Tres veces tú

Tres veces tú


Cuarenta y dos

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CUARENTA Y DOS

Voy dando vueltas por la ciudad. ¿Por qué justo ahora? ¿Por qué precisamente ella? Podría haber conocido a otra chica, sentir curiosidad por ella y luego limitarme a ver que no era para mí. Y, sin embargo, con Babi es todo distinto, es como si de repente aflorasen momentos de todo lo que vivimos, las muchas cosas que había olvidado, casi borrado y, en cambio, aquí están. Detalles de su cuerpo, su risa, que tanto me gustaba, las noches que pasamos juntos, el sexo en el coche o en su casa, excitados por la idea de que, de un momento a otro, pudieran llegar sus padres, cosa que en efecto sucedió una vez y conseguí que no me pillaran por los pelos. Y me parece tan raro que haya vuelto a mi vida justo ahora, después de seis años de absoluto silencio, como si hubiera adivinado que iba a casarme, como si se hubiera dado cuenta de que esta era su última oportunidad para recuperar nuestra relación. Pero ¿se trata de eso? ¿Todavía queda espacio para ella? Y ¿qué es lo que quiere? ¿Qué quiere saber en realidad? Tan simple como me pareció cuando la conocí, en cambio, con el tiempo, me di cuenta de que en ella también había extrañas inquietudes. Como si lo suyo fuera una calma aparente. Siempre que practicábamos sexo, por ejemplo. Al cabo de un tiempo le cogió el gusto y, después de dejar a un lado los primeros miedos, se volvió compulsiva, iba más allá, y cuando gozaba le gustaba dejarse ir mostrando todo su placer, sin límites, sin vergüenza. Parecía un río desbordado, era del todo distinta de la Babi que había conocido. Una vez me dijo: «Me fundo en ti. No será nunca igual con ningún otro, la manera en que gozo contigo estoy segura de que no volverá a repetirse». Estábamos en mi casa; Paolo no volvía esa noche, nos quedamos abrazados en silencio a pesar de que yo oía gritos dentro de mí. Cómo podía pensar que pudiera haber otro, ni tan solo suponerlo, y, sin embargo, ya estaba hablando de algo que iba a suceder. Pero luego me bastó con una caricia suya y empezamos a hacer el amor de nuevo. Se subió encima de mí, me sujetaba los brazos, tendidos encima de la cama, con todo su peso, como si quisiera ser ella quien mandara. Y su manera de hacer me gustaba con locura, me sentía suyo como no me había sentido nunca con ninguna otra. Se me metía en el alma. Y ahora, al pensar que puede haber estado con otro, me vuelvo loco. No puedo ni imaginarlo. No quiero. Pero mi mente parece no querer atender a razones, va como a la deriva, arrastrada por la corriente. Y de pronto vuelvo a verla a la perfección. Es como si fuera entonces, uno de los muchos días que vivimos con pasión. Se desnuda, camina delante de mí, se vuelve sabiendo que la estoy mirando, se quita el sujetador y sonríe segura de lo mucho que la deseo. A continuación, se quita también las braguitas. Y yo me quedo fascinado por su desnudez, mostrada así, ante mí, que, sentado, aturdido, respiro su sexo, su mirada, su malicia. Y, sin poder detenerlo mínimamente, mi deseo crece. Pero de repente todo cambia, veo a otro hombre con ella, veo que la toca, la acaricia, la penetra, la gira, le da de nuevo la vuelta, hace que se la bese, le toca el pelo, le sujeta la cabeza. Y todo eso me vuelve loco, me destroza el corazón, me parte el cerebro, me corroe, me consume, me carcome. Un dolor me invade nublándome la vista, pero de pronto algo me reclama, la lucidez regresa y, en un instante, soy consciente de cómo estoy conduciendo. Casi pierdo el control en una curva, pero consigo enderezar el coche, oigo el chirrido de los neumáticos, rozo el guardarraíl. No me había dado cuenta de a cuánto iba. Ahora he reducido la velocidad. Mi corazón también late más lento. Respiro más tranquilo. Estoy en la vía Flaminia y casi me parece natural conducir hasta meterme en el túnel y llegar hasta allí. Son algo más de las tres. Bajo del coche y me dirijo hacia ella. Camino recordando el camino. Sí, al final de la avenida, girando la esquina, frente a la construcción de mármol y cristales azulados, está la tumba de mi madre. Hace mucho tiempo que no vengo. Necesito hablar con ella. Un instante de tranquilidad para intentar encontrar una voz, una luz, una salida. Cuando doblo la esquina, veo que el cementerio está casi vacío. Hay una señora mayor arreglando unas flores y, un poco más allá, en medio de todas esas lápidas, solo un hombre. A medida que me voy acercando me da la sensación de que precisamente está delante de la tumba de mi madre. Cuando ya me hallo a pocos pasos, no me cabe duda, está frente a su tumba. Entonces él se vuelve. Nuestras miradas se encuentran. Me parece que lo tengo visto. Sigue mirándome, luego de repente cambia de expresión, como si al haberme reconocido se hubiera asustado, y acto seguido se dispone a marcharse.

