Tres veces tú
Cuarenta y nueve
Página 51 de 149
CUARENTA Y NUEVE
Simone tiene la adrenalina al máximo y, como es evidente, con todo lo que está sucediendo en su vida, no puedo reprochárselo.
—¡Perdonen, pero es que no me parece real! Yo soñaba con algo así, y desde hace mucho tiempo, no se lo pueden imaginar, pero siempre pensé que era imposible. ¡En cambio, me ha ocurrido de verdad! —Simone va sentado delante, al lado del taxista, y desde que ha subido no ha dejado de hablar ni un momento—. ¡No, en serio, me parece increíble, cuanto más lo pienso, más me emociono!
El taxista de vez en cuando lo mira, es un hombre de unos sesenta años. Casi parece que le moleste su exceso de felicidad, o simplemente no se lo cree y piensa que interpreta un papel.
Simone se vuelve hacia nosotros.
—Así pues, ¿el señor Calemi ahora va a Milán, lo presentará y lo pondrán en antena? Pero ¿lo sabrá explicar bien? ¿Se acordará de todo? ¿No habría sido mejor que yo fuera con él? —Entonces se da cuenta de lo que acaba de decir—. Bueno, si a ustedes dos les pareciera bien, claro…
Giorgio y yo sonreímos. Y él decide explicarle mejor cómo funcionan estas cosas.
—Vamos a ver, siempre tienes que poner en duda que sea cierto lo que te diga alguien de este mundillo…
—¿Ah, sí? O sea, ¿no le ha gustado? Y entonces ¿toda esa historia del marisco, esa comida de ensueño, los fruttini gelati… y encima champán para terminar? Era para celebrarlo, ¿no?
—Pero también podría tratarse solo de apariencias. Quizá solo quería vernos, tantear el terreno, saber qué teníamos en realidad entre manos.
—Ah. —Se queda un poco decepcionado.
—De todos modos —intervengo—, si de verdad le ha gustado, tendrá que reunirse con la comisión que decide cuáles son los programas que se emitirán… En resumen, puede pasar bastante tiempo, nadie es tan valiente como para asumir él solo una responsabilidad tan grande.
Giorgio sonríe.
—No, eso no. Si de verdad le ha gustado, se hará y punto. Escuchará a la comisión después, como cortesía. ¿Tienes presente El padrino?
—Cómo no…
—Pues eso, no me preguntéis por qué, pero me parece que Calemi es lo mismo aunque en el ámbito televisivo. Por favor, pare aquí, gracias.
El taxista, que parecía tener una mirada alelada, de repente se despierta.
—¿Necesitan recibo?
—Sí, gracias.
Entonces coge una hoja de un bloc de encima del cenicero, empieza a escribir y luego, de repente, sin siquiera mirarlo, comienza a hablar:
—Ay, si mi hijo tuviera la mitad de tu entusiasmo, podría respirar tranquilo. —Arranca la hoja y se la pasa a Giorgio—. Le he dicho: «Combínatelo conmigo, lleva este taxi, haz algo, así podrás tener un poco de dinero para ti», y ¿saben qué me ha contestado? «Ay, papá, yo soy un artista como Tiziano Ferro y él al principio pesaba 111 kilos…». ¿Saben, pues, qué hace ahora mi hijo? Quiere engordar, come día y noche. Ha dicho que las canciones salen bien solo si tú estás mal. Le daría de patadas en el trasero; ¿se imaginan las canciones que le saldrían? Bueno, no los aburro más, que tengan un buen día…
Bajamos del coche riendo. Giorgio nos cuenta una anécdota.
—¿Sabéis qué hacía Gennaro Ottavi, ese de donde trabajaba antes? Cuando acabábamos las reuniones con los clientes y los directores, solían necesitar un taxi y él hacía que nuestra secretaria lo llamara. Solo que en realidad el que acudía a la puerta de la oficina era un taxi de mentira, era un empleado suyo con un coche blanco y una placa. El falso taxista hacía subir a las personas que habían participado en nuestra reunión y al mismo tiempo ponía en marcha una grabadora. No tenéis ni idea de lo que se puede decir en caliente, la gente dice cualquier cosa y ni siquiera se da cuenta. El falso taxista los acompañaba a Fiumicino, a Termini o a donde quisieran ir, luego regresaba a la oficina y le entregaba la cinta a Gennaro Ottavi con la grabación. Así, él oía enseguida lo que tenían intención de ofrecer, lo que pretendían hacer en realidad y, mira qué casualidad, Ottavi siempre se comportaba de la manera apropiada, demostrando ser un hombre muy sensible, casi un adivino…
—Pues sí, muy espabilado ese Ottavi.
