Tres veces tú

Tres veces tú


Cincuenta y nueve

Página 61 de 149

CINCUENTA Y NUEVE

Intentamos por todos los medios llegar antes que las otras parejas.

—Vamos, date prisa, Gin; ¿cómo es posible que siempre tenga que esperarte? ¡Una cosa será en la iglesia, pero todas las noches no puede ser! ¡¿Sabes que si pienso en todo el tiempo que he tenido que esperarte cada vez que hemos quedado para salir… es como si me hubiera pasado una semana en el coche delante de tu portal sin hacer nada?! ¿Tú te das cuenta?

—Pues ¡ni lo pienses! ¡No malgastes tu tiempo con eso!

Entonces, de repente, sale de la habitación. Lleva un vestido de color arena, corto por encima de la rodilla, ligeramente abierto por un lado, y una blusa blanca cerrada hasta el cuello, con los botones un poco grandes. Se ha puesto un perfume muy suave y me parece preciosa. Se echa a reír.

—¿Qué pasa? ¿No has visto nunca a una mujer?

—No tan guapa…

—¡Cuántas tonterías dices! Pero te has vuelto más elegante, sabes utilizar las palabras…, tal vez más que los puños. Así eres más fascinante.

—¡Tú tampoco estás mal!

—Si te portas bien y consigues que no discutan, para luego se me ha ocurrido alguna fantasía…

—¿De qué tipo?

—Te sorprenderé. —Y, diciendo esto, me lanza las llaves—. Conduce tú… No llevo bragas.

Por un instante me quedo sorprendido. Ella me mira y ríe.

—¡No es verdad! Mira que eres burgués, te has escandalizado.

—¡No, me ha sorprendido que hubieras adivinado mi deseo!

—Sí, ya, eres un mentiroso. Sé amable porque hoy he tenido un día que ni te cuento, y no corras, que ahora somos tres.

Por un instante, sus palabras parecen arrollarme, pero luego, poco a poco, todo vuelve a la normalidad. Enciendo el cuadro, giro la llave y arranco su Cinquecento; lo conduzco dulcemente sin acelerar demasiado. Somos tres. Es cierto, ya no estamos solos. Entonces me vuelvo hacia Gin y le toco la pierna, subo un poco hacia arriba, ella me detiene la mano.

—¿Qué pasa? ¿Quieres comprobar si las llevo o no? ¿No me crees?

—No, quería tocarte la tripa.

Entonces me sonríe y me deja hacer. Aparto la mano de la pierna y la pongo con suavidad sobre su tripa mientras sigo conduciendo.

—¿Se mueve de vez en cuando?

—Sí, no sé, puede… O sea, no lo sé, a veces me parece que noto algo.

—Es bonita, es redonda, es pequeña.

—Esperemos que no se haga demasiado grande, no quiero engordar mucho, que después ya no me desearás.

—Si engordas, me gustarás todavía más.

—¡Qué falso eres!

—Pero ¿por qué nunca me crees? ¿Por qué iba a decirte mentiras? En serio, me gustarás más… con más carne.

—Oye, yo ya me entregué a ti, ¿no? Es más, precisamente tenemos la prueba de que eso sucedió.

Entonces ¿por qué tienes que decirme todas esas mentiras? ¡Parece que me tomes el pelo, es como si me hicieras la corte para que me fuera a la cama contigo! Puedes estar tranquilo… ¡Me iré contigo!

—Cuéntame esas fantasías…

—No, puede que después de cenar.

—Está bien.

Entonces bajo un poco más abajo de la tripa.

—¡Eh! ¡Pero si es verdad que no llevas bragas!

—Esta es una de ellas.

—Entonces esta noche estaré a régimen y no diré ni una palabra.

—Y eso ¿por qué? ¿Como protesta?

—No, para terminar antes la cena y volver rápidamente a casa.

—¡Idiota! Me lo había creído. Quién sabe si siempre tendremos este humor, si tendrás ganas de tocarme como ahora, de follarme…

—Gin…, pero ¿a quién has conocido hoy?

—¿Por qué?

—Es que nunca habías hablado así.

—He leído un artículo mientras me hacía la prueba del peinado.

—Hay revistas que habría que prohibirlas.

—No es verdad, abren la mente y enseñan un montón de cosas.

—A mí me parece que ya estás lo bastante preparada.

—Oye, que todas las lecturas de las que te estás beneficiando eran del Cosmopolitan

—¿En serio? ¡Pensaba que del tebeo!

—¡Idiota!

Me propina un puñetazo en el estómago, no me da tiempo a tensar los abdominales, de modo que acuso el golpe.

—¡Ay! Oye, pegas fuerte.

