Tres veces tú
Cuarenta y ocho
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CUARENTA Y OCHO
Cogemos un taxi delante de la oficina y en poco tiempo estamos en via del Babuino. Giorgio paga la carrera mientras un señor distinguido, con sombrero de copa en la cabeza y todo, nos abre la portezuela. Entramos en el hotel. Es muy elegante, un continuo ir y venir de turistas. Un jugador de fútbol español pasa justo en ese momento y alguien sonríe al verlo. Un chaval se lo señala a su padre tirándole del brazo; su entusiasmo es tan intenso como el aburrimiento desencantado del progenitor, ya que además supongo que no juega en su equipo.
—Buenos días, señores, ¿puedo ayudarlos en algo? —pregunta el recepcionista.
Giorgio toma enseguida la palabra:
—Sí; Renzi, nos esperan en el restaurante.
—Pasen por aquí, por favor, por este lado. —Nos señala una puerta de cristales que da al patio interior.
—Gracias.
Acto seguido, nos dirigimos en esa dirección. Poco después estamos fuera, en un precioso jardín cuidado de modo magnífico. Unos setos hacen las veces de reservados separando perfectamente una mesa de otra, mientras que unos grandes parasoles blancos resguardan del sol a los numerosos comensales. Unos camareros provistos de delantales de color crudo se mueven con más o menos elegancia entre las mesas. Muchos llevan bebidas, agua o una cerveza, alguno tiene en la bandeja platos preparados, pero la mayor parte de la gente se sirve en el interior del restaurante, ya que han optado por el brunch, no para ahorrarse algo, sino porque, como tantas de las más diversas cosas inexplicables de cierta parte de Roma, también eso se ha puesto de moda.
Se nos acerca el maître.
—Buenos días. ¿Puedo ayudarlos?
Me dirijo a Giorgio en voz baja:
—Pero ¿esto qué es? ¡Más que un hotel, con estas constantes ganas de ayudar, parece un servicio de urgencias!
Giorgio se echa a reír.
—Estamos buscando al señor Calemi —dice.
—Síganme, por favor.
El maître nos acompaña un trecho y luego se detiene indicándonos la última parte del camino.
—Por aquí, al final de esta escalinata, a la derecha.
—Gracias.
—No hay de qué.
Y desaparece con una sonrisa. Subimos por la escalinata y es como si las mesas de la parte alta del jardín representaran algo parecido al último estadio, el círculo de los poderosos. En una mesa veo al director de ficción de Medinews; en otra, a la directora de la Rete, Gianna Calvi, y, al fondo, a un hombre que levanta la mano saludándonos. Debe de ser la persona con la que hemos quedado.
—¡Renzi, estoy aquí!
Cuando nos reunimos con él, Giorgio y Calemi se abrazan.
—¿Cómo estás? Qué contento estoy de verte.
—Gracias, Alessandro, yo también me alegro. Te presento a mi nuevo jefe, Stefano Mancini, y a uno de nuestros autores más jóvenes, Simone Civinini.
Nos estrechamos la mano.
—Sentaos, así podremos hablar tranquilos.
Nos sonríe y está sinceramente feliz de tenernos en su mesa. Se nota por la manera en que se dirige a Giorgio.
—No sabes cómo me alegro de que hayas cambiado de empresa. Ottavi no me gustaba nada, ese piensa que con dinero se puede comprar todo, no tiene amigos, para él todo está supeditado a la posibilidad que tenga de hacer fortuna. Por Navidad me regaló un Rolex, al igual que hizo con los directores de las otras cadenas. ¿Es que yo soy como esos? ¡Joder! Se lo devolví. ¿No ves que así me ofendes? ¿Que me tratas como a un imbécil rastrero delante de todo el mundo?
Giorgio Renzi se ríe divertido de verdad.
—¡Alessandro, eres una pasada! Me haces reír un montón. ¡Deberías salir en algún sketch de Zelig!
—¡Precisamente inventé a Zelig por eso; de vez en cuando, a los cómicos que me caen mal los mando a la mierda! ¿Os apetece un poco de marisco crudo variado? ¡Os aseguro que lo tienen muy muy fresco! Hace mucho tiempo que vengo aquí, desde que este lugar no era conocido… Pero Alberto, el chef, ahora que este hotel se ha puesto de moda, me sigue guardando el marisco variado.
¿Queréis probarlo?