—Mucho, pero a veces ser demasiado espabilado te hace pensar que los demás son todos unos gilipollas. Precisamente cuando te crees tan omnipotente, por lo general acabas perjudicándote a ti mismo… Y espero poder darte pronto una buena noticia al respecto.
—¿Qué quieres decir?
—Nada, no tengo más que añadir, por ahora… Bueno, ya hemos llegado.
Entramos en Vanni, un bar restaurante donde gravita todo el mundo televisivo de Roma-Prati.
Giorgio saluda a Vincenzo, el propietario, a quien yo también conozco de otras ocasiones, y luego se va directo hacia otra mesa, al fondo del local.
—Hola, Aldo. ¿Cómo estás? —saluda con mucho entusiasmo a un hombre algo mayor que nosotros que se levanta de la mesa justo detrás de la esquina.
—Estupendamente, ¿y tú?
—Muy bien, gracias.
—Vamos, sentaos; ¿qué os pido?
—Pues para mí un café, gracias.
—Para mí también.
—Y otro para mí.
—¡Bueno, por lo menos en esto empezamos bien, estamos todos de acuerdo!
En ese momento pasa una chica no tan guapa como las del De Russie y mucho más redonda.
—Lucia, ¿nos traes cuatro cafés? Gracias.
Giorgio nos presenta, habla de Futura y de cómo acabó dejando a Ottavi.
—¡Hiciste bien!
Me parece que, en ese punto, cualquier director de cualquier cadena está de acuerdo por completo.
—Y a ti, Aldo, ¿cómo te va tu nueva vida de responsable de área? Tenéis que saber que él antes era un guionista igual que tú… —Y señala a Simone, que lo mira sonriendo—. Su trabajo siempre ha sido meticuloso, estaba al lado de los presentadores, sabía ser paciente, los tranquilizaba en los momentos difíciles, y de este modo ha hecho excelentes programas y obtenido éxitos considerables.
Y la dirección de la cadena este año decidió premiarlo dándole el cargo de responsable de área.
—¡Y prácticamente me han jodido! No tengo ni un día libre, nunca veo a mi mujer, nunca veo a mis hijos y, lo más importante, ya no veo ni a mis amantes…
Nos echamos a reír. Aldo continúa:
—En serio, es así. Yo odio a los corruptos. Ir con mujeres guapísimas es el valor añadido de este trabajo, por qué negarlo. Y ahora entiendo por qué todos acaban con la secretaria: porque no tienen tiempo para las demás…
Nos echamos a reír de nuevo, justo cuando llegan los cafés. Aldo abre un sobre de azúcar y lo echa en la taza; a continuación, hace girar con rapidez la cucharilla.
—¿Y bien?, ¿cuál es esa excelente idea que habéis encontrado? Y encima Giorgio ni siquiera me ha dicho si es un formato extranjero, si lo habéis importado de España… ¡Oh, ahora todo viene de allí, ¿eh?!
Giorgio sonríe.
—No, no sé si te decepcionaré o te sentirás orgulloso, pero es una idea del todo italiana, procedente de Civitavecchia.
—¿Nada menos? ¿En serio? Y ¿quién ha sido? Aquí nadie es capaz de idear nada, ahora los programas los hacen directamente los presentadores, pero solo algunos, tampoco todos. Y los guionistas ni siquiera se lo discuten, no intentan mejorarlos, no, nada, solo dicen: «¡Qué buena idea!». Y les pagan de forma generosa, ¿no os habéis dado cuenta? En fin, y ¿quién es ese genio?
—No sé si es un genio, pero es él. —Giorgio señala a Simone.
El jefe de área mira sorprendido al chico, que casi parece justificarse.
—Eh…, sí, soy yo…
—¿Tú? Pero ¿cuántos años tienes? ¡Espera, no hagas como esas mujeres que me dicen la edad de sus hijas, a ver si tú me dirás ahora la de tu padre!
—Diecinueve.
