Tres veces tú
Treinta y tres
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TREINTA Y TRES
Cuando regreso a la oficina encuentro a Giorgio con la puerta abierta. Mueve el ratón del ordenador ayudándose de una mano y con la otra habla en voz baja con alguien por teléfono.
—Sí… —Y se echa a reír—. Exacto. Faltaría más… Para eso te pagamos. —Me hace una señal con la cabeza y continúa—: ¡Pues claro, con mi jefe! ¡Y, gracias, era fácil! Mejor dicho, deberías pagar tú. —Luego dice algo que no logro oír y cuelga.
»¿Y bien?, ¿cómo ha ido el almuerzo?
—Bien. He ido a casa de mi padre.
—Ah, ¿cómo está?
—Muy bien, espera una hija.
—¿Él también? Así pues, es cosa de familia, estáis particularmente dotados.
Justo en ese momento entra Alice.
—¿Quieren un café?
—Sí, gracias.
—Puede que sí, para mí también.
Y, antes de que se aleje, añado:
—Alice, gracias por el resumen de los proyectos, estaban muy bien hechos. Una cosa más: podríamos tutearnos.
Sonríe.
—¡Gracias! Pero prefiero tratarlo de usted.
—Como quieras.
Aun así, está contenta.
—¿Le han ido bien?
—Sí, mucho.
—Pues entonces me alegro.
Alice se marcha a por nuestros cafés y Giorgio hace uno de sus impecables comentarios:
—Excelente, así trabajará cada vez mejor. Nos vemos más tarde.
Sobre la mesa encuentro un paquete bien cerrado. También hay una nota doblada. La abro.
Siempre has estado conmigo.
B.
Solo es una «B», pero no tengo dudas. Grito hacia recepción:
—¡¿Disculpad?!
—¿Sí?
Se asoma Silvia, la secretaria que está en la entrada de la oficina.
—¿Quién me ha dejado este paquete sobre la mesa?
Ella se pone colorada.
—Yo…
—Y ¿quién lo ha traído?
—Un mensajero, hacia mediodía.
—De acuerdo, gracias.
Veo que Giorgio se baja las gafas; tiene unas hojas en la mano, tal vez algún proyecto.
—¿Qué tal es? —le pregunto.
—Excelente. Me parece muy bueno. Luego hablamos.
—De acuerdo. Hasta luego.
Y cierro la puerta. Me siento de nuevo a mi mesa. Me quedo un momento mirando el paquete.
Después lo levanto. Lo sopeso. Parece un libro. Tal vez lo sea. Pero es más grande. Decido abrirlo.
Quito el papel y me quedo sorprendido. Esto sí que no me lo esperaba. Es un álbum de fotos. En la primera página hay una carta pegada:
Hola, me alegro de que lo hayas abierto. Tenía miedo de que lo tiraras sin siquiera quitarle el papel. Por suerte, no ha sido así. Siempre he hecho dos. Tengo uno exactamente igual que este, tal vez porque siempre pensé que algún día iba a suceder. Me siento feliz como hacía mucho tiempo que no me sentía. Es como si se hubiera cerrado un círculo, como si hubiera encontrado algo que había perdido hace mucho tiempo. Cuando volví a verte me sentí guapa, adecuada, acogida como nunca antes me había sentido, o tal vez como ya no recuerdo. Sí, es más exacto decirlo así, porque cuando estábamos juntos tenía la misma impresión. Ahora no quiero aburrirte con más palabras. Si por casualidad decidieras tirarlo, por favor, házmelo saber. He trabajado mucho en él y no me gustaría que todo lo que he hecho con tanto amor terminara en una papelera.
B.
Otra vez solo esa «B». Miro la carta, su letra ha mejorado, es redonda, pero ha perdido ese toque infantil que a veces tenían algunas vocales. No, Babi, tus palabras no me han aburrido. Has arrojado una luz sobre nuestra vida de entonces. Cómo te vivía. Cómo sabía hacerte feliz. Cómo sabía entender tus malhumores y esperar el tiempo justo para recuperarte. Difícil, exigente. Con esos labios enfurruñados.
«Ya te había dicho que yo soy así», me repetías. Sabías divertirme. Sabías infundirme paciencia, tolerancia, la que nunca había pensado tener. Me hacías mejor. O tal vez solo me lo hacías creer. En aquella época todo me parecía mal, me dominaba una profunda inquietud. Me sentía como un tigre enjaulado. Estaba en continuo movimiento, no podía estarme quieto, y las más diversas situaciones eran motivo de violencia. Me miro las manos. Pequeñas cicatrices, nudillos desplazados, marcas indelebles de rostros que he estropeado, sonrisas perdidas, dientes rotos, narices partidas, cejas y labios. Golpes prohibidos. Furia, violencia, maldad, rabia como un cielo de tormenta. Luego, con ella, la calma. Solo con acariciarme era como si me sedara. Otro tipo de caricias, tiernas y sensuales, me encendían otro escalofrío completamente distinto. «Somos una pareja con una elevada tasa erótica, debería bastarte», me decía cuando me pasaba un poco con la etílica. Algunas veces salía con alguna frase de mujer lanzada, desinhibida, incluso deslenguada, pero siempre divertida.
