Tres veces tú
Cincuenta y cuatro
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CINCUENTA Y CUATRO
Cuando entro en el Four Green Fields, en la via Costantino Morin, todo está como entonces. Los cuadros, las fotografías, los vasos colgados boca abajo encima de la barra, las pequeñas mesas redondas de madera oscura, las sillas a juego con el respaldo elíptico.
—Hola —saludo al tipo de detrás de la barra, que me mira sin mucho interés.
Antonio, con sus gafas gruesas, ya no está. Él nos recibía a todos con una sonrisa grande que equivalía a lo poco que veía sin esas gafas.
—Voy abajo, a los billares.
El tipo asiente sin pronunciar palabra. Quizá sea mudo; en cualquier caso, no es simpático. Lo lamento por la gente que hace su trabajo a regañadientes; aunque sean directores de grandes empresas, ¿por qué no intentan buscar algo que los satisfaga de verdad? ¿A qué esperan? El tiempo de que disponemos transcurre inexorablemente, después nadie podrá hacer ya nada.
Bajo los últimos escalones. Aquí tampoco ha cambiado nada lo más mínimo. Por lo menos, en algo este local no traiciona mis recuerdos. Me quito la chaqueta y la dejo en el perchero, me enrollo las mangas de mi camisa blanca Brooks Brothers y miro a mi alrededor buscando a alguien con quien jugar.
—¡Eh! ¡¿Qué pasa, Step?! ¿Es que como has hecho dinero ya no saludas? Me dijeron que las cosas te iban bien, pero no tanto como para volverte gilipollas… y encima marica, a juzgar por cómo vas vestido.
Miro al tipo que ha soltado ese rollo. Está sentado solo a una mesa, tiene delante una cerveza por la mitad y un cigarrillo apoyado en un cenicero que se va consumiendo. Tiene el pelo blanco, lleva una cazadora militar que le va ancha y que no se quita a pesar del calor. Mueve la cabeza arriba y abajo, como esos falsos e inútiles perros que algunas personas ponen en el cristal trasero del coche para hacerlas parecer originales en vez de desfasadas. Lo miro con más atención y de repente lo reconozco. No me lo puedo creer, el Siciliano.
—Hola, ¿cómo estás, Adelmo?
—No me reconocías, ¿eh? —Se levanta y se acerca a mí. Nos saludamos a la vieja manera, estrechándonos la mano derecha, cogiéndonos los pulgares y atizándolos entre nuestros pechos, que chocan el uno contra el otro—. Estoy bien, estoy bien; no como tú, pero no me puedo quejar. Hace siglos que no se te ve por ahí. Sé que estás trabajando en televisión, que tienes un montón de empresas, que te has comprado un palacete en Prati.
Me echo a reír.
—Pero ¿quién va contando todas esas chorradas? Hago lo que puedo. Intento que la única empresa que tengo vaya creciendo.
El Siciliano me mira, no parece que se lo acabe de creer, pero a mí la verdad es que tampoco me interesa mucho.
—¡Y también sé que vas a casarte!
—Te he invitado, os he invitado a todos.
—Sí, sí… Me lo han dicho. Tal vez no me hayas encontrado. ¿Sabes?, he cambiado de casa, de cosas, de quesos… —Y se echa a reír él solo.
A continuación, da una calada al cigarrillo e inmediatamente después bebe un poco de su cerveza.
Debe de haberse agilipollado, a saber qué se mete. Alguien me dijo que estaba mal de los nervios; en cualquier caso, ya no está en forma como antes.
—¿Te apetece jugar al billar?
—No, Step, gracias, me gustaría, pero no puedo, tengo que ver a una persona. Es más, voy a subir porque quizá ni sabe que existe la planta de abajo. —Y, dicho esto, se lleva la cerveza, deja el cigarrillo en el cenicero y, balanceándose como entonces, se dirige a la escalera.
Luego, después de unos pocos peldaños, se vuelve.
—Eh, Step, me ha alegrado verte. Si acaso ya me pasaré alguna vez por tu oficina.
—Claro, ¿por qué no?
Me mira y sacude la cabeza, como si fuera el primero en saber que es imposible que eso suceda.
Me lo imagino por un instante en la sala de reuniones con el director de ficción, el presidente de La7 o el director de Medinews 5, y él, el Siciliano, contando alguna idea nuestra. Al primer rechazo o petición de ampliar la explicación, puedo visualizar su reacción: cogería por el cuello a uno de los directores. Peor aún, escupiría a la cara de Gianna Calvi, por no pensar en lo que podría salir de su boca. Pero ¿qué estará haciendo a estas alturas de su vida? ¿Qué hace aquí, en el Four? Yo he venido en un momento de nostalgia, quizá él, en cambio, se pasa aquí todas las noches. Hace unos días, al pasar por la via Tagliamento, vi a Hook en la puerta del Piper, como el guardia de seguridad que era entonces, con una pequeña diferencia: no le queda ni un pelo, tiene barriga y no asusta a nadie.