—¿Disculpe? —le digo—. ¿Disculpe? —Sigo repitiéndolo para llamar su atención, pero no se vuelve, al contrario, acelera el paso. Es como si estuviera decidiendo si echar a correr o no.

Entonces lo adelanto de un salto y me planto delante de él, que enseguida se cubre el rostro con las manos, como si yo quisiera golpearlo.

—¿Esta vez también quieres partirme la cara?

Es Giovanni Ambrosini. El que vivía en el ático de enfrente de nosotros, el que iba con mi madre, el que yo descubrí en la cama con ella y saqué de su casa por el cuello, arrojándolo por la escalera, dándole una paliza, a puñetazos, golpeándolo detrás de la nuca y haciendo que se rompiera los pómulos entre los barrotes de la escalera.

—¿Y bien? ¿Quieres volver a dejarme moribundo? ¿O mandarme al infierno? Total, ya que estamos aquí…

Y de repente me viene a la mente el bolso de mi madre sobre aquella silla, la puerta de la habitación medio abierta y ella allí, desnuda en la cama, mirándome con el cigarrillo en la boca. No olvidaré nunca su mirada, vi su vida quemarse como aquel cigarrillo, ese repentino querer morirse, ese dolor que iba a durar para siempre. Pero él barre mis recuerdos.

—¿Y bien? ¿Qué contestas?

Está todavía delante de mí con los puños cerrados, colocados de mala manera delante de la cara en una inútil defensa. No me costaría mucho. Pero ya no me gusto. No me gusta cómo se fue mi madre, con esa imagen de mí. Y, si existe un Dios, tal vez le esté enseñando también esta escena.

Perdóname, mamá, los celos me cegaron. Y me vuelvo y me dispongo a marcharme. Giovanni Ambrosini baja los brazos, se relaja, se queda sorprendido, casi no se lo cree. Me imagino que todo esto le parece absurdo. Pero no me importa. Sigo andando hasta que encuentro un banco y me dejo caer en él. A continuación, escondo el rostro entre las manos y empiezo a llorar a moco tendido, sollozando, sin pensar, sin vergüenza ni preocuparme de lo que pueda pensar él u otros visitantes. Te echo de menos, mamá, mucho. Solo esto cuenta. Y sigo llorando, y me gustaría disculparme contigo, me gustaría hablarte como el último día que fui a verte al hospital, preguntarte qué piensas de Babi, de Gin, de toda esta situación, de los hijos, de qué debo hacer. Solo tú sabrías ayudarme, con tu mano cogiéndome la mía, con una caricia, con tu amor, que echo de menos todos los días. Entonces oigo que alguien se sienta a mi lado. Así que, poco a poco, me tranquilizo, recupero el aliento, aplaco cuanto puedo mi dolor. Miro entre mis dedos intentando saber quién se ha sentado en el banco. Es él, Giovanni Ambrosini.

