Tres veces tú
Veintiuno
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VEINTIUNO
Al día siguiente.
Son casi las diez y media cuando Gin sale de casa y yo salgo de mi escondite, un árbol detrás del que me he quedado para que no me viera. No me he encontrado ni con Franco, ni con Alessia ni con nadie. Gin lleva unas Ray-Ban oscuras, una chaqueta negra y el pelo recogido en una coleta.
Normalmente no lleva gafas, y el sol, hoy, tampoco es deslumbrante, pero quizá es la única forma de no mostrar las huellas de la noche que ha pasado maldiciéndome, quién sabe. Su manera de llorar es única. Me parece que nunca he visto a nadie llorar como ella, en silencio, con las lágrimas cayendo una tras otra sin que tengan intención de detenerse. Es imparable, como si de verdad se liberara de todo el dolor que siente. Hasta ahora el motivo de ese llanto no había sido yo, sino Francesco, su noviete, como ella lo llamaba, justificando con ese apelativo todos mis inútiles celos. Francesco había sido su primer y único novio, el más capullo de todos, por eso todavía lo recordaba. Convirtió la belleza de ese primer amor en el peor error de su vida. Aquella noche se despidieron de una manera algo apresurada y ella regresó a casa para seguir estudiando. Pero algo le rondaba por la cabeza, de modo que intentó llamarlo, pero su móvil sonaba sin que lo cogiera. Fue a buscarlo al Gilda, el local donde podría haber ido. Cuando Gin lo contaba empezaba a sollozar, de rabia, me aseguraba ella, «porque fue un verdadero cabrón», añadía, «traicionó mi confianza». Un sexto sentido la condujo a casa de Simona, una amiga suya, que, sin embargo, a Ele no le gustaba nada, ya que siempre decía: «Mira que eres tonta fiándote de esa». Después, a las cuatro menos cuarto de la madrugada, el portal de casa de Simona se abrió y apareció Francesco como el peor chico que hubiera existido en la Tierra. Gin sintió que un dolor enorme la atravesaba, y un instante después decidió que la única manera de resarcirse era vengarse de quien no había respetado las reglas del amor. Estaba en su coche, soltó el embrague y salió disparada contra el Mercedes 200 SLK de Francesco. Un golpe increíble que le acertó de lleno; en un lateral y en la puerta. Gin también es eso: amor y rabia, orgullo y lágrimas. En el fondo, creo que la cicatriz del recuerdo de Francesco todavía le dolía, por eso empezó a llorar silenciosamente y a decirme: «No me hagas nunca nada así, no podría aguantarlo otra vez». Le besé el rostro todavía mojado y fuimos a Monti. Era la inauguración de la tienda de una amiga y se distrajo un poco entre bolsos de neopreno, cinturones de colores y pendientes con señales de tráfico, otros de bola o con largos colgantes de todos los matices posibles.
Se detuvo ante un par de pendientes hechos de papel con dibujos con sabor oriental, se los probó y se le iluminó la cara, pero al final decidió no comprarlos. Lástima, estaba guapísima con esos pendientes largos. Luego se encontró a una amiga suya y se saludaron besándose con mucho afecto.
Se llamaba Gabriella, iban juntas a clase, pero ella era mejor estudiante, me dijo riéndose. Siguieron charlando, reían y bromeaban acerca de qué había sido de algunas amigas comunes, sobre cómo habían cambiado, sobre qué hacían, y las dos se quedaron sorprendidas de que una tal Pasqualina por fin se hubiera prometido. La miraba de lejos y hablaba muchísimo, parecía que no iba a parar nunca; de vez en cuando movía las manos. Por fin se había alejado de aquella tristeza que la había arrollado. Gin escuchaba divertida a su amiga y al final soltó una risa preciosa. Ya estaba, la tristeza se había marchado del todo. Un poco como ocurre con los niños, que pasan del llanto a la risa sin darse cuenta. Me miró desde lejos y luego también me sonrió y parpadeó un poco, como queriendo decir «Todo va bien, estoy mejor, gracias»; por lo menos, es lo que me pareció entender.