¿Cómo es posible que no hayan sabido separarse de aquella época? ¿Abandonar esas actitudes?
Ahora son casi ridículos. Es como un tatuaje de una mujer hermosa: a cierta edad es espléndido, pero cuando tengas que intentar intuirlo entre las arrugas de la piel flácida, ese mismo tatuaje solo te producirá tristeza.
—¡Eh! ¿Quieres jugar?
Me vuelvo y veo que delante de mí hay un chico delgado, con una camiseta azul, un pantalón oscuro y unos mocasines. Lleva el pelo corto y tiene una cara simpática.
—Claro, ¿por qué no?
Cojo un taco mientras él se dirige a un hombre detrás de la barra.
—Mauro, ¿nos abres la seis?
Sin decir nada, el tipo acciona algo cerca de la caja y entonces oigo un extraño ruido mientras la luz de la mesa de billar se enciende lentamente. El chico posee un taco propio, quizá sea bueno. Me parece un crío; tendrá como unos diecisiete años. Me mira con curiosidad, no sabe absolutamente nada de mí. Mejor así. Además, ¿qué hay que saber?
—Me llamo Sergio; ¿te apetece jugar a ocho y quince?
—Sí, es el que más me gusta.
—Estupendo, ¿nos jugamos dinero?
—Está bien.
Sergio, el chico, me mira, tal vez me está sopesando.
—¿Te parecen bien doscientos euros para quien gane dos de tres?
—Me parece justo.
Entonces recoge todas las bolas, las agrupa; a continuación, saca un triángulo de la lámpara que está sobre el billar y las encierra. Las desplaza hacia delante y hacia atrás sobre la mesa, luego se para de golpe y retira el triángulo con mucha delicadeza.
—Saca tú.
—Vale.
Pongo la bola blanca en el lateral y golpeo con mucha fuerza. Tengo suerte, la cuatro acaba la primera en la tronera. Así que sigo jugando con las lisas, consigo acercar la ocho a la tronera central, pero no la emboco. Le toca a Sergio; da la vuelta a la mesa para calibrar la situación. De vez en cuando se inclina para ver mejor las posibles direcciones y la opción de hacer un tiro más fácil. Al final, escoge la once. La bola blanca pasa por en medio de las otras sin tocar ninguna, golpea un lado de la once, le da el efecto justo y la hace ir despacio hacia la tronera del fondo a la derecha. La once se detiene un instante en el borde, se balancea y luego, como si hubiera tomado la decisión, se desliza al interior. El chico juega bien, no será fácil. Desde allí, logra darle a la doce, que corre decidida, se apoya en la mía, me la aparta, aunque solo un poco, y acaba dentro de la tronera central.
Es realmente bueno. Y en un instante me acuerdo de aquella noche con Claudio, el padre de Babi, de aquella partida contra unos fanfarrones y seguros de sí mismos, pero nos esforzamos al máximo y acabamos ganando. De repente oigo un ruido, su trece corre veloz, pero luego, en vez de entrar, choca contra la esquina, se para rebotando delante de la tronera que había elegido y se queda escondida detrás de la bola blanca, dejándome todo el campo libre.
—Te toca. ¿Cómo te llamas?
—Step.
—Es tu turno.
Rodeo la mesa mientras pinto la punta de mi taco con la tiza azul, a continuación, froto el hueco de mi mano izquierda contra el magnesio que hay en el soporte, para que la madera se deslice mejor.
Elijo la dos. La golpeo con fuerza, sale del grupo, choca contra el borde de la mesa, se encamina hacia la tronera central y entra. La bola blanca ha salido bien, ahora está detrás de la ocho, que todavía se halla en una buena posición, de modo que hago lo mismo que él: golpeo la ocho, me apoyo en la diez, que había conseguido acercar a esa tronera, y la meto dentro. Y sigo jugando tranquilo y sereno, salgo siempre bien y emboco una tras otra todas mis bolas. Solo queda la uno, pero está bien colocada, no puedo fallar, al menos, eso espero. La golpeo con decisión, en línea recta, sin titubeos.
La bola amarilla corre veloz sobre el paño verde y acaba en la tronera. Uno a cero para mí.
—Eh, eres bueno, no lo pensaba. Enhorabuena.
