Tres veces tú

Tres veces tú


Treinta y siete

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TREINTA Y SIETE

—Qué noche tan bonita, ¿no? ¿Qué dices, cariño?

Gin me aprieta la mano con fuerza para buscar también por mi parte el mismo entusiasmo.

—Sí, preciosa de verdad.

—¿Te ha gustado lo que hemos comido?

—Mucho, mejor dicho, muchísimo; será realmente perfecto, estará todo muy rico.

Me mira de reojo riendo.

—¿Seguro? No habrás cambiado de opinión, ¿no? ¡No me dejes plantada en el altar! ¡A ver si va a ser una de esas bodas raras en las que la novia se queda esperando al novio!

—No…

Gin abre los brazos como si se hubiera asustado.

—¡Socorro! Has dicho un «No» de una manera… No del todo convencido, ¡un «No» muy peligroso!

Veo que su madre se ríe. Están delante de nosotros, Gabriele conduce y sin duda deben de haber oído algo.

—Que no…

—¡Oh, Dios mío, eso es todavía peor! ¡No, no, joder, me vas a dejar plantada en el altar!

Y se me echa encima riendo y dándome puñetazos en el hombro.

—¡Ay!

—¡Pues esto no es nada! Quizá no lo recuerdes, pero había hecho un montón de boxeo, te lo digo en serio, ¡no estoy bromeando! ¿Y bien? ¡Habla!

Ataca incluso por debajo, en los costados, golpeándome, pero sobre todo haciéndome cosquillas.

—¡Habla!

—Pero ¿qué quieres que diga?

—¡Que llegarás a la iglesia antes que yo y no me gastarás ninguna broma pesada!

—Lo juro, palabra de explorador. —Y me beso los dedos cruzándolos varias veces delante de la boca.

—¡Pero así no vale! ¡¿Lo ves?, eres el embustero de siempre!

—Venga, es una broma; ¿cómo quieres que llegue tarde? ¡Siempre te he esperado!

—Ahora me has hecho gracia… —Entonces se pone seria—. Has hablado mucho con el padre Andrea.

—Sí.

—Tenías muchas cosas que decir.

—Tenía ganas de escuchar. Hemos hablado de cine.

—Venga ya, ¿será posible que nunca hables en serio?

—Y ¿qué quieres que te diga? Está el secreto de confesión.

—¡Para él! ¡Pero tú puedes contarlo todo!

—Ahora eres tú la que no quiere hablar en serio.

Gin se queda callada, se vuelve y mira por la ventana. Pero solo un rato, después lo piensa mejor y se vuelve hacia mí.

—Es verdad. Tienes razón. —Sonríe de nuevo—. Espero que de alguna manera te haya sido útil.

—Sí, me gusta, es muy simpático.

—¡Es cierto! ¡No iba a escoger a uno antipático para mi boda! Bueno, mira, me ha dado algunas lecturas para la ceremonia, luego las elegimos…

—Ah, así pues, ¿esta noche rezaremos?

Gin me sonríe, luego habla en voz baja:

—Está claro, ¿qué querías hacer? ¡Mira que están mis padres delante!

—¡Pero tampoco me refería a hacerlo aquí, en el coche, decía en casa!

—Idiota. Estamos llegando a tu oficina. Tienes la moto aquí, ¿no? ¿La coges ahora o vamos a casa y ya la recoges mañana?

—No, no me gusta dejarla aquí. Subo un momento al despacho, que tengo que leer unas cosas para mañana, y luego nos vemos.

—De acuerdo.

—Gabriele, párate aquí, gracias.

El coche reduce la velocidad y se detiene. Abro la puerta y bajo.

—Gracias por todo, nos vemos pronto.

—Sí.

Me saludan, le doy un beso en los labios a Gin y cierro la puerta. El coche arranca y yo me encamino hacia la oficina. En el edificio están todas las luces apagadas. Cojo el ascensor, llego a mi planta y abro la puerta. No hay nadie, silencio. Enciendo la luz de la oficina y a continuación cierro la puerta. Me acerco a la máquina del café y la conecto. No me quedaré mucho, pero me apetece.

Agarro el mando a distancia y enciendo el equipo de música, pongo la radio. 102.70, «Una la vives, una la recuerdas». Parece casualidad, pero está sonando una canción de Ligabue, Certe notti[19]. No creo que se trate de un presagio. Voy hacia mi despacho, la puerta está cerrada como la había dejado, entro y enciendo la luz. Sobre la mesa está el proyecto que había usado como tapadera. Cuando lo levanto, encuentro debajo el álbum exactamente como lo he dejado. Parece que nadie ha tocado nada.

Vuelvo al pasillo y me preparo un café. Cuando está listo, regreso a mi despacho, cierro la puerta y me siento a la mesa. Saco el móvil del bolsillo y lo dejo al lado del álbum. Nada. Ningún mensaje.

Ninguna llamada. Mejor así. Soplo sobre el café caliente y miro el álbum cerrado delante de mí. Tal vez debería hacer caso de lo que me ha dicho el padre Andrea. Pero no hay nada que hacer, la curiosidad me supera, de manera que doy un sorbo al café, a continuación, dejo la taza a un lado de la mesa, la miro y, como si fuera un poco maniático, la pongo más a la derecha para ocupar algo de ese espacio vacío y giro el asa hacia mí. Después abro el álbum.

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