—Total, tú no te juegas nada, no estás embarazado.

—Eso también es una injusticia; os pasáis nueve meses con una criatura dentro, pues claro que tenéis sintonía, por eso los hijos siempre quieren más a las madres.

—Si son niños, porque si son niñas enseguida se ponen zalameras con vosotros para conseguirlo todo, como hacía yo con mi padre.

—Y ¿cómo te iba?

—Sacaba más cosas de mi madre.

—¿Lo ves?… No siempre funciona de la misma manera.

—De todos modos, ya me gustaría verte a ti embarazado, con una tripa enorme, teniendo que estar con las manos en la cadera y llevando el peso hacia atrás, y ¡vomitando durante dos meses!

—Qué exagerada, no siempre es así.

—Casi siempre.

—Bueno, mira, me gustaría probarlo solo por tener antojos y pedir todo lo que me apetezca.

—¿Por tan poca cosa? ¿Solo son esas nuestras recompensas? Pero ¿no os dais cuenta de la ventaja que tenéis? Ya solo con pensar que con esa pistolita de ahí podéis hacer pipí de pie en cualquier parte… Y, además, no os tenéis que maquillar y desmaquillar…

—Pero nos afeitamos.

—¡Solo la cara, ya ves! Nosotras tenemos que depilarnos casi enteras. Y encima os vestís con bien poco. De verdad, no tenéis que poneros pendientes como nosotras, pulseras, collares…, con el peligro constante de que nos asalten.

—Para eso estoy yo.

—Tenéis mucha suerte de nacer hombres, créeme, sin contar con que vosotros con los hijos disfrutáis de los momentos más bonitos: si son chicas, se vuelven locas enseguida por vosotros y tenéis a otra enamorada en casa… Si son chicos, compartís los momentos de la lucha, el balón, la bici, la pesca, las mujeres…

—¿Las mujeres?

—¡Sí, con un hijo, no se sabe por qué, pero los hombres ligan más, mientras que, para una mujer, un hijo puede representar un hándicap! ¡Y, por si fuera poco, parecéis criaturas! ¡Sí, lo hacéis llorar porque queréis ganar a la PlayStation!

—Bueno, menos mal que hemos llegado… ¡Un poco más y lo que llevas en la tripa lo habrías dado en adopción!

—Idiota, estoy muy contenta; solo me pregunto si todo el amor que estoy sintiendo por mi primer hijo seré capaz de darlo también al segundo. Ya me siento culpable porque sé que lo querré menos.

—Perdona, Gin, pero todavía tiene que llegar el primero y ¿ya estás pensando en el segundo?

¿No podríamos hacerlo todo con un poco más de tranquilidad? Solo nos falta que te pongas a imaginar a los hijos de nuestros hijos, así ya me sentiré como un abuelo… Vamos a tomárnoslo con calma, si no, me va a dar un ataque de ansiedad.

—¡Tienes razón, ya te lo he dicho, es que hoy he tenido un día…!

Aparco el coche justo delante del restaurante. Al final hemos optado por Giggetto, en la via Alessandria; la pizza es buena y, sobre todo, también se puede comer fuera, de modo que, si los dos ex se ponen a montar algún lío, sin duda pasarán más desapercibidos.

—¡Hola, Ele!

Ya ha llegado, está sentada a la mesa para seis que había reservado, en la última esquina de fuera.

—¡Hola! ¿Qué tal estáis? ¿Todo bien? ¿Cómo van los preparativos de la boda? ¿Habéis visto qué calor hace esta noche?

Evidentemente está un poco tensa y no para de hacer preguntas para intentar esconder su peligrosa adrenalina.

—Él es Silvio.

Me saluda un chico con el pelo castaño claro, los ojos verdes, despeinado, con la camisa abierta y un collar de piel con una pequeña cruz de madera colgando.

—Hola…

Cecea y se parece al otro Silvio, Muccino, el que siempre se está peleando con su hermano y que sigue saliendo en los programas de la tele hablando de esa historia cuando ya no le importa a nadie.

Se levanta y primero saluda a Gin, después a mí. Nos sentamos. Viene un camarero con un iPad.

—¿Sabéis cómo se pide con esto?

—Lo intentaremos.

De modo que nos pasa el iPad; yo lo cojo y lo dejo sobre la mesa. Total, de todas maneras, tenemos que esperar a Marcantonio.

—Ya ves. Siempre llega tarde. —Ele entra enseguida al trapo—. ¿Y bien?, ¿qué tal? ¿Cómo van los preparativos?

—Fenomenal, todo avanza de maravilla… Espero que siga así.

Silvio sonríe.

