Tres veces tú

Tres veces tú


Treinta y ocho

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TREINTA Y OCHO

Vuelvo a estar donde me había quedado. Las fotos de un niño que crece, que cada vez se hace más mayor, que sonríe, que pone caras raras, que se queja, que se ríe como un loco. Que intenta montar en bicicleta, que lo consigue, que hace una bajada con el pelo al viento y las manos aferradas al manillar, que se me parece. Y todo eso yo no lo he vivido. Lo ha vivido otro. Sin embargo, en estas fotografías no sale nunca, casi parece que no exista, ni una mano, ni un hombro, ningún trozo de algo de él, ni siquiera un objeto suyo. Quizá no sea una casualidad, quizá lo ha hecho por mí. Pero en cuanto llego a la última página, la veo. Hay solo una foto, con él. Precisamente él, el que cree ser el padre de ese niño. Y, cuando lo veo, me quedo sin palabras, no me lo puedo creer. Es Lorenzo. No es posible. No quise saber nada, ni el día, ni la iglesia, ni nada de la celebración y, sobre todo, no quise saber quién era él. Y ahora descubro que es Lorenzo, Lillo. Un gilipollas. Uno que siempre le iba detrás, desde que eran pequeños, el clásico enamorado de toda la vida. Que normalmente suele acabar siendo el amigo de todas, alguien a quien te alegras de volver a ver, que se casa con otra, no con esa chica de la que estaba tan enamorado. Y, en cambio, con Babi no ha sido así. Intento recordar algo de él. Le daba bien al balón, lo vi en alguna ocasión en la playa de la Feniglia, pero no tenía un buen físico. Tenía las piernas cortas, el culo demasiado bajo, la espalda ancha y el pelo muy rizado, ojos oscuros y un diente roto. Miro la foto. Sí, no ha cambiado mucho, solo que lleva el pelo más corto y va vestido de manera elegante. Una vez estábamos solos en la casa de la playa y vino a buscarnos, en realidad vino a buscar a Babi. Nos había invitado a una fiesta, pero ella le dijo que no.

Ayer mismo me acordaba. No me lo puedo creer. Después de tanto insistir, al final lo consiguió. Y los imagino juntos, cómo empezó su historia, adónde la llevó, dónde le dio el primer beso, dónde…

No, Step. Basta. No puedes seguir haciendo esto. Detén tu mente, oblígala a alejarse de todo eso, joder, a prender fuego a los recuerdos, a las imágenes, al dolor lacerante que te provocan. Y poco a poco todo eso sucede. Es como si me sedase yo solo. De pronto una extraña calma se adueña de mí.

Es como si una lluvia me rociara de repente y después todas las nubes desaparecieran. Vuelve a salir el sol, pero no hay ningún arcoíris. O es como un mar tempestuoso, oscuro, con unas olas gigantescas que rompen sobre todo lo que encuentran, y al cabo de pocos segundos vuelves a verlo liso, tranquilo como una balsa de aceite o, mejor aún, como suele decirse, como una tabla. Sí, entonces mi respiración también se calma. Se acabó. En una ocasión, Pollo, viendo cómo me enfadaba por culpa de Babi, como si solo ella realmente pudiera tocar las cuerdas que me ponían como una fiera, me dijo:

—¿Quieres que te diga una cosa? ¿Una cosa que podría molestarte pero que puede que sea la razón por la que has perdido por completo la cabeza por esa jodida chica? —Y se me quedó mirando, hasta que al final me eché a reír—. ¿De qué te ríes?

—De cómo has dicho esa jodida chica.

—Pues así es. Mira cómo estás… —Y alargó los brazos hacia mí, señalándome con ambas manos—. ¡Estás fatal! ¿Y bien?, ¿quieres oír la genial conclusión a la que he llegado o no?

Me senté en la moto.

—Está bien, oigamos.

Me sonrió y se sentó en la suya. Se quedó un rato callado y, antes de que se lo pidiera de nuevo, por fin habló:

—Una sola palabra: resígnate.