Cuando llegamos a su casa ya era de noche. Bajó de la moto y me abrazó con fuerza. Me estrechó un buen rato y me susurró al oído:
—Gracias, has sido muy bueno.
Y nos quedamos mirándonos fijamente. A continuación, sacudió la cabeza.
—No sabes cuánto te quiero, Step.
Pero no me dio oportunidad de contestarle. Salió corriendo y entró en el portal sin volverse siquiera, como si casi se hubiera avergonzado de su declaración.
Es cierto. Quizá en realidad no lo supiera. Tiene una manera muy suya de amar.
Cuando llegué a casa, me sonó el móvil.
—¡Cariño! —Me arrolló con su entusiasmo—. ¡No tenías que hacerlo!
—¿Cómo?
—¡Idiota! ¡Eran muy caros!
—Creo que te equivocas; me gustaría, pero por desgracia debe de tratarse de un detalle de algún otro admirador tuyo.
Se rio como una loca.
—¡A lo mejor no te has dado cuenta, pero en esa tienda como posible admirador solo estabas tú!
¡Los demás eran mujeres o gais!
Yo también me eché a reír, no me había fijado; la había estado mirando solo a ella todo el tiempo, esperando que consiguiera disolver ese dolor.
—Me encantan, quería comprarlos, pero costaban demasiado.
Y en ese momento me llegó una foto. Era ella con los pendientes que le había puesto en el bolsillo de la cazadora. Había escrito:
¿Te gustan? ¡A mí, mucho, casi tanto como tú! Y no por estas traidoras sorpresas.
Luego la oí de nuevo reír al teléfono.
—¿Te ha llegado? A lo mejor después te mando una sexi y medio desnuda como premio. Hoy has estado realmente perfecto.
Y colgó. Bueno, me alegré. Se sentía mejor. De modo que decidí ir a la cocina y tomarme una cerveza, disfrutar de un poco de relax, quizá estar un rato frente al ordenador o ver una película, cuando de repente el móvil sonó. Era un mensaje, una foto. Y me quedé sorprendido. Ella y sus pudores. Ella y su timidez. Ella y su candor. Estaba en penumbra pero desnuda, solo llevaba los pendientes bien iluminados. Debajo de la foto había escrito:
Solo para ti, para siempre.
Me entraron ganas de ella, de modo que decidí responderle:
Me gustaría estar ahí. Para quitarte hasta los pendientes y poder amarte ahora.
Me mandó enseguida un corazón.
Bueno, esa es Gin. Aquella noche solo se sobrepuso a su dolor al sentirse amada.
Pero hoy, ¿cómo podré hacer que se sobreponga? Esta vez el culpable soy yo, debo hacer que vuelva a creer de nuevo en mí.
De modo que llamo a la puerta y me preparo algo que decir. Solo me viene a la cabeza: «Tiene que ayudarme». Quizá sería mejor: «Gin es estupenda y yo soy un gilipollas», sería la pura verdad, pero creo que me cerraría la puerta en las narices y no querría seguir escuchándome. Me quedo callado, con la cara contra esa puerta cerrada, y pienso en otras posibles frases. Pero no se me ocurre nada. Hay momentos en la vida que parecen interminables. Este es uno de ellos. Entonces oigo unos pasos acercándose que al final se detienen detrás de la puerta.
—¿Quién es?
—Stefano Mancini.
—¿Quién?
Bueno, vaya. Peor aún. Ni siquiera sabe quién soy. A continuación, la puerta se abre y aparece la señora que sale a menudo con Gin: su madre.
—Buenos días, señora, soy un amigo de su hija…
—Ya sé quién eres.
Me quedo en silencio. Me siento morir. Joder, en la vida me he dado de puñetazos con tipos que eran el doble que yo y no he sentido nada y, en cambio, ante la mirada de esta mujer estoy como un flan.
—Eres Step, ¿no? Mi hija me ha hablado de ti.
—Sí, soy yo. Y ¿qué le ha dicho Gin?
—Que no abra. —Luego me sonríe—. Pero ya lo he hecho…