Tres veces tú
Treinta y uno
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TREINTA Y UNO
Entramos por la gran cancela de la Rete y nos dirigimos hacia la puerta para que nos den el pase. Una de las recepcionistas se inclina hacia nosotros.
—Buenos días, nos espera la señora Calvi, la directora —señala Giorgio.
La administrativa consulta con rapidez el ordenador. Se llama Susanna, lo leo en su placa; habla con alguien por teléfono, dice «Gracias» y vuelve a dejar el auricular en su sitio. Giorgio saca su documento de identidad, pero Susanna le sonríe.
—Giorgio Renzi y Stefano Mancini, ya los he registrado. —E, inmediatamente después, nos entrega dos pases con una última indicación—: Sexta planta.
—Gracias.
Nos dirigimos hacia las grandes puertas de cristal, pasamos cada uno nuestra tarjeta y llegamos a los ascensores. En nuestra planta hay ya una chica esperándonos.
—¡Hola! ¿Renzi y Mancini?
—Sí.
—Síganme.
Empezamos a caminar por el largo pasillo. Al llegar a la mitad, la chica se vuelve hacia mí.
—Me llamo Simona, quería darle las gracias por el detalle que nos envió a mi compañera y a mí.
¿Cómo lo adivinó? ¿Sabe que cuando lo abrí me quedé sin palabras? Una vez más, gracias. —Se para delante de una sala, en la que nos hace tomar asiento—. ¿Quieren café, agua…?
—Un café, gracias, y un poco de agua sin gas —contesta Giorgio.
—¿Y usted?
—Lo mismo, gracias. —Recibo una sonrisa de gratitud por ese regalo que no sabía que había hecho.
En cuanto ella sale de la sala, me vuelvo hacia Giorgio.
—Perdona, ¿me lo puedes explicar?
—Genial, has quedado muy bien.
—Ya veo, pero no tengo ni la menor idea de por qué.
—A ella le entusiasma Alessandro Baricco, y a su compañera, Luca Bianchini. Y tú, una persona especialmente sensible, regalaste el libro adecuado a cada una de ellas.
—Sí, está bien, pero me ha parecido un poco demasiado contenta, casi conmovida.
—¡Será por la dedicatoria que conseguiste que pusiera el autor!
—¿Lo dices en serio? ¿Conseguí que Baricco y Bianchini pusieran su autógrafo en los libros?
Pues sí que soy guay…
—Es normal que Simona esté entusiasmada contigo.
—De hecho, yo también me habría conmovido. Pero ¿cómo lo hiciste?
Giorgio me sonríe.
—Tienes que ser impecable, fascinante, querido y deseado. Eres el amo de Futura, mi empresa. Solo te pido una cosa: en vista de que Simona es muy guapa y ha quedado prendada de ti, por el momento deberías evitar tener más hijos… —Nos echamos a reír.
Estoy a punto de contestar cuando, justo en ese momento, entra de nuevo Simona acompañada de otra chica.
—Aquí está el café… —Deja la bandeja sobre la mesa—. Y también el agua. Ella es mi compañera, tenía muchas ganas de conocerlo.
—Mucho gusto, soy Gabriella.
No siempre a una buena acción le corresponde una buena reacción, pero Gabriella me hace creer que quizá exista en la vida una mínima perfección. Es rubia, alta, exuberante, con unos grandes ojos azules y la nariz respingona. Me tiende su mano delgada, que no puedo evitar mirar, y le digo:
—Encantado. Stefano Mancini.
Ella se ruboriza y baja los ojos.
—Me alegro de conocerlo. —Entonces se vuelve sobre sí misma y se marcha.
—Mi compañera es más tímida que yo —aclara Simona—. Unos minutos de paciencia y podrán entrar —añade, y sale de la sala dejándonos solos.
—Ya ves, Gabriella… ¡Le has dado la mano y la has dejado embarazada!
Le propino a Giorgio un suave puñetazo en el hombro.
—Para ya con esa historia.
—Venga, pongámonos serios, que entraremos enseguida.
Giorgio abre un sobre de azúcar y lo echa en su taza de café.
—Son las once y cinco. Estábamos citados a las once, ya verás como Gianna Calvi no nos recibe antes de veinte minutos.
—Perdona, pero ¿cómo puedes saberlo?