Me levanté de la moto y lo mandé a freír espárragos con la mano.

—¡Bonita conclusión! Tú y tus genialidades.

—Me subestimas. Acuérdate de esta palabra: resígnate.

Y ahora estoy aquí, ante la última foto de este álbum, en la que, por si no fuera suficiente, sale precisamente con ese gilipollas. Sin embargo, me acuerdo de que una vez incluso hablamos de él.

Aquel día.

—Pero no puedes estar celoso de alguien como él, Step, no puedes… Es solo un amigo.

—Me molesta; además, siempre viene a buscarte, nunca tiene en cuenta el hecho de que estás conmigo.

—¡Pero eso no es verdad, pues claro que lo tiene en cuenta, de hecho, nos invita a los dos, no solo a mí!

Me mira sonriendo y me acaricia.

—¿Te he convencido?

—No.

—¿Y entonces…?

—Entonces me parece que le romperé la cara, así todo quedará más claro.

Sí. Debería haberle roto la cara en aquel momento. Quién sabe, a lo mejor las cosas habrían ido de otra manera. No. Habrían sido igual. De hecho, me acuerdo de algo que se me había borrado de la cabeza. Y, en cambio, también habíamos hablado de ello. Él es rico, muy rico, condenadamente rico, tanto que apenas terminar los estudios ya había abierto varias tiendas de lencería, para diversificar el negocio. Babi me contó cómo fueron las cosas en esa familia. El abuelo fundó una gran empresa de transporte en Las Marcas. Construyó una red de autobuses en zonas donde los pueblos más diseminados no estaban conectados de ninguna manera. Entonces empezó a ganar dinero y continuó invirtiendo en su empresa, ampliándola incluso a Molise y los Abruzos, y siguió ganando. A principios de los años ochenta pasó a ser una red oficial de transporte, que llegó hasta Emilia-Romaña. Su hijo, por tanto, el padre de Lorenzo, no tuvo que hacer otra cosa que consolidar todo eso sin cambiar nada en absoluto. De modo que es posible que Lorenzo se encontrara dirigiendo la empresa prescindiendo de cualquier capacidad que pudiera tener. Después podría hacerla rendir más o perder algo, pero la verdad es que debería esforzarse mucho para destruir un imperio semejante.

Sí, recuerdo muy bien cuándo me lo contó. Así pues, Babi, ¿de verdad tu vida es todo esto? Aquella noche, en el coche, cuando me diste la noticia de que te casabas, me quedé sin palabras. Me miraste y me dijiste: «Nunca será igual que contigo, pero contigo era imposible».

Y yo seguí callado. Por un instante pensé que me lo habías contado como un premio de consolación, después de haber hecho el amor, o quizá solo se tratara de un polvo. Quién sabe.

Parecían las palabras adecuadas para cerrar definitivamente nuestro capítulo. Y me acuerdo de que, antes de irme, me dijiste: «Pero, por otra parte, la vida es el trabajo, los hijos, los amigos, al final el amor es solo el diez por ciento…».

Y en ese momento sentí que me moría; me dije: «Pero ¿qué estoy haciendo aquí? Está a punto de casarse y ¿se va a casar pensando así?». Me avergoncé, me sentí sucio, pensé en Gin, en su candor, y en lo que acababa de hacer… Entonces pusiste la radio, casi parecía que querías engañar al tiempo para no echarme, pero estabas deseando que me fuera. Tal vez porque sabías que estabas mintiendo, que estabas actuando, que esas palabras no eran tuyas, eso era lo que decía tu madre. Fue ella quien te obligó a casarte con Lorenzo o, mejor dicho, con sus autobuses. Sigo teniendo esta grata duda, una justificación que tal vez me conviene tomar como cierta. Y, cuando me dispongo a cerrar el álbum, me fijo en que, frente a la foto de ese gilipollas, hay un sobre: «Para ti».

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