Giorgio me mira. A mí no me disgusta y asiento, el joven autor también parece alegrarse con la elección.
—Sí, ¿por qué no?…
—Bien, se lo digo enseguida. —Se pone las gafas y coge un iPhone último modelo—. Ostras, tengo que cambiarme las gafas, no veo nada…
—Espera. —Giorgio se acerca a su teléfono—. ¿Me permites?
—Claro.
Calemi se lo pasa y Giorgio busca en la pantalla la tecla de las opciones. Calesi se quita las gafas y se dirige a mí y al joven autor:
—¡Debería hacerme esa operación con láser, pero me da miedo!
Sonreímos por educación cuando Giorgio le devuelve el iPhone.
—Toma.
Calemi coge su móvil, empieza a escribir el mensaje, después se da cuenta de que las letras se han vuelto más grandes.
—Oye, pero ¿qué has hecho? ¿Un milagro?
Giorgio sonríe. Calemi me mira.
—¡Eh, no hagas como Ottavi y lo dejes escapar! ¡Este hombre es oro puro! Sabe hacer de todo, llega a donde quiere y siempre te sorprende, recuérdalo. Además, es de los que saben qué es la amistad, no como ese infame… Puede que Ottavi sea muy válido, pero es bajo, un retaco, e insulso.
Para él la amistad es solo un contrato, de esos que se hacen sobre el papel, donde hay que ganar algo a la fuerza. En cambio, la amistad es una cosa sagrada, puede parecerte que sales perdiendo, pero siempre ganas algo…
Giorgio se ríe.
—Me temo que si hablas así no es solo por el Rolex idéntico al de todos los demás, aquí hay algo más grave…
—¿Lo ves?… Me conoces demasiado bien. Algún día tenemos que quedar más tranquilamente, tal vez en mi casa, y así te contaré unas cuantas cosas. Pero ahora no, que los vamos a aburrir. Esperad, que envío el mensaje. —Escribe algo en el móvil agrandado. A continuación, se quita las gafas y las deja sobre la mesa—. Ya está. ¿Y bien?, ¿a qué debo el placer de este bonito encuentro?
Giorgio empieza a hablar.
—En primer lugar, quería que conocieras en persona al propietario de Futura, Stefano Mancini.
Calemi me mira.
—Ya lo conozco, o, mejor dicho, he oído hablar mucho de él. Me alegra que os hayáis encontrado, estoy seguro de que Futura se abrirá camino. No digo que Futura tendrá un gran futuro porque sonaría banal.
Giorgio se ríe.
—Puedes decir lo que quieras, Michele, ya lo sabes.
Calemi me mira con curiosidad.
—¿Dónde tenéis la oficina?
—En Prati.
—Bien. Me gustaría ir a veros un día de estos, y además me gustaría que cogierais a una de mis hijas. Se llama Dania. Podríais ponerla a hacer prácticas y así apartarla de los líos.
Giorgio me mira. Yo continúo observando a Calemi, que abre las manos.
—Si os parece adecuada, por supuesto, si creéis que os puede ser útil. Por otra parte, estáis creciendo, necesitáis nuevas fuerzas, y ella es una chica seria y honesta. En todo caso, hablad con ella; después, si os conviene o no lo decidís vosotros.
—Pues claro —interviene Giorgio—, hablaremos con ella encantados.
Calemi me sonríe.
—¡Oh, ya está aquí el marisco!
Dos camareras, una rubia y otra morena con el pelo recogido, muy guapas, con camisa blanca y el delantal de color crudo, llegan hasta nosotros trayendo unos grandes platos.
—Buenos días, señor Calemi, ¿cómo está?
—Muy bien, ahora que os veo.
—¡Está contento porque ya está aquí su marisco!
—Pero estoy aún más contento de que me lo traigáis vosotras… —A continuación, dirigiéndose a nosotros, añade—: ¿A que son preciosas? Son espumeantes, mirad qué frescura.
Una de las dos chicas le sonríe.
—Está hablando de los langostinos, ¿verdad?
Calemi se ríe divertido.
—¡No solo son bellas, sino también divertidas! Y mirad qué sonrisa…
La morena finge enfurruñarse.
—De acuerdo, quiere que nos sonrojemos, pero esta vez no lo va a conseguir, ya hemos visto que nos toma el pelo. A saber a cuántas mujeres guapísimas ve usted cada día… Nosotras volvemos a la cocina.