—Me han dicho que os casáis. Bien, felicidades, aunque hay que ser valiente…

Gin y yo nos miramos, nos dan ganas de reír. Está claro que Ele se ha buscado a un tipo bastante simple: ese es el único comentario que no debería haber hecho.

—Sí, somos unos temerarios. Pero no es nada comparado con lo valiente que fuiste tú al hacer amistad con la peligrosísima Ele…

Silvio la mira, le sonríe, pone una mano sobre la suya y la acaricia.

—Estábamos en una cena y estuvimos charlando un rato. Después nos volvimos a encontrar en casa de un amigo común para ver jugar a Italia, luego otra noche en un restaurante, y fue allí cuando nos dimos los teléfonos…

No me lo puedo creer, nos lo está contando en serio, no ha entendido la broma.

—Ah, claro, a partir de ahí todo debe de haber sido más fácil, me imagino.

—¡Exacto! —Y la mira con una increíble felicidad. Nada, creo que no tiene remedio.

—¡Ya estamos aquí! Disculpad el retraso…

Llega Marcantonio con una chica guapísima, alta, delgada, con el pelo largo, negro, unos ojos grandes, la boca carnosa, que sonríe mientras mastica chicle. Tan solo nos dice:

—¡Hola!

—Ella es Martina.

Todos la saludamos mientras nos presentamos. Ele, como es natural, también mira cómo va vestida.

—Bueno, ¿qué exquisitez vamos a cenar? ¡Cuando me habéis dicho que íbamos a venir a Giggetto me he puesto muy contento! Hace mil años que no vengo; me acuerdo de cuando llegué a Roma, vivía en esta misma calle…

Ele lo mira curiosa.

—¿Aún sigues estando en Monti?

—No, no, me he trasladado, vivo en Prati. En una travesía de la via Cola di Rienzo, es más cómodo para Martina.

—¿Por qué?

Marcantonio me mira sabiendo que podría suceder lo irreparable.

—Va allí al instituto, al Virgilio, así baja de casa y ya está…

—Ah, claro, y ¿qué tal te sientes estudiando con ella? Eso también debe de traerte buenos recuerdos, han pasado veinte años…

—Más o menos… Repasar siempre va bien.

Ele sacude la cabeza sinceramente molesta por esa diferencia de edad.

Cojo el iPad e intento distraerlos.

—Hay un montón de platos aquí… —Finjo estar sorprendido, intento reconducir las cosas a la normalidad—. Bueno, ¿qué hacemos? ¿Pedimos?

Ele coge la carta en papel.

—Sí, será mejor…

Paso la pantalla y empiezo a leer.

—¿Y bien?, ¿quién quiere frituras?

—¡Yo soy vegana! —Martina sonríe como diciendo: «Tampoco podíais esperaros otra cosa de mí, ¿no?».

Ele, en cambio, exagera a propósito:

—Pues yo soy muy de frituras, así que para mí una alcachofa alla giudia, dos bolitas de mozzarella y una burrata frita.

Silvio se añade.

—Para mí, dos supplì y un bacalao no estaría mal.

—Para mí también. —Al menos, en eso los dos estamos de acuerdo.

Gin, en cambio, a pesar de su secreto, piensa que aún está en el límite.

—Para mí, dos flores de calabacín.

Y seguimos así, pidiendo en el iPad un poco de todo: margarita con búfala y mucho tomate, una calzone, pizza blanca con mozzarella y setas, y si no fuera por la enorme ensalada mixta de la vegana, pareceríamos una mesa clásica.

Marcantonio está entusiasmado.

—Aquí la pizza es realmente excepcional, fina y crujiente, justo como a mí me gusta.

Ele lo mira sorprendida.

—¿Cómo es que nosotros no vinimos nunca? Siempre íbamos a comer al Montecarlo o a Baffetto…

—No lo sé, a veces depende de las épocas, te obsesionas con un sitio y siempre vas al mismo; no existe una verdadera razón.

—Sí, es verdad…

—Pero bueno, hemos venido ahora.

Y ambos se sonríen. Parece que han depuesto las armas. A continuación, se miran otra vez y la suya es una mirada distinta, cómplice, maliciosa, que cuenta una historia, un pasado. A saber qué momentos ha evocado esa sonrisa en cada uno de ellos. Entonces, Ele baja los ojos, Marcantonio me mira, me sonríe y luego se encoge de hombros. Casi parecen felices de haberse reunido hoy. Con lo preocupados que estábamos por cómo podrían ir las cosas entre ellos, ahora nos preocupa lo contrario.

—Bueno, voy a fumarme un cigarrillo. —La vegana ya parece haberse hartado—. Me pongo allí, que aquí detrás hay una familia con un cochecito y un niño pequeño; aunque estemos al aire libre no me gustaría que me fastidiaran por fumar.