—Vengo a menudo a ver a tu madre y siempre lo hago a primera hora de la tarde; creía que era el momento más seguro. De hecho, nunca me había encontrado a nadie hasta ahora. Hoy he coincidido contigo. Lo siento.

No digo nada. Después inspiro hondo una vez, otra. Sí, ahora estoy más tranquilo. Retiro las manos de la cara, me apoyo en el respaldo, pero no lo miro. Miro fijamente un punto delante de mí, lejos, mientras él continúa hablando:

—Ahora eres más mayor y tal vez puedas comprenderme. Yo amaba a tu madre, más que a nada en el mundo. También le dije que, si quería, renunciaría a ir a juicio. Dijo que estaba preocupada por ti, que eras demasiado violento, que tal vez te haría bien… Por eso seguimos adelante. Cuando tus padres se separaron, empezamos a vivir juntos. Fuimos muy felices… A pesar de que no pude masticar durante una buena temporada. Pero no importaba. No era eso. Tu madre era especial. Sufrió mucho con tu padre, me confió muchas cosas, pero no es justo que tú lo sepas. Quiero que sigas viéndolo como te lo imaginas…

A mí también me gustaría decir algo, pedirle perdón por aquello, querría saber más, hacerle preguntas, pero no me sale la voz. Cada vez que lo intento se me queda atascada en la garganta. Y casi me avergüenza que pueda oír ese esfuerzo tan débil, casi inexistente. Entonces él prosigue.

Ahora sus palabras me aturden, me abofetean, me golpean, del mismo modo que aquella vez hice yo con él.

—Traté de hacerla feliz como nunca lo había sido. Oí hablar mucho de ti, cada día me contaba algo, eras como un hijo para mí. Yo le daba consejos, le sugería cómo tratarte, qué hacer con tu carácter, sin saber que un día te rebelarías precisamente contra mí y me dejarías así… —Entonces esboza una pequeña sonrisa—. ¿Qué pasa?, ¿no te atreves a mirarme? Hazlo. Eras muy temerario, muy duro… Ahora, en cambio, ¿te avergüenzas? Mírame, lo hiciste tú e incluso debiste de sentirte orgulloso, ¿no?

De modo que me vuelvo. Y veo esa fea sonrisa, esa mueca casi ridícula, marcada por la mandíbula desencajada. Sigue con la mirada fija en mí. Ahora no tiene ningún miedo. Casi me desafía, quiere que eso me afecte. Y lo consigue. Tal vez se da cuenta.

—Y piensa que, a pesar de todo esto, seguí amando muchísimo a tu madre. Si ese debía ser el precio que tenía que pagar, acepté pagarlo, pero fue injusto que precisamente cuando por fin podíamos ser felices la perdiera de nuevo.

Después no dice nada más. Nos quedamos así, en silencio, en ese banco, en esa incomodidad dictada por un dolor compartido. Hemos querido a la misma mujer de maneras distintas. Pero yo no consigo aceptarlo del todo. Y entonces me levanto. Me gustaría decir algo, pero «Perdóname» o «Lo siento» me parece que no tienen sentido. ¿Habría preferido no encontrármelo? ¿Dejarlo en mi pasado con todas sus culpas, tal y como lo vi aquel día? No lo sé. Lo que más me hace sufrir es que él conoce unos hechos que yo no sabré nunca. ¿Qué era lo que hacía infeliz a mamá? ¿Por qué? ¿Qué le hizo papá? Así es, todo eso pertenece a una mujer que ya no existe, a un extraño inútilmente deforme que mantiene guardado con celo ese secreto detrás de su indefinida sonrisa.

Al final, apenas consigo decir:

—Me voy.

Y hasta me parece mucho.

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