—¡Gracias, siempre sois muy amables, el De Russie es todavía mejor gracias a vosotras!
Y se alejan alegres y satisfechas por todos esos cumplidos.
—¡Ay, bendita juventud! Bueno, vamos a probar el marisco, parece todavía más rico de lo habitual… —Y empieza cogiendo una espléndida cigala.
A simple vista se nota perfectamente lo fresco que es todo, de modo que nos llenamos el plato con gambas rojas, alguna ostra, almejas grandes, navajas. Calemi se fija en que estoy mirando algo.
—Está todo fresco, te lo aseguro; a esos de abajo a lo mejor les dan las sobras… —dice, e indica con la barbilla a los directores sentados a otras mesas. A continuación me señala el carpaccio de pescado en el plato grande—. Ese es de pez limón, y el otro, de lubina.
Cojo un poco de ambos. Calemi me mira satisfecho, está contento de habernos hecho probar su especialidad. Entonces, es como si tuviera una iluminación.
—Y ¿no queréis un poco de burbujas?
Nos miramos, pero no espera nuestra decisión.
—¿Disculpe? —Llama a un camarero que pasa por allí justo en ese momento.
—¿Sí? Dígame.
—¿Nos trae un valdobbiadene superior helado?
—Sí, por supuesto.
—Dese prisa, que estamos muy sedientos.
Y empieza a comer en silencio sin distraerse más. Me fijo en que solo Giorgio mira a su alrededor, luego coge una botella de agua, con mucha calma sirve un poco a cada uno y se pone él también a comer.
—Bien, ya llegan las burbujas. —Calemi se limpia la boca con la servilleta mientras el camarero descorcha el prosecco delante de nosotros.
Sirve un poco en la copa de Calemi, que lo huele y, sin siquiera probarlo, asiente, dando su consentimiento para que lo sirvan también en nuestras copas.
—Bueno… —Calemi levanta la copa y espera a que la última, la del joven guionista, esté llena—. ¡Para que este encuentro esté repleto de… Futura! —Se ríe divertido, todos nosotros levantamos nuestras copas y luego bebemos un excelente valdobbiadene. Calemi es el primero en dejar su copa—. Con este marisco van perfectas unas cuantas burbujas… ¿Y bien?, ¿qué me contáis? Renzi, me has dicho que tal vez tengáis una buena idea para el access time.
—Sí, eso espero. Pero ya me lo dirás tú, que lo decides todo.
—¡Yo no decido nada de nada! A veces consigo que mi jefe razone, pero otras se empecina en hacer o no ciertos programas o series que no logro entender… En fin, en todo caso, venga, que estoy en ascuas; ¿quién lo cuenta?
Nos miramos los tres. A continuación, tomo la palabra y Giorgio se queda sorprendido.
—Pues bien, el programa es muy divertido, tiene la posibilidad de atraer a personas de todas las edades, incluso a esa hora, y ¿sabe por qué? Porque apuesta por el amor.
Y solo con eso a Calemi ya le parece una excelente idea. Frunce un poco los ojos con curiosidad.
—Hace tiempo que no se hacen programas sobre parejas.
Le sonrío.
—Yo también lo he pensado, pero ahora me gustaría que el guionista que lo ha ideado lo contara directamente. Sin duda lo hará mucho mejor que yo.
Y Simone, que se estaba comiendo una excelente cigala, sintiéndose de repente el centro de atención, la ingiere y está a punto de atragantarse. Acto seguido, bebe un poco de agua y me mira sorprendido, pero Giorgio le sonríe y luego asiente, como diciendo: «No te preocupes, puedes hacerlo».
El chico se limpia la boca con la servilleta y se lanza.
—Bien, se me ocurrió este programa mientras una noche veía «Soliti ignoti», con Fabrizio Frizzi.
Me estaba divirtiendo mucho, pero me faltaba algo, no sabía nada de la vida de las personas que participaban, y entonces me imaginé la pregunta que en el fondo todos se estaban haciendo: «Pero ¿yo soy feliz?».
No me lo puedo creer… ¿Aquí también? ¡Así pues, se trata de una conspiración! Y, además, ¿qué tendrá que ver con esto? De todos modos, Simone prosigue tranquilamente su explicación:
—Se puede ser feliz si se está enamorado, si se está a gusto con alguien, ¿no es así? Pues entonces pensé: «¿Y si tuviera que adivinar con quién está ese tipo en vez de en qué trabaja?».
