cuando me dispongo a despedirme de ella, Gin aparece al otro lado del paso de peatones, mira a su alrededor, se sorprende de que no esté, y cuando me ve entorna los ojos y no pone muy buena cara.
Alessia se da cuenta.
—En vez de ayudarte me parece que he complicado las cosas. —Y lo dice con un leve pesar.
—No te preocupes.
—¿Sabes?, en estos casos, pensar que hay otra a lo mejor puede mejorar la situación…
Entonces coge a Ulisse, tira de él y me mira levantando la cabeza y encogiéndose de hombros.
—Bueno, espero que todo vaya bien, me alegro de haberte conocido; de un modo u otro, volveremos a vernos. En cualquier caso, lástima… —Me sonríe sin añadir nada más y desaparece por la calle en dirección al estanco.
No sé qué habrá querido decir. Pero tampoco me interesa mucho. Solo sé que ahora también conozco a Franco, el del bar, que prepara un excelente café.
Al día siguiente vuelvo a estar allí, en el lugar de siempre, cuando Gin sale del portal. Va con su madre. Entonces me ve y dice algo. Su madre asiente. Gin se encamina hacia mí con decisión y seguridad. Su paso no promete nada bueno. No ríe, no deja de mirarme, cruza la calle sin ni mirar si viene algún coche. Tiene suerte, no viene ninguno; camina tan deprisa que en un instante ya está delante de mí, me arrolla, en cualquier momento me dará un coscorrón. Luego, con el rostro pegado al mío, me demuestra toda su rabia.
—¿Y bien? ¿A ella también te la tiraste?
Se me escapa una sonrisa idiota, pero la verdad es que no sé realmente qué cojones hacer.
—¿A quién? —Y, mientras lo digo, comprendo que debería haber conducido la discusión en otra dirección del todo distinta.
—¿A quién? A ella. ¡Es evidente, no a la otra! A ella, a Alessia, la abogada. La conozco desde que era pequeña. Vive en el segundo piso del edificio de al lado del mío. Lleva tres años saliendo con un médico, pero lo engaña con uno más joven, un gilipollas que se llama Fabio, uno como tú.
Cierro los ojos y decido intentarlo:
—Perdóname.
—¿Perdóname por la que te tiraste primero o perdóname por la que te tiraste ayer? No, explícate.
Así sé qué disculpas debo tener en cuenta.
Veo que está herida, enfadada, como nunca lo ha estado. Tiene el rostro contraído, marcado, casi parece más anguloso. Y todo es por culpa mía.
—Perdóname, Gin…
Pero no me deja hablar.
—Podrías haberlo pensado antes. ¿No sabías que me sentaría mal? ¿Qué imaginabas? ¿Que habría aceptado tu traición como si nada? Ya sabías cuánto tiempo llevaba esperándote, ¿no? —Tiene lágrimas en los ojos, se han acumulado en la parte inferior, como un inmenso dique a punto de reventar.
—En serio… No sé qué me pasó, te lo juro, me gustaría volver atrás y no haber hecho lo que hice.
—No sabes resistirte a ella, esa es la verdad. Pasará lo mismo cada vez que te la encuentres… —Noto una amarga resignación en sus palabras.
—No. Te equivocas, Gin. Solo fueron las ganas de demostrar que todavía era mía. Y, en cambio, todo había acabado y me di cuenta…
—¿Mientras te la tirabas?
Gin nunca me había hablado así, su rabia la transforma, la vuelve mala como nunca lo ha sido.
—Lo nuestro podría haber sido un amor precioso, sin embargo, has elegido no quererme, no era bastante para ti. Lo has estropeado todo. Ahora ya, de todos modos, será imperfecto.
Y se marcha antes de echarse a llorar. Alcanza a su madre y empiezan a caminar en silencio, sin decirse nada. A su madre le ha bastado con mirarla un instante para comprender que ninguna palabra podría consolarla. Luego se vuelve y me mira. Tiene en el rostro la misma expresión de aquella mañana en que me dejó entrar con un ramo de rosas. Mi primer intento de hacer que Gin me perdonara. Dejé las flores sobre la mesa de su habitación y allí encontré sus diarios. La verdad de Gin, su sueño, oculto a todos. Y ese sueño era yo. Me amaba desde hacía tiempo, conocía mi historia con Babi, sabía muchas cosas de mí, también que había estado en Estados Unidos porque había conseguido hacerse amiga de mi madre. Sí, hasta de mi madre. Después, nuestro primer encuentro, en el autoservicio de la gasolinera, de noche, cuando me robó la gasolina. Yo creí que todo había ocurrido por casualidad y, en cambio, ella había planeado cada detalle. Gin y su paciencia de mujer.
Gin y el amor absoluto. Gin y su gran sueño… Y yo lo destruí en una noche. Le dirijo una última mirada a su madre. Ella me observa sin reproches, sin juzgarme, tal vez quiera entender lo incomprensible, comprender el dolor de su hija, que parece inmenso, tan grande que no tiene el valor de preguntarle… Pero si me ha visto a mí y lo que ella me ha gritado pegada a mi cara, sabe que tiene que ver con una decepción, que es culpa mía, por un error. Aunque ¿es tan grande como para ser imperdonable? ¿No significa quizá renunciar a la posibilidad de ser felices? Y precisamente en esa mirada que me acompaña me parece entrever estas reflexiones. Y luego algo me hace pensar que tal vez ella sea la última carta que me queda por jugar.