Silvio también se levanta.

—Venga, te acompaño, a mí también me han entrado ganas.

De modo que nos quedamos los cuatro en la mesa, igual que entonces, durante nuestro primer programa de televisión, cuando acababa de conocer a Gin, y a Ele y Marcantonio inmediatamente después.

—Eh, si nos quedamos más rato callados, voy a preocuparme…

Gin intenta romper el hielo.

—No me pidáis detalles de la boda porque estoy muy estresada. Y es que todo te influye, porque te crees que para ti será coser y cantar y, en cambio, poco a poco empiezas a preocuparte, te angustias, te da por pensar que las cosas pueden no salir tal como querrías. Y pasas de imaginarte la fiesta que te imaginabas a un desastre: el novio se escapa con una ex un día antes, o con la que hace estriptis en una triste despedida de soltero de la noche anterior…

Me echo a reír.

—Lo siento…

—¿El qué?

—Ya sé que mi despedida será muy alegre…

—¡Ah, sí, me parece muy bien! Y ¿me harás la broma esa de escaparte con alguna?

—Por ahora no… Lo decidiré en el último momento: si llegas a la iglesia y no hay nadie, significa que las cosas han ido como tú decías.

—¡¿Cómo?! No, espera, espera… ¡Explícame eso un poco mejor! ¿Me estás haciendo pasar todos estos nervios para organizar nuestra fiesta, porque eso debería ser, una fiesta, a la que tú, que eres el principal protagonista junto a mí, podrías no venir? Pero ¿estás loco? Pues dímelo antes, ¿no? Me evitarías todo este inútil esfuerzo para nada.

—De acuerdo, me has convencido, iré.

—¡Bien, me alegro! No cambies de idea, ¿eh? Además, no entiendo esas bodas a las que he ido en que las novias caminan hacia el altar llorando. Algunas incluso a mares, ¡parece que vayan al patíbulo! En mi opinión, una boda tiene que ser algo bonito, divertido, que aporta felicidad…

Observo cómo habla y me parece tan hermosa… Tiene los ojos brillantes, están húmedos por la emoción, y esa sonrisa tan grande. Su entusiasmo es sorprendente, es contagioso. Nos mira, luego lo piensa un momento y al final le acecha una duda.

—Y ahora lo estoy diciendo y a lo mejor soy yo la primera en llorar a mares, ¿eh?…

Nos echamos todos a reír.

—Te secaré las lágrimas…

Gin se vuelve y me mira de repente con mucha intensidad.

—Mientras sean lágrimas de felicidad… Entonces sécalas con tus besos.

Marcantonio se vuelve hacia Ele.

—Joder, tú nunca me dijiste nada parecido.

—¡No me diste tiempo!

—Si me llegas a decir algo así, me caso contigo.

Ele se vuelve hacia Gin.

—Pero ¿por qué? ¿Es que tú le dijiste algo así para convencerlo de que se casara?

—No, lo amenacé.

—Y ¿tuvo miedo?

—Muchísimo.

Ele se presta al juego y sacude la cabeza a derecha e izquierda.

—De hecho… ¡Ya sabía yo que este Step era una completa estafa! A mí me parece que tampoco le ha pegado nunca a nadie, es solo una leyenda…

Me echo a reír.

—Eso es verdad, siempre me han pegado a mí.

—Oh, por fin, esta noche están saliendo las verdades.

Ele me da un empujón, luego se vuelve hacia Marcantonio.

—Y, cambiando de tema, dime una cosa… ¿Tú y yo por qué cortamos?

Marcantonio la mira sorprendido, luego asiente.

—Pues ¿sabes que no lo sé? Empezamos a dejar de vernos durante un tiempo, luego a no llamarnos…

—Tuvimos miedo entonces… A veces no nos atrevemos a vivir la vida más hermosa.

Y nos quedamos así, como en suspenso, con esa última frase de Ele, a la que Marcantonio no sabe qué contestar. Justo en ese momento aparecen desde lejos Martina y Silvio, que regresan a la mesa. Ele se da cuenta.

—Bueno, solo lo descubriremos viviendo… Pero ahora basta, que está volviendo tu cuidadora.

Gin suelta un silbido.

—¡Eh…, sí, touché!

Marcantonio enseguida replica:

—¿Por qué?, ¿el tuyo no es un toy boy?

—No, enseña en la universidad.

—Venga ya, pensaba que iba a clase con mi cuidadora.

Y cuando los dos llegan a la mesa, naturalmente, todos cambiamos de actitud. Martina se sienta, intrigada.

