Tres veces tú

Tres veces tú


Treinta y seis

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TREINTA Y SEIS

Al cabo de un rato llegamos a San Liberato. Subimos por la rampa, desde donde se ve todo el lago de Bracciano. Los reflejos del sol al atardecer ofrecen una cálida atmósfera. Es como si todo alrededor, las viñas, los árboles, las casas, incluso la iglesia, se hubiera teñido de naranja. El ambiente es tranquilo, de gran serenidad, idílico. Al llegar a la pequeña explanada, Gabriele aparca el coche. Bajamos. Al momento Laura viene a nuestro encuentro, es la secretaria del lugar, e inmediatamente después, Piero, el organizador. Lo primero que nos muestran es la pequeña iglesia.

Es fría, pero el sol poniéndose a nuestra espalda la ilumina haciéndola perfecta. Hay un centenar de asientos en el interior, mientras que el altar, donde tendrá lugar la ceremonia, está sobre un pequeño estrado. Los amigos y familiares lo verán todo desde abajo. Laura nos explica cómo ha pensado decorarla.

—Aquí pondría unos lirios de agua, en la entrada también. Aquí, en el suelo, en cambio, unas margaritas blancas cogidas en grandes ramos y, a los lados del altar, rosas blancas…

Francesca y Gin asienten. Laura especifica «de tallo largo». Las dos sonríen a la vez.

—Sí, sí, por supuesto…

Gabriele y yo escuchamos, pero con más tranquilidad, y entonces él suelta una de sus máximas:

—No hay nada que hacer, las bodas fascinan muchísimo a las mujeres y preocupan de forma moderada a los hombres.

Yo asiento bastante divertido, si bien en mi interior por un instante tengo un extraño pensamiento.

¿Qué significa «preocupa de forma moderada a los hombres»? Sí, o sea, ¿en qué medida? Pero decido no intentar profundizar en la cuestión. Acto seguido, llega Manlio Pettorini con los brazos abiertos, una bonita sonrisa, poco pelo y con una complexión delgada y robusta.

—¡Gabriele! ¡Qué alegría verte!

Se abrazan con sincero afecto, con fuerza, y dejando imaginar a quienes los miran la de cosas importantes que habrán vivido juntos. Gabriele señala a Gin.

—Mira, mi hija Ginevra; te acuerdas de ella, ¿no?

Manlio Pettorini choca las palmas de las manos una contra otra.

—¿Cómo no me voy a acordar de ella? ¡Pero cuánto ha crecido, madre mía!

—Mi mujer, Francesca.

—Sí, claro, ¿cómo estás?…

—Bien, Manlio, gracias, ¿y tú?

—No nos podemos quejar…

—Y él es Stefano Mancini, el novio.

Oír que me presenta así me causa un efecto alarmante, pero sonrío y tiendo la mano hacia él, que la aferra al instante y la estrecha con fuerza.

—Eh, no sabes lo afortunado que eres… ¿Eres consciente de cuánta gente te envidia? Cuando esta chica venía a vernos allí, en Rosciolo, en el pueblo, deberías haber visto la cola que había delante de su casa. ¡No podía ni salir!

—Sí, lo sé. La verdad es que soy muy afortunado.

Y Manlio Pettorini me mira satisfecho.

—¡Buen chico! Y ahora, en marcha, vamos, sentémonos a la mesa, que quiero saber qué opináis…

Gin me coge del brazo.

—Oh, hombre tan afortunado, sé un caballero, acompáñame a la mesa…

—Por supuesto, bella pueblerina con cola delante de casa…

—Tonto —replica, y me da medio codazo en el costado.

—Ay… —me quejo en voz baja.

—Ten cuidado, que soy una pueblerina que zurra…

—¡Sí, lo sé, ya lo he notado!

Tomamos asiento todos juntos a una gran mesa al aire libre, debajo de una gigantesca higuera de anchas hojas. El sol se refleja en el lago y la vista es maravillosa desde este rincón del pueblo.

Pettorini nos cuenta de manera detallada todo lo que pretende hacer.

—Bien, toda la cocina la llevaré desde allí detrás… —Y nos señala el final del césped, justo en el lado opuesto del que se encuentra la iglesia—. Las mesas, en cambio, las dispondremos aquí alrededor, debajo de los árboles, así no habrá tanta humedad. Aquí encima, además, pondremos unos toldos, por la misma razón, y también unas luces. Irán todas conectadas entre sí y cada mesa estará iluminada, pero no excesivamente.

Gabriele lo mira satisfecho.

—Manlio sabe cómo hacer bien su trabajo.

—Pues sí, no te burles, ¿eh? Yo amo mi trabajo. Y por fin puedo hacer lo que quiero. No como cuando trabajaba en el Senado. ¿Sabéis que allí eran siempre los ujieres los que decidían qué había que comer en los acontecimientos importantes? ¡Y no os imagináis lo que se preocupaban a la hora de seleccionar el vino!

—¡Nosotros también! —Gabriele da un puñetazo en la mesa fingiendo ser igual de exigente.