—Joder, pensaba que más. ¿Qué hacía yo a los diecinueve años? Vivía en Bolonia, jugaba al baloncesto y alguna chica me daba calabazas. Soñaba con grabar un disco de éxito, arrasar con mi banda, recorrer el mundo y tener al menos tres groupies solo para mí. Bueno, ya vale con los recuerdos, que si no me pongo triste. Ya ni siquiera sé dónde están los de mi banda… Oh, grabamos tres discos, ¿eh?… Y uno hasta nos lo presentaron en «Discoring». ¿Y bien?, ¿cuál es esa idea para entrar con fuerza después del telediario, antes de que me pierda en esta vena nostálgica y me eche a llorar? O, peor aún, que reúna otra vez a mi banda e intente recomendarme a mí mismo en alguno de mis programas…
El responsable de área es simpático, tal vez porque todavía no se ha quemado en su papel. En cualquier caso, empiezo hablando yo, y con las mismas palabras:
—Pues bien, el programa es muy divertido, tiene la posibilidad de atraer a personas de todas las edades, incluso a esa hora, y ¿sabe por qué? Porque apuesta por el amor.
Aldo Locchi, el nuevo responsable de área de Rete Uno, enseguida parece interesado. A continuación, Simone empieza a contarle el programa y, naturalmente, está mucho más seguro que antes. Lo hace con simpatía, con gran soltura, y pone de manifiesto todo el potencial de su idea.
—Bueno…, eso es todo.
—¿«Eso es todo»? —Aldo Locchi nos mira sorprendido—. ¡¿Cómo que «Eso es todo»?! ¡Joder, es una pasada, lleno de ideas, de novedades, pero también clásico, agradable, divertido, familiar, nada de esas chorradas que se inventan algunos autores y en las que no se entiende nada! Y ¿sabes por qué lo hacen?
Esta vez se vuelve, dirigiéndose directamente a Simone, que, cogido por sorpresa, contesta sincero:
—No, no lo sé…
—Fácil, porque quieren «parecer» jóvenes, y entonces se hacen pasar por falsos jóvenes. En cambio, ¿sabes por qué tu programa funciona?
Ahora Simone también niega con la cabeza, sincero.
—No, ¿por qué?
—¡Porque tú no tienes que inventarte nada, tú eres joven! ¡Por eso, joder! En cualquier caso, es fabuloso. Hablamos mañana a última hora de la mañana, iré a veros; ¿tenéis una tarjeta?
Giorgio la saca del bolsillo de la americana. Locchi la mira un instante; a continuación, coge su cartera y la guarda dentro.
—De acuerdo, al mediodía estaré allí.
Giorgio le pide entonces un favor en tono amable:
—Primera hora de la tarde, si no te importa…
Locchi enarca una ceja y luego asiente.
—De acuerdo, ¿a las tres va bien?
Giorgio sonríe.
—Sí, perfecto, gracias.
El responsable de área se levanta de la mesa y señala a Simone.
—¡Enhorabuena, ¿eh?! Muy bien, en serio.
Y, dicho esto, se va sacudiendo la cabeza.
Simone nos mira sorprendido.
—¿Y ahora? ¿Qué hay que hacer?
—Tú, mientras tanto, paga esto… —Giorgio coge el ticket de debajo del café y se lo pasa.
Simone lo mira perplejo y a continuación sonríe.
—Claro —dice, y se aleja.
Una vez solos, Giorgio me sonríe.
—Bueno, la cosa va bien. A Locchi le ha gustado, pero a pesar de ser responsable de área sigue siendo un guionista, así que lo carcome no haber sido él quien lo haya ideado. Va a estar reñido. Por una parte, se lo querrá contar al director; por la otra, le gustaría que Simone nunca tuviera éxito. No entiendo por qué se dejan seducir así por el poder, si luego en el fondo los estropea. Lo aman y lo odian. Odi et amo. Quare id faciam, fortasse requiris. Nescio…
—Ah. Perdona, pero si piensas así, ¿por qué no has ido directamente a ver al director? ¿No lo conoces?
—Claro que sí. De hecho, he quedado con Locchi a las tres porque antes estaremos comiendo con él.
Justo en ese momento regresa Simone.
—Ya está, ¿volvemos a la oficina?
Giorgio se levanta.
—Antes todavía tenemos que dar una vuelta…
Pero precisamente cuando nos disponemos a salir de Vanni, oigo que me llaman:
—Step, Stefano…, ¿cómo estás?
Me vuelvo y veo que una chica guapísima viene hacia mí. Sonriente, alta, rubia, un precioso pecho resaltado por una escotada blusa blanca, vaqueros ceñidos y zapatos con una cuña muy pronunciada.
—Soy Annalisa Piacenzi. ¿No te acuerdas de mí? Era una de las telefonistas de tu primer programa.
—Claro, cómo no. Es que has cambiado un poco.