Entonces Sergio se acerca al móvil, que ha dejado sobre una silla. Lo mira y descubre que le ha llegado un mensaje. Lo lee.
—Joder, es mi madre, quiere que vuelva a casa, qué palo. ¿Te importa si seguimos en otro momento?
—Claro, hasta la próxima.
—Lo siento, ¿eh?, me voy corriendo, te dejo una cerveza pagada en la barra de arriba.
—De acuerdo, gracias.
Y lo veo salir a la carrera. Voy al servicio a lavarme las manos, después me pongo la chaqueta, me limpio el pantalón, que tiene alguna marca azul del taco, y subo. Me acerco a la barra y enseguida el tipo me trae una cerveza mediana.
—Toma, esta debe de ser para ti… De parte de Sergio, ¿no?
—Sí, gracias.
Me siento en un taburete y empiezo a tomármela. Bebo un buen trago, a continuación, miro a mi alrededor por el local. Al fondo de la sala, el Siciliano está hablando con un hombre mayor que él.
El tipo lleva una cazadora vaquera y una gorra de algodón azul oscuro en la cabeza, están discutiendo de quién sabe qué. De vez en cuando, el Siciliano da un puñetazo en la mesa como si ese gesto pudiera de alguna manera darle la razón. Tal vez no debería haberlos invitado a todos a la boda, pero, aun así, por el hecho de tener que hacerme un regalo, habrá alguno que tampoco vendrá. Esa es mi última esperanza. Así, divirtiéndome yo mismo, me tomo otro trago de cerveza cuando oigo una voz a mi espalda:
—¿Qué te ha dicho Sergio?, ¿que tenía que irse a casa? ¿Que su madre estaba mosqueada?
Me vuelvo y me encuentro al tipo mudo de la barra, que, de repente, se ha vuelto locuaz y sobre todo curioso. No le contesto.
—Si te ha invitado a cerveza es porque ha visto que eras bueno y no quería perder los doscientos euros.
Me echo a reír.
—La verdad es que he perdido la primera partida.
El tipo se queda sorprendido, parece estupefacto, así que me termino la cerveza y, sin darle la posibilidad de hacer más preguntas, salgo del local. En cuanto estoy fuera, me enciendo un cigarrillo.
El Four antes era mejor. Nunca regreses a los sitios que has vivido de joven: te parecen decididamente más feos, y puede que ni siquiera existan. Doy una calada al cigarrillo y me vuelvo hacia la moto. Hay un tipo que está intentando abrirla, o al menos la está toqueteando. Ha dejado un casco blanco encima de mi sillín.
—¡Eh, ¿qué cojones estás haciendo?! —le grito desde lejos.
—¿Quién? ¿Yo? Oye, que te equivocas, he cogido mi casco, antes había un chico encima.
Es bajo, fornido, tiene la cara redonda, los dientes todos alineados, iguales, pero feos, amarillos, y una ligera barba. Lleva unos vaqueros, zapatillas de deporte blancas y un impermeable verde. En cuanto voy hacia la moto, él coge el casco y se aleja caminando deprisa, pero tambaleándose. Solo necesito un instante para ver que el manillar ha sido forzado.
—Joder…
Pero él se pone el casco, ha visto que lo he pillado, y empieza a correr, es rápido como un cohete, aun con esas piernas cortas que tiene. Tiro el cigarrillo y en un momento estoy detrás de él.
Después desaparece tras la esquina, pero en cuanto la doblo veo que ha saltado sobre una moto en marcha y, sin levantar las piernas, sale pitando, dando gas por la acera, prácticamente en sentido contrario. Encima lleva la matrícula tapada con un calcetín oscuro. Entonces corro hacia mi moto, la abro, intento arrancarla para seguirlo, pero en cuanto le quito el caballete me doy cuenta de que el manillar no gira con facilidad, está duro. Debe de haberle dado la clásica patada para intentar que saltara, pero no lo ha conseguido. Ya se habrá escapado, joder. De todos modos, no lo entiendo, iba solo, sin ningún camión para cargar la moto, sin nadie que vigilara, sin ningún colega que se llevara su moto mientras él se marchaba con la mía. No sé, no lo comprendo. Pero esa cara se me ha quedado grabada. Tendría que haber cogido el teléfono y haberle hecho una foto. Sí, y después, ¿qué?
¿Ir a denunciarlo? Y voy y me convierto en un poli. Me echo a reír nada más pensarlo. Así que intento mover el manillar, lo fuerzo poco a poco para ponerlo recto. A continuación, me abrocho el casco y, con un hilo de gas, esperando que no se bloquee de repente, me voy a casa.