—¡Ah, claro!

Y se ríen juntos.

Luego Manlio Pettorini llama a los camareros.

—Vamos, chicos, traed los primeros. Bien, he preparado tres, de manera que el que no os guste lo descartamos, ¿de acuerdo?

—Manlio, pero a nosotros lo que tú haces nos gusta todo…

—¡Está bien, pues el que os guste un poco menos! Yo ya tengo una idea de lo que haría, pero no lo puedo decidir todo yo solo. Además, ¡los que pagáis sois vosotros!

—¡Sí, claro, pero si lo decides tú y nos haces un descuento, ya puedes decidirlo todo, nosotros nos fiamos!

Y vuelven a reír mientras empiezan a llegar los primeros platos.

—Bien, esto son espaguetis alla chitarra con trufa y setas. Este otro plato, raviolis rellenos de verdura y requesón con mantequilla y salvia, y este, paccheri de trigo sarraceno con cerecitas, olivas y aceite picante…

—Me parecen todos riquísimos —dice Francesca.

—Sí —asiente Gin sonriendo—. El aroma es extraordinario.

Y desde ese momento en adelante hay una sucesión de platos muy buenos, servidos con esmero y atención por camareros muy jóvenes.

—Todos han salido de la escuela de hostelería —señala Pettorini.

Probamos el vino, unos sorbetes para devolverle el tono al paladar, a continuación, los segundos y toda una serie de posibles acompañamientos.

—Será mejor que comas poco —me sugiere Gin—. Todavía quedan por probar un montón de cosas…

—Es que este vitello tonnato está de muerte…

Y en el mismo momento en que lo digo, comprendo por qué me gusta tanto. Me lo preparaba siempre mi madre. El suyo también era excepcional: la carne increíblemente magra, sin nervios, siempre bien fileteada, por lo general muy fina, así era todavía más tierna, y luego con una salsa preparada con huevos muy frescos, vinagre y quizá un poco de azúcar; al menos eso era lo que me pareció entender por las charlas en la cocina de las mujeres sobre los secretos de algunos platos. Y seguimos comiendo mientras el sol se pone de forma definitiva sobre el lago y algunas luces se encienden a nuestro alrededor.

—Bueno, será más o menos así… Con unas bombillas blancas en la base de todos los árboles y de un amarillo anaranjado allí, al fondo…, para crear más ambiente.

Me parece todo precioso, y este último sauvignon que nos han hecho probar está frío e impecable, con un retrogusto afrutado muy delicado. A continuación, traen unas fresitas y frambuesas con nata casera, muy ligera, y unas cucharadas de chocolate fundido caliente rociado por encima. Y también un semifrío de merengue y otro de nueces. Para terminar, un excelente café.

—Bien, luego pondría allí una mesa con bebidas alcohólicas y licores, que son muy bien recibidos en cualquier boda… ¡Oh, no se sabe por qué, pero los jóvenes, cuanto más felices sois, más tenéis que beber!

—¡Sí! —Gin ríe—. Es verdad, estamos muy mal hechos.

—Y, en cambio, en la mesa serviría estos amari.

Los hace traer: un Amaro del Capo, una genciana, un Filu’e ferru, un Averna y un Jägermeister.

—Algunos son muy conocidos, otros menos; la genciana la conoce poca gente, pero es realmente fantástica… ¡Probadla!

Y nos sirve un sorbo en unos vasitos de aguardiente.

—Es cierto, excelente.

—Es digestiva. ¡Y me parece que os hará falta!

Pettorini se ríe. En efecto, todo lo que han decidido servir en las mesas no será poco. Entrantes variados repartidos por el jardín. Algunas mesas con varios tipos de jamón cortado, además de mozzarella, burrata, trocitos de parmesano y otras variedades seleccionadas de quesos italianos y franceses. Varias propuestas de fritura situadas en algunos puntos, donde habrá freidoras de verdad para gambas y pulpitos frescos, panelle, bolitas de mozzarella, arancini blancos y rojos, aceitunas a la ascolana y albondiguillas de carne. Esto de entrante. Luego dos primeros, espaguetis alla chitarra con trufa y setas y paccheri con tomate y olivas, y dos segundos, filete de Chianina y lubina. Varios tipos de acompañamiento, patatas de todas las clases, verduras, achicoria con nabizas y tres ensaladas, una de ellas con nueces, piñones y trocitos de piña, y, a continuación, dulces y fruta.

Francesca y Gin charlan con Pettorini para escoger los varios tipos de pan y algún que otro detalle sobre los vinos, y en conjunto me parece que todo se decide de la mejor de las maneras.

—Mirad, ahora llega el padre Andrea.

Nos volvemos y vemos aparecer a un cura por el fondo del jardín iluminado por la última luz del lago. Se acerca con rapidez, lo veo sonreír y sacudir la cabeza desde lejos.

—Ya estoy aquí…

Mira los carritos que están al lado de nuestra mesa.

—Me parece que me he perdido una buena comilona.