—¿A mejor o a peor? —Pone una cara divertida, un poco enfurruñada, simulando estar preocupada por cuál podrá ser la respuesta. Luego lleva las dos manos hacia delante—. No, no me lo digas. —Como si mi opinión le importara algo en realidad.
—Diría que mucho mucho mejor, eres otra, más guapa. —Aunque la primera versión no la recuerdo en absoluto.
—¡Gracias! Era justo lo que quería oír. Aunque en realidad llevo extensiones, ¿eh?…
—Ah, claro.
—Sé que estás haciendo cosas muy importantes…
Giorgio Renzi me mira con curiosidad para ver qué contestaré. Simone Civinini, en cambio, está completamente perdido en el escote.
—Sí, lo estamos intentando…
—¡Bien, me alegro, van a ser cosas muy bonitas, estoy segura! Te dejo mi tarjeta, a lo mejor puedes llamarme para hacer alguna prueba.
—Por supuesto. —Miro la tarjeta.
—Quiero ser probada, no tiene nada que ver con lo que hicimos… —Y me da dos besos en la mejilla, ofreciéndome en realidad una oreja y luego la otra.
A continuación, se aleja contoneándose por supuesto.
Giorgio se me acerca.
—Es evidente que, en cuanto empiece alguno de nuestros programas, le haremos una prueba. No es que quiera meterme en tus asuntos, pero ¿qué es «eso que hicisteis»? No, lo digo por si debo preocuparme por que llegue alguna otra «novedad».
—A ver, primero, no es que te metas en mis asuntos, sino que a mí me parece que lo haces a lo grande; segundo, no tengo la más remota idea de lo que hicimos, pero creo que nada, ya que ni siquiera me acordaba de quién era; tercero, odio a las mujeres que se perfuman así, y sobre todo a las que, cuando te besan, te ofrecen la oreja pensando quién sabe qué atentado podrías cometer contra su boca… Oh, y, por último, pero no menos importante, recordemos que voy a casarme. Así que, aparte de una despedida de soltero excepcional, no preveo otras distracciones… —Acto seguido, meto la tarjeta de la tal Annalisa en el bolsillo de la americana de Giorgio—. ¡Toma, así tú también tendrás algo que contarme!
Entonces nos dirigimos hacia la salida, pero justo cuando estamos a punto de abrir la puerta de cristal, veo que Annalisa se ha sentado a la mesa de una persona en el otro lado de la sala y los dos se besan, así, largamente, sin pudor. Luego se separan y él la toca para que se siente más cerca, pero en ese gesto se lee todo el erotismo, la sensación de posesión, de poder hacer con ese cuerpo cualquier cosa.
—¿Qué pasa?, ¿estás celoso? —Giorgio Renzi entra en mis pensamientos.
—No, me parece que a él lo conozco. —Lo miro con más atención; tiene el pelo oscuro, un poco entrecano, corto pero rizado, perilla, gafas negras—. No sé, tal vez me confundo.
Salimos a la calle para coger un taxi.
—Pero ¿adónde vamos?, la oficina está aquí detrás —pregunta curioso Simone.
—Tenemos que hacer una última visita —dice Giorgio sonriendo socarrón—. Así, solo en un día habrás visto cómo funciona el mundo de la televisión.
Al cabo de un rato vamos en dirección a Trionfale, embocamos la Pineta Sacchetti y torcemos por una callejuela para detenernos delante del gran edificio de La7. Bajamos del taxi. Giorgio paga, coge el recibo y, junto a él, entramos en la portería.
—Buenos días, Sara Mannino nos está esperando.
—Sí; ¿me permiten sus documentos?
El tipo parece más un cabo de los carabinieri que el recepcionista de una importante televisión, pero esta vez, como no tengo nada que esconder, se lo doy tranquilo. Poco después nos entrega tres pases y nos indica por dónde tenemos que ir.
—Tercera planta; en cuanto salgan del ascensor vayan a la derecha y luego acudirá ella a recibirlos, la he avisado y los está esperando.
—Gracias.
Seguimos sus indicaciones y, cuando salimos del ascensor, la encontramos esperándonos.
—¡Hola, Giorgio! ¿Cómo estás? —Lo abraza y lo besa, cogiéndolo enseguida del brazo—. ¡Qué alegría verte!
—Para mí también.
—¡Ha pasado un montón de tiempo! ¡Habías desaparecido!
—Tienes razón, pero he vuelto en excelente compañía. Te presento a mi jefe, Stefano Mancini, y a Simone Civinini, un joven autor que trabaja con nosotros.