Como cuando me dijo: «Tu lengua hace milagros». Le gustaba hacer el amor y mirarme a los ojos, los tenía abiertos hasta que el placer la obligaba a cerrarlos y a abandonarse sin reservas. «Solo contigo —decía—. Pero lo quiero todo. Quiero hacerlo todo».
Me pierdo en antiguos recuerdos, naufrago dulcemente en algunos repentinos flashes de esa época. Ella suave, ella riendo, ella encima de mí, ella suspirando y su cabeza cayendo hacia atrás, ella moviéndose más deprisa. Y me excito como un imbécil y vuelvo a ver sus pechos tan bellos, dos perfectas miniaturas que me volvían loco, a la medida de mi boca. Ella mía. Y, si me detengo en las últimas palabras, es como si su imagen se rompiera en pedazos. La veo en la puerta, con una sonrisa triste, me mira por última vez y se va. Ella no es mía. Nunca ha sido mía.
Y, con esa terrible constatación, abro el álbum. La primera foto es de nosotros. Somos dos chiquillos. Yo llevaba el pelo largo, el suyo era rubio, clarísimo, descolorido por el mar. Estábamos los dos bronceados. Y nuestras sonrisas resplandecían todavía más. Estamos sentados en la empalizada de su pequeña casa de la playa, todavía me acuerdo, habíamos ido esa última semana de septiembre, cuando sus padres ya habían regresado a Roma, y pasamos un día como si fuéramos mayores, como si esa casa fuera nuestra.
Hicimos la compra en Vinicio, el único sitio abierto en Ansedonia; compramos alguna botella de agua, café para el día siguiente, pan, tomates, un poco de embutido y una excelente mozzarella procedente de la Maremma. Además, dos filetes de ternera Chianina, carbón y un vino tinto, un Morellino di Scansano, y también dos cervezas artesanales que habíamos encontrado bien frías y unas grandes aceitunas verdes. La cajera, un poco maravillada, le preguntó a Babi: «Pero ¿cuántos sois?». «No, estas son para el aperitivo…». Como si el hecho de coger olivas y cerveza para el aperitivo justificara todo lo demás. Nos pusimos en el jardín de su casa, en el viale della Ginestra, a pocos kilómetros de aquella casa en las rocas adonde la había llevado con los ojos vendados nuestra primera vez.
—Yo este camino me lo conozco, siempre vengo aquí a la playa; la casa de mis abuelos está en el viale della Ginestra, un poco más allá —me dijo cuando se quitó el pañuelo.
—Yo también he venido siempre aquí, tengo amigos que viven en Porto Ercole, los Cristofori. E iba a la playa en Feniglia.
—¿Tú también?
—Sí, yo también.
—Venga ya, y ¿nunca nos hemos cruzado?
—No, al parecer, no. Me acordaría.
Y nos reímos del destino. Habíamos ido siempre a la misma playa de Feniglia, pero a extremos distintos.
—Feniglia es larga, tiene más de seis kilómetros, yo alguna vez la recorría entera.
—¡Yo también!
—Y ¿nunca nos encontramos?
—Nos hemos encontrado ahora, quizá es el momento justo.
Encendí el fuego en el pequeño jardín, mientras ella ponía la mesa, y nos pusimos a tomar el último sol del atardecer. Babi acababa de ducharse y todavía me acuerdo de que llevaba puesta mi sudadera amarilla que había comprado en Francia, durante un viaje con mis padres. Tenía el pelo mojado y por eso parecía más oscuro, y olía a recién salida de la ducha. Recuerdo que se peinaba sus largos cabellos mojados con un cepillo y tenía los ojos cerrados, y la sudadera le quedaba larga sobre las piernas, que asomaban por debajo del elástico, mientras que en los pies llevaba unas Sayonara y tenía las uñas perfectamente pintadas de rojo. En la otra mano sostenía la cerveza y, de vez en cuando, bebía un sorbo. En cambio, las aceitunas me las comía solo yo. Luego, en un momento dado, dejó la cerveza en la empalizada, me cogió la mano y me la metió por debajo de la sudadera.
—Pero si no llevas nada… No llevas bragas…
—No.
En ese momento se presentó en la entrada, en Vespa, Lorenzo, al que todos llamábamos Lillo, un capullo del grupo de Ansedonia que siempre le había ido detrás desde que eran pequeños, pero al que Babi nunca había dado esperanzas.
—Hola, Babi, hola, Step. ¿Qué hacéis? Estamos todos en mi casa, ¿por qué no venís vosotros también?
Y Babi estaba desnuda y mi mano allí con ella y, a pesar de su llegada, yo no interrumpí nada.
Babi me miró y yo me limité a sonreírle, pero sin detenerme en ningún momento. Luego se volvió hacia Lorenzo.
—No, gracias… Nos quedamos aquí.
Me dio la impresión de que quería insistir.
—De acuerdo… Como queráis. —Se quedó callado unos segundos y también nosotros. Entonces notó que estaba de más y, sin decir nada, se marchó con la Vespa y desapareció al fondo de la calle.
Babi me besó y me llevó a la casa. Después de hacer el amor estábamos hambrientos, cenamos a medianoche. Estaba oscuro y volví a encender el fuego, nos calentamos bebiendo vino tinto y llenándonos de besos, como si nada pudiera separarnos. Era todo tan perfecto que nos habríamos quedado allí juntos para siempre. Para siempre, qué palabra tan tremenda.
Entonces le doy la vuelta a la página del álbum y me quedo sin respiración.