—¿De qué hablabais? He visto que os estabais riendo…

Gin sabe qué decir:

—De mi boda.

Ele se entromete.

—Y también de cómo será la mía.

Martina la mira sorprendida.

—¿Tú también te casas?

—Si doy con un hombre valiente… —Y evita mirar a Marcantonio.

Martina, en cambio, continúa con decisión.

—Pero ¿no os asusta el matrimonio? ¡Todo el mundo dice que es la tumba del amor! ¡A lo mejor después las cosas no funcionan porque te sientes obligado; para mí que al final el matrimonio te sienta mal porque existe un contrato!

Silvio le da la razón.

—Muy bien. Para mí también.

Marcantonio sonríe y mira a Ele.

—¿Lo ves?, coinciden. Hay feeling

Ele se encoge de hombros.

—De vez en cuando la carne, la pasta, la pizza, la comida cocinada es buena; si no, ¿qué clase de vida es? Como las frituras que están trayendo… Pueden hacer daño, sí, pero están tan ricas…

Exactamente igual que el matrimonio. Es ese paso valiente que le da otro sabor al conjunto. Y no puede hacer más que bien.

A continuación, como si quisiera rubricar su última consideración, coge del plato una de las frituras que acaban de traer y le da un gran mordisco.

—¡Ay, cómo quema!

Marcantonio se ríe mientras se sirve algunas en el plato.

—¿Lo ves? Eso no lo habías tenido en cuenta. Ahora no le vas a encontrar el sabor a nada, has perdido la sensibilidad de tus papilas gustativas por no sé cuánto tiempo…

Martina sonríe toda contenta.

—Venga ya…, ¡las papilas gustativas! ¡Es alucinante, las estamos estudiando justo estos días en el instituto!

Esta vez Marcantonio y Ele se miran y se echan a reír.

—Sí, eso es…

Martina los mira.

—¿Qué pasa? ¿Qué he dicho? Que es verdad, ¿eh? No estoy mintiendo, las estamos estudiando en serio.

Y los dos se ríen todavía más, no pueden parar. Y nos contagian, empezamos a reír nosotros también. La ocurrencia de Martina ha sido de lo más cómica. Con esa risa floja que no se sabe por qué pero que nos daba siempre cuando estábamos en clase, luego pasa el tiempo y ya no regresa y, por absurdo que parezca, puede llegar en momentos dramáticos, quizá en un momento de dolor, pero en el que todavía queda alguna esperanza. Sí, tal vez estás delante de alguien que está mal o has recordado junto a alguien un episodio triste del pasado, entonces ocurre algo absurdo y todos empiezan a reír y no se puede parar; pero allí, en medio de esas carcajadas, aunque permanezcan bien escondidas, en realidad también hay algunas lágrimas, al igual que en la vida. Marcantonio por fin recupera un poco el aliento, y tanto Gin como yo nos calmamos.

—Oh, madre mía, empezaba a sentirme mal.

—Yo también.

Ele vuelve a respirar con normalidad.

—Pero qué bien echar estas risas, hacía un montón de tiempo que no me reía así… No hay nada que hacer, tenemos que volver a atrevernos.

Marcantonio le sonríe.

—Sí, sí, estoy de acuerdo.

Silvio y Martina los miran, pero no entienden ese extraño código secreto. Entonces traen la gran ensalada; Martina la aliña y empieza a comérsela sin decir ni una palabra. Silvio se sirve los supplì y el bacalao frito en el plato. Yo, en cambio, primero le paso el plato de frituras a Gin y luego cojo mi bacalao y mis supplì. Comenzamos a comer en silencio, bebiendo sorbos de una excelente cerveza. Veo que Ele y Marcantonio de vez en cuando se miran y charlan con sus nuevas parejas riendo entre ellos, bromeando sobre las parejas del otro, mientras Martina y Silvio no saben que en esa frase de antes en la que hablaban de atreverse, se escondían sus ganas de volver a tener sexo, de encontrarse, quizá incluso de volver a empezar. Pero lo que más me sorprende es cómo es posible, si todavía existe todo ese deseo, que se separaran. ¿Cómo pueden aceptar que haya pasado alguien por sus camas, entre sus piernas, que sus labios hayan sido besados en otra parte? A mí, desde el momento en que deseo a una mujer, eso me parecería inaceptable. Si supiera que algún día iba a tener que soportar todo eso, no querría continuar.

—Aquí cocinan siempre estupendamente…

—Cierto.

—Hemos hecho muy bien al venir.

—Sí.