Sara me mira con malicia.
—Eh, no está mal el nuevo jefe. Al Empanada no había quien lo mirara…
Me río al oír que lo llama así, pero Sara se me queda mirando.
—¡Oye, que a ti también te encontraré un mote! ¡De todos modos, no hay nada peor que alguien que se cree muy listo y que considera que los demás son unos dementes! ¡Y después resulta que al final el verdadero demente es precisamente él!
Giorgio siente curiosidad.
—¿Por qué dices eso?
—Porque ha dejado escapar a alguien como tú. Eso significa que su astucia ha dado un giro y lo ha convertido en un cretino. Venga, vamos, entrad en mi despacho, que aquí hasta las paredes oyen. —Y, dicho esto, nos hace pasar a una habitación y, a continuación, cierra la puerta—. ¿Y bien?
¿Queréis tomar algo? —Abre una pequeña nevera—. Aquí tengo naranjada, cerveza, Coca-Cola Zero, Light, normal, Chinotto y Spuma.
Simone es el primero en pedir:
—Una Coca-Cola para mí, gracias.
Giorgio no quiere nada. Yo, en cambio, opto por la Spuma.
—La verdad es que me apetece saber qué gusto tiene. —Después, una vez que la he abierto—: Bueno, prácticamente es como el Chinotto. —Sara me sonríe—. Pero ¡la botella es más chula!
—Es verdad.
—Nunca hay que quedarse solo con las apariencias —puntualiza Giorgio.
—Eso también es verdad. ¿Y bien?, ¿qué me contáis? ¿Qué as escondéis en la manga?
—¿Puedo? —le pregunto a Giorgio.
—Claro, faltaría más, eres el jefe.
—Ah, sí, se me olvidaba.
Sara se echa a reír.
—Ya he encontrado dos motes: o el Antiguo o el Espumeante.
—Bueno, quién sabe, a lo mejor sale un tercero. Pues bien, se trata de una idea para todos: niños, adultos, jóvenes, menos jóvenes, familias…, porque habla de amor.
—Se me acaba de ocurrir un tercero: el Fascinante. Te explicas muy bien.
—Pero ¡si todavía no he dicho nada!
—¡Bueno, ahora quería parecer irónica, pero no lo habéis pillado!
—Ah, entonces será mejor que lo cuente todo nuestro joven autor. Además, la idea es suya.
—Muy bien, por fin algo italiano… ¿O eres extranjero?
—De Civitavecchia.
—Perfecto. Como lanzamiento de marketing también podría ser un factor añadido: «La7 descubre talentos en todas partes. Desde Civitavecchia llega una gran idea…». —Entonces lo mira un poco insegura—. Siempre que lo que vayas a contarme ahora lo sea.
Simone se vuelve hacia nosotros, ligeramente preocupado.
—¡Bueno, eso espero!
Y entonces empieza a hablar de su programa, primero titubeando un poco, pero adquiriendo más seguridad a medida que habla.
—Espera, espera un momento. —Sara lo interrumpe. Coge el teléfono fijo y marca un número—. Perdone, ¿puede bajar un momento? Creo que tengo lo que estaba buscando. —Después cuelga y nos sonríe—. Tendría que hacer este paso de todos modos, pero es mejor hacerlo enseguida y todos juntos, así después Giorgio no dirá que he sido yo quien no lo ha agilizado…
—Bueno, aquella vez fue así…
Sara lo interrumpe:
—El Empanada jugó sucio. Creía que tú te habías dado cuenta de que lo hice por él.
Pero Giorgio no tiene tiempo de añadir nada más, porque llaman a la puerta y, sin esperar respuesta, abren. Entra un hombre de unos sesenta años, con el pelo oscuro y abundante, una bonita sonrisa, ojos negros, profundos, un rostro resuelto y una nariz considerable. Nos estrecha la mano con ímpetu.
—Hola. Soy Giammarco Baido.
—Mucho gusto, Stefano Mancini.
—Simone Civinini.
—Giorgio Renzi, pero ya nos conocemos.
—Claro, es verdad. —Coge una silla y la sitúa a un lado de la mesa.
Sara se levanta de la suya.
—Director, ¿quiere sentarse aquí? Estará más cómodo.
—No, no, aquí estoy bien, así estoy más cerca de ellos. ¿Y bien?, ¿de qué se trata?
Sara le cuenta al director todo lo que acabamos de decirle y, a continuación, se dirige a Simone:
—Bien, nos hemos quedado ahí. Continúa, por favor.