—Solo lee a Marco Travaglio, los suplementos de Affari&Finanza y, aunque diría que es completamente contradictorio, a Nicholas Sparks y sus libros de amor, el destino, Dios. Sobre su tendencia sexual no pondría la mano en el fuego, a pesar de que tiene una hija de veinte años, pero lleva tiempo separada. Nos está haciendo esperar, aunque ha sido posible concertar la cita de hoy gracias a quien la puso ahí, por absurdo que parezca. ¿Ves cómo actúa el poder? Quiere hacernos entender que, sea cual sea el resultado, ella es quien cuenta, quien decide…, quien domina. Mujeres que odian a los hombres. —Y entonces esboza una amplia sonrisa socarrona. Eso es lo que Giorgio hace: va al núcleo del problema, al corazón del enemigo, y se ríe de ello.
También yo me tomo el café antes de que se enfríe y bebo un poco de agua. Echo una mirada a los tres trabajos que presentamos y encuentro una hoja encima de cada uno.
—¿Quién ha hecho esto?
—Alice, esta mañana, sin que le dijera nada. Ha dicho que una pequeña chuleta de la historia podría ir bien para un repaso rápido antes de la presentación…
—Ha hecho muy bien.
—Cuando la veas, yo la felicitaría. Echamos a quienes nos traicionan, pero damos la justa importancia a quien se la merece.
—Exacto.
Miro la hora. Son las once y treinta y cinco. Si Giorgio tiene razón, deberían llamarnos ahora. Me fijo en que tengo un mensaje. Lo abro. Es de Gin.
Cariño, ¿cómo estás? ¿Estás feliz por la noticia de ayer? ¡No hemos hablado lo suficiente!
Es cierto. Me faltaron las palabras. Las que podía decir las hizo callar el alcohol. Y Gin, como de costumbre, ha dado en el clavo; no hemos hablado mucho.
¡Es maravilloso!
En cuanto envío el mensaje, entra Gabriella.
—¿Quieren algo más? Les he traído unos bombones, están muy ricos. —Y deja unos gianduiotti sobre la mesa. Ambos cogemos uno y le damos las gracias—. ¡Síganme, la directora Calvi los está esperando!
Camino a su lado, Giorgio se queda detrás de nosotros. Antes de dejarnos se vuelve hacia mí con sus ojos azules, me pone algo en la mano y, sonrojada, me dice:
—Es mi número.
Me meto el papel en el bolsillo, y Giorgio y yo entramos en el despacho mientras la directora se levanta del sillón de su mesa.
—¡Disculpen que los haya hecho esperar!
—Oh, no tiene importancia…
—Yo soy Stefano Mancini y él es el señor Renzi.
—A él ya lo conozco, pero tenía ganas de conocerlo a usted. He oído hablar muy bien…
Qué raro, hubo una época en que solo se hablaba mal de mí. O ha cambiado el mundo o he cambiado yo. Pero no me parece el momento de sacar a colación este pensamiento, así que sonrío sin estar convencido del todo y no digo nada más.
—Pero siéntense, por favor. ¿Les han ofrecido ya si quieren tomar algo?
—Sí, gracias, nos han tratado estupendamente. Incluso nos han ofrecido un bombón. —Y lo saco del bolsillo—. De hecho, me lo comeré antes de que se derrita.
Giorgio me mira y permanece impasible. Mi comportamiento sigue un guion concreto y racional.
Calvi me ha hecho esperar media hora para demostrarme quién manda; puedo hacerla esperar a que me coma el gianduiotto para demostrarle que yo también mando algo, ¿no? Giorgio me pasa un pañuelo, entonces aprovecho para limpiarme la boca y, con toda la calma, empiezo a explicarle los tres proyectos. Procedo tranquilo, seguro, con autoridad, gracias también al repaso que he podido darles. Calvi me escucha y asiente, con el rabillo del ojo veo que Giorgio escucha hasta que he terminado.
—Bien —dice la directora.
Miro el reloj sin que se dé cuenta. Veintidós minutos. Giorgio me había indicado que no debía pasar de los veinticinco, y eso lo he conseguido.
—Sus propuestas me parecen muy interesantes —comenta ella con satisfacción.
Intento explicarle el motivo de nuestro proyecto:
—Hemos querido hablar sobre todo de mujeres, dirigirnos concretamente a ellas.
Giorgio me había advertido de las nuevas líneas editoriales que la nueva dirección de la cadena pretendía dar a la programación, y nuestros guionistas han seguido sus indicaciones a la perfección.
No sé cómo las ha conseguido, pero en vista del éxito con las secretarias, sobre lo demás no debe de haberse equivocado.
—Sin embargo, por desgracia ahora tenemos varios proyectos como estos… —Calvi abre los brazos casi disculpándose—. De todos modos, déjenmelos y lo meditaré un poco.