Entonces Gin se levanta y lo saluda con afecto.

—¡Padre Andrea, qué bonita sorpresa! No sabía que ibas a venir, te habríamos esperado.

Él la aparta un poco después del abrazo y la mira con curiosidad.

—Y no había ninguna pequeña iglesia más lejos para celebrar la boda, ¿no? ¡Casi he fundido mi Simca para llegar aquí!

Pettorini ríe.

—¡A saber cuántas veces te habrás equivocado de camino!

Se dan la mano.

Después Pettorini lo señala.

—¡La de bodas que hemos organizado él y yo!

—¡Y los matrimonios todavía son todos bien sólidos!

—¿En serio?

—Sí, por supuesto. Antes de que se casen les hago un buen discurso a los novios. A propósito, ¿habéis bebido demasiado?

Nos mira sonriendo.

—No, no, me parece que no.

—Lo justo —añado yo.

—¿Os habéis tomado un buen café?

—Sí.

—Pues entonces vamos a tener una agradable conversación. Empezaré contigo —dice, y señala a Gin—. ¿No tienes que contarme nada?

Ella se pone colorada tal vez pensando en su tripa. Yo sonrío, pero hago como si nada. El padre Andrea debe de estar acostumbrado a todo.

—Bueno, vamos, no perdamos más tiempo, coloquémonos un poco más allá, así hablaremos más tranquilamente.

—Pero ¿no quiere tomar nada?

—No, no, en el trabajo no bebo…

—Por lo menos un café…

—No, que después no puedo dormir…

Gabriele se encoge de hombros derrotado.

Gin se levanta de la mesa. Antes de alejarse me mira, esboza una sonrisa que me parece que significa «Creo que se lo contaré todo» y sigue al padre Andrea a una mesa del fondo del jardín. Ya está, se sientan. Veo sus siluetas dibujadas sobre el lago a su espalda, que ahora parece una pizarra de color índigo. Gin agita las manos, se ríe, mueve la cabeza. Está alegre, ligera y, sobre todo, feliz.

¿Y yo? ¿Cómo estoy yo? Y casi me sale de forma natural coger el móvil del bolsillo y mirarlo, como si buscara en él la respuesta. Nada, ningún mensaje. Silencio. En el fondo, eso también es una respuesta. Entonces agarro un vasito, me sirvo un poco de Amaro del Capo y vuelvo a sentarme. Lo saboreo despacio. A mi derecha, no muy lejos, Gabriele y Francesca están hablando con Pettorini, que les está mostrando unos manteles. Luego todos miran un tejido, asienten, definitivamente parecen estar de acuerdo en la elección. Manlio Pettorini también asiente, es el mejor, parece decir.

—Eh. ¿Todo bien?

Me vuelvo. Gin está frente a mí.

—Sí, perfecto. Una noche preciosa de verdad.

—Sí. —Entonces se sienta junto a mí—. Se lo he dicho.

—Has hecho bien, si tenías ganas de decírselo.

—Sí, creo que es mejor así.

No sé a qué se refiere. No sé por qué tiene que ser mejor, pero no contesto. Bebo otro sorbo de Amaro del Capo y me quedo callado. Entonces Gin coge mi vaso y también le da un sorbito.

—¡Qué fuerte!

—No deberías beber eso.

—Pero si ni siquiera tengo náuseas…

—¡No llames al mal tiempo, que después verás qué mal lo pasas!

—Y ¿tú qué sabes, perdona?

Tiene razón. En efecto, no tengo ni idea. Sin embargo, podría haberlo sabido.

—En las películas. Lo he visto en las películas.

—Bueno. Oye, que el padre Andrea te está esperando.

—Sí.

De modo que me levanto y me dirijo hacia él. Gin me grita desde lejos:

—¡Eh! ¡Que parece que vayas al patíbulo!

Me vuelvo y me echo a reír. A continuación, me siento frente al padre Andrea.

—De hecho, pareces bastante resignado.

—Sí, pero no demasiado.

Me sonríe.

—Es cierto. Me alegro de lo que me ha contado Ginevra.

—Yo también.

—¿En serio?

Me quedo perplejo un instante.

—Por supuesto, estoy a punto de casarme con ella, y lo había decidido mucho antes de esa fechoría.

Se echa a reír.

—Sí, lo sé, lo sé… Bueno, Stefano, quiero decirte una cosa. Hay una confesión especial que se hace con el cura antes de casarse. Según lo que digas, puede que llegado el día este matrimonio sea nulo. Y el cura, de todos modos, está sujeto al secreto de confesión. —Entonces se queda un instante en silencio, como si quisiera darme un poco de tiempo para pensar, para tomar una decisión—. Hay gente que dice cosas aposta para asegurarse de que, según vaya todo, podrán anular el matrimonio. —Se queda de nuevo callado. Se vuelve hacia el lago y, sin mirarme, me pregunta—: ¿Y bien?, ¿quieres contarme algo? ¿Quieres confesarte?

Y yo me quedo sorprendido por lo que digo.

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