Y él, sin ningún temor, prosigue con su explicación, ahora perfecto, claro y conciso, teniendo en cuenta los ensayos que lleva haciendo durante toda la tarde. Cuando termina, el director mira complacido a Simone.
—¡Bien, me parece una idea excelente! —A continuación, nos mira a nosotros—. Enhorabuena, en serio. Increíble, de alguna manera es justo lo que esperábamos encontrar, cumple con todos los requisitos necesarios.
Bueno, Sara, intenta establecer los acuerdos para poner en marcha el programa enseguida…
Sara detiene al director cuando se dispone a salir de la sala.
—No, un segundo, creo que debería quedarse…
Él se para, sorprendido, en el umbral.
Sara continúa:
—Bueno, en mi opinión esto de ahora ha sido un último paso después de dos o tres reuniones anteriores. ¿Es así, Renzi?
—Así es.
—Por tanto, si queremos cerrar el acuerdo tenemos que hacerlo enseguida, porque mañana podría ser demasiado tarde. ¿Es así, Renzi?
—Sí, parece que así es.
—De modo que usted, director, debe quedarse, porque lo que ellos desean solo puede concedérselo usted. ¿Es así, Renzi?
—Sí, sigue siendo así.
El director sonríe y vuelve a sentarse. Sara mira a Giorgio.
—¿Lo ves?, esto también sucedió con el Empanada. Él vino aquí, el director lo escuchó y aceptamos todas sus peticiones y, al día siguiente, él cerró con la Rete. Por eso saltaron de repente todos sus programas, aunque ya estuvieran en marcha… ¡El Empanada se consideraba inteligente, sin embargo, no lo es!
Giorgio le sonríe.
—Si hoy nosotros llegamos a un acuerdo, sabes que mañana seguirá siendo así.
—Sí. Por eso he querido que se quedara el director. No me arriesgaré nunca más a hacer un papelón como aquel.
En ese momento intervengo yo e incluyo también a Simone:
—Bien. Pues entonces nosotros nos vamos.
El director y Sara nos miran atónitos.
—Sí, sí, háganme caso, es mejor así. Futura está en buenas manos… —Señalo a Renzi—. Y nosotros solo seremos un estorbo. Ha sido un placer. —Le estrecho la mano al director, que enseguida me corresponde.
—Para mí también. —Se la estrecha a su vez a Simone—. Enhorabuena, me ha gustado mucho, de verdad. Estoy seguro de que haremos cosas buenas juntos.
Giorgio, naturalmente, puntualiza:
—Por supuesto, con Futura serán muy buenas.
El director nos sonríe.
—Sí, por supuesto.
Mientras tanto, nosotros vamos hacia la puerta.
—Esperad, os acompaño al ascensor.
Sara nos precede y salimos los tres de la sala. Miro cómo camina con su vestido claro, de punto ligero, ceñido a la cintura con un canalé y zapatos planos. Lleva el pelo rubio recogido en una coleta alta y, ahora que me fijo mejor, aunque sea desde atrás, tiene en los pómulos unas ligeras pecas.
Parece una niña, pero no está mal. Entonces empieza con su chispeante verborrea.
—Estoy muy contenta, es un programa realmente nuevo, divertido, lleno de curiosidades…
¡Ostras, nosotros no teníamos nada demasiado potente! En cambio, con esto tengo la sensación de que nuestra cadena dará un salto hacia delante. ¡Ya era hora! La verdad es que nos hacía falta. —Llegamos al ascensor y Sara pulsa el botón de llamada—. Solo espero que Renzi no pida demasiado, ¡o incluso lo imposible!
—Yo creo que pedirá lo justo; así es…, ¡siguiendo con el tema!
Sara se echa a reír, nosotros entramos en el ascensor que acaba de llegar. Ella mete la cabeza dentro y apoya el dedo en el botón de la planta baja mientras con la otra mano me pasa una tarjeta suya que no sé cómo ha podido coger antes de salir de la sala.
—He encontrado el mote para ti: el Irónico. Es perfecto, llámame cuando quieras…
Después sonríe, aprieta el botón y se aparta antes de que el ascensor se cierre.
Simone me mira.
—Es cierto. El Irónico es perfecto, me recuerda un poco a el Hispánico. Es guay, ¿no?
Lo miro, pero no digo nada.
Luego, en el silencio que acompaña la bajada del ascensor, Simone se vuelve hacia mí un tanto disgustado.
—Pero a mí ni siquiera ha intentado buscarme un mote…