Solo digo «Sí» y finjo haber seguido no sé qué conversación más. En cambio, me pierdo en sus miradas, en cómo, después de cada cosa que dicen, acaban buscándose. Me parece mucho más fuerte la atracción que sienten entre ellos que hacia sus respectivas nuevas parejas. Gin charla con todos y parece no darse cuenta de mis consideraciones. Sigo fingiendo que escucho y, cuando ríen, yo también me río, luego bebo un poco de cerveza, asiento, pero cuando miro a Ele siempre la encuentro mirando la boca de Marcantonio; la observa fascinada, sigue sus labios. No sé si está o no escuchando lo que él dice, pero le sonríe y parece estar de acuerdo, sea lo que sea lo que esté diciendo. Y esta noche, ¿cómo será su regreso a casa? ¿Pensarán de nuevo en su viejo amor, cada uno en su ex, en el hecho de que se han reencontrado, en cómo han ido las cosas? Pero entonces ¿no habría sido mejor seguir estando juntos? Seguir con vuestra intimidad, sin malgastar nada con nadie.

Ser vosotros mismos, vosotros, solo vosotros y siempre vosotros. No sé, solo veo que siguen mirándose, y ríen y se gastan bromas y se desean como si los demás no existieran, no les importa absolutamente nada. O estoy loco o es lo que me parece percibir con total claridad. De repente me viene a la cabeza la historia de un amigo de Gin, Raffaello Vieri. Estaba con una chica guapísima, Caterina Soavi. Esa chica se va a Miami a trabajar de azafata en un gran festival, y él, que tiene que estudiar, se queda en Roma durante mucho tiempo, pero se escriben, se llaman a diario, y hablan siempre de amor, se dicen esas cosas bonitas que solo te salen cuando estás enamorado de verdad, que son perfectas cuando estás lejos, y te hacen sentir tan feliz que aquella persona, a pesar de la distancia, parece que esté a tu lado. Luego, cuando ya hace un mes que ella se ha marchado, Raffaello decide darle una sorpresa; quiere viajar e ir a verla. Solo se lo cuenta a su madre, ya que con su padre tiene una relación pésima, y su madre le dice:

—Pues claro, hijo mío, haces muy bien; ¿necesitas algo?

—No, mamá, gracias, mañana sacaré el billete, pero ya lo tengo todo.

En cuanto la madre cuelga el teléfono, llama enseguida a sus dos hijas, Fabiana y Valentina, las hermanas de Raffaello, y quedan para verse de inmediato. La madre de Raffaello sabe una cosa muy importante: Caterina Soavi, la novia de su hijo, en Miami tiene una aventura con el director del festival. A las hermanas les sienta muy mal esa noticia y se pasan toda la noche discutiendo con su madre sobre lo que deben hacer, pero al final las tres optan por no decirle nada a Raffaello. Tendrá que hacer el viaje y descubrirlo todo por sí mismo, porque las dos hermanas y la madre han llegado a una difícil conclusión: aunque se lo dijeran, él nunca las creería. De modo que Raffaello se va y llega a Miami. A partir de aquí no sé muy bien lo que ocurrió, cómo fue el reencuentro, si ese día practicaron sexo o no, si estuvieron felices de verse. El hecho es que en las noches siguientes parece que Caterina no estaba nunca, se justificaba con compromisos fuera del trabajo y diciendo que, de todos modos, ella estaba allí para trabajar y, así pues, era natural que siempre estuviera tan ocupada.

De manera que Raffaello seguía yendo igualmente al festival, pero se quedaba siempre solo. Hizo amistad con varias personas, entre ellas una tal Irene, que, al igual que todos los que estaban allí, sabía muy bien cuáles eran los verdaderos compromisos de Caterina Soavi. Pero una noche Irene, al encontrar a Raffaello de nuevo solo y ver que la gente se reía a sus espaldas, pero tal vez también tan solo porque le caía bien o porque habría querido ser ella la mujer que Raffaello amaba de ese modo, se le acerca y le dice:

—¿No te parece extraño haber venido hasta aquí por ella y que siempre estés solo? No está nunca, están todas las azafatas excepto ella… y el director.

Por un instante, Raffaello se siente morir, palidece, pero luego se recupera y responde algo muy sencillo:

—Gracias. Puede que simplemente no quisiera verlo.

Y luego desapareció. Algunos dijeron que se fue a Nueva York, que se fue a Broadway a ver espectáculos y luego a recorrer Estados Unidos, que lo vieron en un concierto de Bruce Springsteen y en uno de Supertramp, pero tal vez todo eso sea una leyenda. Lo que sí es cierto es que le envió un mensaje a Caterina:

Lo sé todo. No me busques.