Giorgio se levanta y yo lo sigo.
—Gracias, directora, estaremos en contacto.
—Por supuesto, y discúlpenme de nuevo por la espera.
Nos acompaña hasta la puerta y nos despide con una sonrisa de simple cortesía. No está ninguna de las dos secretarias, de modo que nos encaminamos solos hacia los ascensores. Pasamos por delante de la sala de espera y veo a un grupo de personas. Giorgio se pone tenso. Un hombre se vuelve hacia nosotros y lo reconoce. El tipo se levanta y le sonríe de manera un tanto excesiva.
—¡Giorgio Renzi, pero qué sorpresa! ¿Cómo estás?
—Bien, gracias, ¿y tú?
—¡Muy bien! Me alegro de verte. No sabes la de veces que he querido llamarte. —Le tiende la mano y se la estrecha con energía.
Es bajo, rechoncho, con el pelo enmarañado, una barba corta y gafas redondas. Va vestido de una manera extravagante, lleva una americana de piel, unos vaqueros negros, unas Hogan oscuras y una camisa blanca, y parece contento de verlo.
—Te presento a mi nueva ayudante, Antonella.
Giorgio estrecha la mano a una mujer menuda, rubia, con algún retoque, tal vez la nariz, y sin duda las dos morcillas que tiene en vez de labios; esboza apenas una sonrisa, pero no parece que se alegre de verlo.
—Y él es mi asesor editorial, Michele Pirri. —Señala a un hombre alto, robusto, con poco pelo y una cara hinchada, casi sin cuello. Digamos que el trío, en cuanto a estética, deja bastante que desear.
—Encantado.
Giorgio también le estrecha la mano.
—¿Puedo presentaros a mi jefe? Stefano Mancini.
—Ah, sí, claro. Encantado, Gennaro Ottavi. Hemos oído hablar mucho de ti.
Sonrío, pero tampoco esta vez tengo nada que decir. Debería prepararme algo en vista de que esto parece la tónica general y siempre acabo por no hacer ningún comentario adecuado. Por suerte, Giorgio me saca del apuro.
—Bueno, debéis perdonarnos, pero tenemos una cita.
—Sí, claro.
Giorgio me precede y nos dirigimos a los ascensores. Justo en ese momento, la puerta de la directora se abre y sale Gianna Calvi.
—¡Gennaro! Entrad, por favor.
Los vemos tomar asiento en el despacho de la directora y, mientras la puerta se cierra, Giorgio pulsa el botón de la planta baja. Nuestras puertas también se cierran.
—¿Quiénes eran?
—Él era el jefe de la empresa en la que trabajaba antes.
—Ah, claro, me habías hablado de él, pero no lo conocía personalmente. La directora no los ha hecho esperar.
—Son muy amigos.
—¿Qué quieres decir?
—Ottavi la ha cubierto de regalos.
—¿Cómo lo sabes?
—Los elegí todos yo.
—Ah.
Nos quedamos callados mientras el ascensor baja.
—¿Por qué no te quedaste con él?
—Me utilizó mientras le fui útil, luego decidió no utilizarme más, y yo no tenía ninguna participación en su empresa.
—Yo te la ofrecí, pero tú no quisiste aceptarla.
—Tienes razón, pero lo estoy pensando.
Giorgio arruga la frente y, en un tono resuelto, me dice:
—Hice bien no atándome a él. Hubo un tiempo en que incluso pensé que éramos amigos.
Permanecemos en silencio hasta que llegamos a la planta baja.
—¿Vuelves al despacho conmigo?
—No, tengo un almuerzo.
Entonces Giorgio me tiende la mano y me mira con una sonrisa perspicaz.
—¿Quieres mi pase? —pregunto.
—No, el papel que te ha dado Gabriella.
—¿Quieres llamarla tú?
—No. Pero Futura debe tener un futuro. Se empieza por la base. Si una chica tan guapa está ahí no es por casualidad. Y, ya te lo he dicho, preferiría no tener más sorpresas…
—No pensaba llamarla.
—Nunca se sabe.
—La tentación es el arma de la mujer o la excusa del hombre.
—En cambio, Oscar Wilde decía: «Sé resistirme a todo excepto a las tentaciones». Me gusta mucho Oscar Wilde y le hago mucho caso.
Entonces saco el papelito del bolsillo y se lo doy. Giorgio lo rompe y lo tira a una papelera que está allí al lado.
—Confía en mí, jefe, es mejor no tener ese número.
Nos despedimos. Qué raro que no me haya preguntado adónde voy a comer.