Tres veces tú
Veinticinco
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VEINTICINCO
La puerta automática se abre y entro en el patio con mi Smart. Vivo en la Camilluccia, en un pequeño chalet de un complejo residencial. El jardín está iluminado, los jazmines, las rosas blancas y la buganvilla de la fachada de la casa inundan el espacio cuando salgo del coche.
Por las ventanas del primer piso entreveo el salón y la cocina, las únicas dos habitaciones con la luz encendida. Subo rápidamente la escalera, abro la puerta y oigo su voz:
—Cariño, ¿eres tú?
—Sí, ya he llegado.
Dejo las llaves del coche y de casa sobre la mesa de la entrada, me quito la americana y veo a Gin acercarse con su preciosa sonrisa, luminosa como siempre, radiante, llena de alegría, y me abraza con fuerza.
—¡Por fin has llegado! Siéntate ahí, quiero enseñarte una cosa.
Entonces desaparece en la cocina, aunque sigue hablando:
—¿Y bien?, ¿qué tal te ha ido en el gimnasio?
—¡Bien! Como te he dicho por teléfono, un chico ha intentado tumbarme, pero no lo ha conseguido. Como ves, estoy entero.
—¿Y en el trabajo?
—Bien.
Pongo en marcha un recopilatorio de música de jazz y me siento en el sofá. No le cuento los acontecimientos: el contrato que he cerrado, ni tampoco lo de la secretaria cómplice, su acuerdo con Babi, mi absoluta tranquilidad al ir a esa exposición, la increíble sorpresa al encontrarla allí creyendo que era una broma del destino, en lo extraña que es la vida. Y, en cambio, haber descubierto que todo estaba organizado, que la gente entra y sale de tu vida sin pedir permiso, sin llamar… ¿La gente? No, ella. Ella, que desapareció de un día para otro sin avisar, ha pasado solo a saludar, para darme una noticia, pero nada especial, ¿eh?, algo así como: «¿Sabes?, tienes un hijo…».
—Toma, tu cerveza.
Gin interrumpe el vaivén de mis pensamientos, está delante de mí con una Bud y una copa. Yo me la bebo directamente de la botella.
—Hay costumbres que no cambiarás nunca… —Asiento y le doy un trago todavía más largo, y me siento culpable y, por si no fuera suficiente, Gin está extrañamente intrigada.
—Pero ¿qué ha ocurrido en el trabajo? Parecías un poco raro.
La miro y, por un momento, me gustaría contárselo todo. En cambio, le sonrío y tan solo le contesto:
—Oh, nada importante…
Y me pregunto cuántas veces se le dice a la gente «Oh, nada importante…» y, sin embargo, detrás hay un mundo entero, tantísimas cosas que ya no podría haber más. Y entre lo que pienso que podría decirle a Gin y lo que en realidad le diré, dejo pasar una sonrisa. Sí, sonrío con la máxima ligereza, sin mostrarle que mi vida ha cambiado de forma inevitable. Y, quizá, también la suya.
—Bueno, ¿estás preparado? —pregunta provocándome divertida—. Debes tomar algunas decisiones y ahora tienes que demostrar aquí también lo hábil, brillante y decidido que eres en el trabajo.
—Y ¿quién te ha dicho que soy así en el trabajo?
—Tengo mis informadores.
Pienso que es evidente que no será la secretaria, y sonrío.
—Ah, claro, Giorgio. Pero él tiene una excelente opinión de mí, distorsionada por algún motivo.
—¿Crees que es gay?
Gin parece sinceramente preocupada.
—¡Claro que no, estaba bromeando!
—Ah, bueno. ¡Entonces espera aquí!
Ni siquiera tengo tiempo de tomar otro trago de cerveza cuando Gin aparece de nuevo con unos folletos.
—Aquí está. Estos días que he ido a casa de mis padres he reunido todo el material, ahora te lo enseño. —Y deja los catálogos sobre la mesilla.
—Bueno… —Me mira absolutamente satisfecha—. ¿Por dónde quieres empezar?
—¡Por otra cerveza!
Me levanto y voy a la cocina.
—¿Tú quieres algo?
—Sí, una Coca-Cola Zero, gracias.
Entonces vuelvo junto a ella llevando un vaso con una rodaja de limón y dos botellas, su Coca-Cola Zero y mi Bud, una cerveza que me gusta muchísimo.
—¡Eh! ¡Has cogido una de 75!
—Tengo sed, he sudado un montón en el gimnasio…
No le digo la verdad: necesito relajarme, dejarme llevar. Doy un largo trago mientras la escucho.
—Pues bien, el restaurante es este del lago, mira qué bonito, todo iluminado. —Me muestra la imagen de una villa con un precioso jardín bien cuidado y alternativas para el bufet y los invitados tanto fuera como dentro—. Aquí podrían ponerse los músicos. —Y saca el iPad—. ¿Qué te parece Frankie & Canthina Band? Interpretan una música fabulosa, de los años setenta y ochenta, y también temas de Tiziano Ferro, Beyoncé, Justin Timberlake…
Asiento de manera casi alelada porque cada vez tengo más claro que debería contárselo todo.
¿Cómo voy a casarme sin compartir con ella lo que acaba de sucederme?
Gin sigue mostrándome las opciones.
—En cuanto a los recuerdos para los invitados, he decidido que me gustan las acuarelas de paisajes romanos, las de la amiga pintora de Ele. Son bonitas, ¿verdad? En cambio, para el menú habría varias opciones… Pero, de todos modos, el lunes iremos a probarlo todo con mis padres. Te acordabas, supongo.
Asiento y digo:
—Sí, claro… —Aunque, naturalmente, me había olvidado.
Y ella sigue contándome los detalles llenos de amor del que para nosotros será el día más hermoso.
—El vestido no te lo puedo enseñar, y tampoco el peinado, ¡pero no sabes cuánto me gustaría que pudieras aconsejarme! —Y me sonríe y me da un beso y me abraza con fuerza.
Me parece que fue ayer cuando le pedí matrimonio, después de todo lo que había pasado.