Y, de hecho, la otra no le escribió nunca más. «No me busques». Pero ¿qué quiere decir «No me busques»? ¿No me busques mañana? ¿No me busques por lo menos en un año? O ¿no me busques nunca más? Nunca tenemos el valor de escribir «No me busques más», quizá porque en el fondo siempre esperamos que pueda existir esa última esperanza. Y sin querer me viene Babi a la cabeza.

Me parece estar viéndola, sentada a mi lado, pero no es la mujer que es hoy, es la Babi de entonces, mi Babi. Sí, porque por aquel entonces era mía por completo. Y, cuando todo acabó, ¿yo le dije «No me busques nunca más»?

—Oye, pero ¿en qué estás pensando? —Gin irrumpe en mis pensamientos—. Tienes una cara…

—Pensaba en Caterina Soavi, en la historia que me contaste.

Ella me mira sorprendida.

—Y ¿por qué pensabas en eso? ¿Qué tiene que ver ahora?

En realidad, me siento culpable, casi me parece haberla engañado por haber pensado en Babi, imaginándomela de esa manera, tan absurda e intensa, sentada a mi lado, y lo peor es que ni siquiera puedo decírselo.

—Nada. No tiene nada que ver. Pero estaba pensando que me impresionó mucho lo que pasó.

Entonces les cuento a todos la historia de Raffaello, su viaje a Miami, su descubrimiento y la leyenda de que se había ido a recorrer Estados Unidos.

—Luego volvió a Italia, conoció a una chica, la dejó embarazada sin querer, sin embargo decidió casarse con ella, se obstinó, también para desquitarse de su padre, que había abandonado tanto a su madre como a él y a sus hermanas. Quiso demostrarle que si tienes un hijo no puedes abandonarlo, ¿no es así, Gin? Al menos, eso creo que fue lo que me contaste.

—Sí, así es.

De modo que prosigo:

—Pero Caterina no acepta lo que ocurrió. A pesar de que fue culpa suya, no se resigna, querría evitar esa boda, hacerse perdonar, piensa que Raffaello y ella son perfectos el uno para el otro, que ella se equivocó y que no pueden dejarse así. Pero no lo consigue y todo sigue su curso. Raffaello se casa, tiene un hijo y al final Caterina debe aceptar a la fuerza todo eso. De manera que se marcha a vivir al extranjero, tal vez porque piensa que será menos doloroso, pero no es así. Engorda, cae en una depresión, se corta el pelo al cero, se vuelve irreconocible y durante un tiempo parece que nadie tiene noticias de ella, puede que alguna amiga muy íntima pero que, de todos modos, no cuenta nada.

Después de mucho tiempo, Caterina conoce a otro hombre y al final ella también se casa. Pasan varios años y un día, por casualidad, tienen que ir los dos a Londres por diversos motivos. Se suben a un avión y se encuentran sentados juntos, uno al lado del otro.

Entonces los miro y me quedo callado. Están todos atentos a mi historia, sienten curiosidad, están deseosos de saber cómo acaba.

Martina es la primera en ceder.

—¿Y bien? ¿Qué sucede después?

Sonrío. Miro a Gin, que también sonríe. Ella ya conoce la historia.

—Sucede que dejan a sus respectivas parejas y se van a vivir juntos. Caterina no había tenido hijos y ahora tienen cuatro, más el hijo de Raffaello de su primer matrimonio. Y todavía están juntos.

—Bonita historia.

—Sí.

—Pero ¿es real? —Marcantonio me mira un poco dubitativo.

—Pues claro que es real.

—Qué fuerte. Y ¿por qué estabas pensando en ello?

Gin me mira intrigada por oír la respuesta.

—Bueno, porque…

Entorna un poco los ojos, pero me parece tranquila.

—No lo sé, tal vez porque los conocí cuando estaban juntos, tal vez porque una vez comí con ellos precisamente aquí, en esta pizzería, antes de que sucediera todo.

Martina se encoge de hombros.

—Esa historia me parece absurda. ¿No habría sido mejor perdonar a Caterina? Raffaello montó todo ese lío…, un hijo con otra, y al final para acabar juntos. Solo perdió el tiempo.

Gin no está de acuerdo.

—Pero lo había engañado.

—Perdona, pero, si era por eso, entonces tampoco debería haber vuelto con ella después, ¿no? —interviene Silvio.

—Quizá fue cosa del destino. Ese avión, los asientos juntos…, él comprendió que había llegado el momento de perdonarla.

Martina le sonríe.

—¡Sí, sí, eso es! —De repente se ilumina—. Raffaello en realidad entendió que no podía hacer nada, que, aunque huyera, él todavía era y seguiría siendo para siempre de esa mujer. —Le gusta su teoría.

Gin interviene decidida:

—¿Tú aceptarías que te traicionaran?

Marcantonio coge su vaso.