Calemi bebe un poco más de prosecco y sigue escuchándolo con los ojos cerrados. Simone continúa explicando el programa; Calemi se imagina la escena, lo que sucede, las anécdotas que cuenta la gente: cómo se conocieron, dónde se besaron, dónde hicieron el amor. Aquí se ríe y bebe un poco más, y Giorgio, al ver que se lo ha terminado, le llena de nuevo la copa. Después Simone explica que por cada pareja adivinada se asigna una cantidad de dinero a los concursantes hasta llegar a la opción del superpremio.
—Y ya está, esto es el programa.
Calemi se limpia la boca con la servilleta y la deja sobre la mesa.
—Ostras, pues es muy chulo. Esa idea es una pasada. Oye, pero ¿por qué no te vienes a trabajar a Milán? Necesitamos una mente como la tuya. Si has pensado algo como eso a los… ¿Cuántos años tienes?
—Diecinueve.
—Pues eso, ¡imagínate lo que se te puede ocurrir dentro de un año o dos! Te haremos un buen contrato por dos años en exclusiva…
Decido intervenir:
—Mire, voy a detenerlo antes de que vaya demasiado lejos. Sea lo que sea lo que quiera ofrecerle, nosotros ya lo hemos contratado por menos de la mitad.
Giorgio sonríe.
—Tal vez una quinta parte…
—Está bien —insiste Calemi—. Pues entonces… ¡os lo compro!
Simone lo mira, luego mira a Giorgio, después a mí, a continuación, otra vez a Calemi, y al final dice:
—Perdonen, ¿eh?; yo vivo en Civitavecchia, a mí no me saluda ni el socorrista de la playa… He llegado esta mañana, me han hecho un contrato enseguida y ahora me quieren todos… Es demasiado raro. ¿No será que estoy en «Bromas aparte»?
Estallamos en carcajadas. Giorgio vuelve a enderezar la situación enseguida.
—¡Alessandro, no hace falta que nos lo compres, ya trabaja para ti, pero está con nosotros…, junto a tu hija!
Calemi sonríe y sacude la cabeza.
—¿Lo veis? Es el número uno, nos lía a todos. De acuerdo. Trato hecho. —Se levanta y me da la mano.
»¿Puedo considerar nuestro ese programa?
—No corramos demasiado…
—Tienes razón, hablaremos con calma, pero me interesa en serio.
Entonces se dirige al joven autor.
—¿Qué título le has puesto? Debería ser algo del estilo… «Adivina el enamorado». —Lo piensa un instante y luego frunce la boca, sacude la cabeza y lo descarta él mismo—. No, no, demasiado trivial…
El joven autor se la juega:
—A mí se me había ocurrido «Quién quiere a quién».
Calemi se entusiasma.
—Perfecto, es muy musical, se puede hacer la sintonía con esas palabras. —Y sigue canturreando de mala manera algo improvisado—: ¡«Quién quiere a quién, quién quiere a quién…»! Qué pasada.
En serio. Muy bien. Muy bien todos. —A continuación, se levanta de la silla—. Tenéis que probar los fruttini gelati, están riquísimos. Son naturales. Es helado dentro de nueces partidas por la mitad, o castañas, o higos, o cualquier otro tipo de fruta; ¿os lo pido? Si no, tomad lo que os apetezca. Yo me vuelvo a Milán. Nos llamamos mañana por la mañana para el contrato. Estoy muy contento. ¡Les vamos a patear el culo este año después del telediario!
Y se aleja sin que casi tengamos tiempo de despedirnos de él.
Giorgio me sonríe.
—Me parece bien, ¿no?
—¡¿Joder?! Mejor que así no sabría decirte.
El joven autor se bebe todo el prosecco de un trago.
—A mí sigue pareciéndome que estoy en «Bromas aparte».
—Pues no, estás aquí con nosotros, firmando tu primer éxito.
Giorgio para a un camarero.
—¿Disculpe?
—Sí, ahora les traerán los fruttini gelati.
—Sí, gracias, pero quería pedirle otra cosa. ¿Puede traernos una buena botella?
—El señor Calemi ya les ha pedido un Dom Pérignon, ha dicho que tenían algo que celebrar.
—Bien, gracias. —El camarero se aleja mientras Giorgio nos mira divertido—. No tiene remedio… ¡Esta vez ha sido él quien se me ha adelantado!