—Bueno, lo sabía; yo odio el pepino, y tanto si quieres como si no, siempre acaba en mi plato —dice y, a continuación, bebe mientras yo me echo a reír.

Martina se queda pensando un momento y luego contesta:

—Tal vez sí, no lo sé, tendría que encontrarme en esa situación.

También Ele interviene:

—Mejor que no, es muy feo, créeme.

—Mira, ya lo sé, yo también lo he pasado. Con un chico con el que llevaba un tiempo, y cuando lo descubrí me sentó fatal, pero luego me di cuenta de algo: yo no lo amaba de verdad, porque no me desesperé como debería haber hecho. O sea, su engaño en realidad me hizo comprender que estaba con él porque me gustaba, lo apreciaba, me caía bien, pero no era ese amor con «A» mayúscula, ¿sabes? Por eso lo dejé, no porque me engañara.

Y de repente se hace el silencio en la mesa. Por suerte, llegan las pizzas.

—¿Margarita de búfala con mucho tomate?

—Para mí.

—Pizza blanca con setas.

—Para mí. ¿Me trae otra cerveza?

—Sí, por supuesto.

Y todos empezamos a comer, todos excepto Martina, que ya se ha terminado su ensalada. Ese tema, sin embargo, es como si hubiera dejado un interrogante. En el fondo estoy seguro de que todos nos estamos preguntando lo mismo: ¿es Marcantonio ese amor con «A» mayúscula? Lo miro, está bebiendo un poco de cerveza. Entonces su mirada se encuentra con la mía y resopla, deja la cerveza en la mesa y se seca la boca.

—Vale, vale, ya sé lo que queréis saber. Está bien, yo contesto. No soy el de la «A» mayúscula, ¿de acuerdo? ¡En todo caso, el de la «M» mayúscula, puesto que me llamo Marcantonio! ¿Verdad, tesoro?

Martina se ríe.

—No, no, tú eres el de la «A» mayúscula, pero es que tienes miedo.

Ele recoge la pelota al vuelo.

—¡Ah, estoy de acuerdo contigo: es un miedica!

Pero no dicen nada más, solo hay algunas miradas; después todos seguimos comiendo. Y pasamos a otros temas, las últimas películas que hemos visto, algo bueno que todavía se puede ver por poco tiempo en el teatro, una amiga que ha vuelto de unas vacaciones, una nueva pareja, dos que se han peleado. Y yo los escucho tranquilo. Pero de repente me vuelve a la cabeza esa frase de Martina: «Entendió que no podía hacer nada, que, aunque huyera, él todavía era y seguiría siendo para siempre de esa mujer».

Y se me hace un nudo en el estómago, como si hubiera recibido un mawashi geri directo, ese único golpe que, después de una larga espera, hizo ganar un mundial a un luchador con un solo movimiento, pero de una violencia inaudita, al igual que a veces lo es el amor. Como en silencio.

Marcantonio se levanta.

—Voy a escoger una botella para luego, quiero que probéis una cosa…

—Pues yo voy un momento al baño.

Y, así, también Ele nos deja, y seguimos cenando. Pasa el camarero.

—¿Todo bien?

—Sí, gracias.

—Estupendo.

Se aleja. Yo me echo un poco hacia atrás y, a través de la ventana, veo que Marcantonio y Eleonora se detienen al fondo de la sala del restaurante. Hay poca gente, aparte de alguna mesa sucia que ya han dejado sus comensales. Hablan y entonces se echan a reír. Marcantonio se pone serio y le dice algo. Eleonora baja la cabeza, la sacude, se avergüenza, ha contestado que no a lo que él le ha pedido. Entonces Marcantonio le pone la mano debajo de la barbilla, le levanta el rostro y le da un beso. Se besan largamente, como si estuvieran solos, como si no hubiera nadie, ni en el restaurante, ni fuera, mucho menos sus nuevas parejas, como si nunca se hubieran dejado. Entonces Marcantonio se aparta y se vuelve hacia mí, casi no me da tiempo a desaparecer. Un instante después, los veo salir del restaurante, se sientan de nuevo a la mesa y todo continúa como antes. Ele bromea con Gin.

—Hubo una época en que siempre me acompañabas al baño.

—Ya te has hecho mayor.

«No lo bastante», me gustaría decirle a mí.

Marcantonio se pone de nuevo la servilleta sobre las piernas y luego me mira un instante.

—Pues sí…

Seguimos cenando. Sabe que lo he visto. Podríamos saber enseguida cómo se lo tomaría Martina, si el suyo es un amor con «A» mayúscula o no. No sé si esto de la cena ha sido una buena idea.

Ir a la siguiente página

Report Page