Tres veces tú

Tres veces tú


Sesenta y uno

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SESENTA Y UNO

Son las diez del día siguiente.

Cuando entro en mi despacho de la oficina, veo algunos paquetes sobre mi mesa y enseguida me preocupo.

—¿Qué pasa? ¿Quién ha venido?

—Tranquilo, tranquilo, he sido yo. —Es Giorgio, que llega por el pasillo, me pone una mano en el hombro y me sonríe—. Cruasanes, bombas de crema, maritozzi de nata, ¡lo más exquisito de Regoli para empezar la mañana como es debido!

—¡Bien! Y ¿a qué debo esta bonita sorpresa?

Voy a sentarme detrás de mi mesa y me fijo en que también hay un termo.

—¿Y esto?

—Capuchino recién hecho, sin azúcar. Pero si quieres azúcar, hay sobrecitos.

—Giorgio Renzi, cuanto más te conozco, más me gustas. Aunque todavía no me has explicado el motivo de todo esto.

—Siéntate, tómate un buen desayuno, disfruta del cruasán o de lo que prefieras mientras te preparo el capuchino. Sin azúcar, ¿verdad?

—Exacto.

Me lo ha preguntado, pero diría que lo sabe perfectamente y no lo ha dudado ni un momento. De vez en cuando Giorgio quiere hacerme creer que podría equivocarse, pero sé que no es así, o al menos me gusta pensarlo. Mientras me decanto por un fantástico maritozzo de nata, él me deja el vaso delante. Me limpio la boca y pruebo el capuchino. Está perfecto. Ni demasiado oscuro, ni demasiado claro, el café es fuerte en su punto justo y la temperatura es ideal. Lo saboreo todo con deleite y veo que Giorgio me mira satisfecho por cómo lo estoy disfrutando.

—Cuando quieras, estoy listo. —Le sonrío—. Pero, digas lo que digas, que sepas que ya estoy muy contento… Hay instantes en la vida que son placenteros precisamente porque no te los esperas.

Pues este ha sido uno de esos momentos, gracias.

—¡Me vas a conmover y la noticia podría no estar a la altura de lo que me estás diciendo!

—¡Así parecemos dos enamorados!

—¡Bueno, eso mejor que no!

—¡Así es!

Nos echamos a reír. A continuación, Giorgio se sienta delante de mí, se sirve él también un poco de capuchino y me da la noticia:

—Pues bien, estamos en el mundo de la ficción. ¡Han aceptado nuestra serie «Radio Love», estamos dentro, la haremos para la Rete y hemos acordado veinticuatro capítulos que saldrán en antena de dos en dos a partir de la próxima temporada!

Lanzo un silbido.

—¡Fiuuuu! ¡Esto sí que es una noticia! Y ¿cómo lo has sabido? ¿Es seguro? ¿Quién te ha dicho que hemos pasado?

Giorgio coge una carpeta y me la deja sobre la mesa. La abro mientras él me explica:

—Contrato firmado, junto con todo un plan de producción. Podemos empezar a grabar en cuanto estén listos los guiones. —Entonces me señala una hoja—. Esto es la ejecución del contrato para poder proceder con la escritura…

Miro las cifras, no me lo puedo creer.

—Hay más de seiscientos mil euros para los guiones…

—Sí, he pedido mucho porque creo que lo más importante es la historia. Si tienes una buena historia, es difícil que no guste, aunque el director se equivoque. Pero si te equivocas con los guiones, por mucho que tengas a Fellini, te arriesgas a hacer una mala película.

Me quedo un momento perplejo.

—Me parece todo increíble; solo tengo una duda: ¿cómo lo has hecho?

—Teníamos un buen producto.

—No basta.

Me sonríe.

—Es verdad, también teníamos alguna carta más.

—No basta.

—Está bien, hemos tenido suerte. El Empanada se ha retirado.

—¿Qué quiere decir que «se ha retirado»?

—Ha retirado sus proyectos, ha decidido que este año no va a trabajar con la Rete.

—¿Así? ¿Sin ningún motivo?

—Siempre hay un motivo, pero preferiría que lo ignorases.

—¿Por qué?

—Cuanto menos sepas, mejor. Tú no has hecho nada porque no sabes nada, ¿verdad?

Le sonrío.

—No sé de qué estás hablando, pero estoy contento.

—Muy bien, así me gusta.

—Cambiando de tema: tenemos que buscar a unos guionistas excelentes para nuestra serie, justo por lo que decías.

—Tienes razón.

—Hay que hacer una selección, recoger currículums, ver quién ha hecho qué, quién podría ser adecuado para esta serie.

Entonces me deja otra carpeta sobre la mesa.

—¿Qué es?

—Lo que acabas de pedirme. Son los currículums de ocho guionistas. Me parece que necesitamos seis…

La abro y empiezo a hojearla mientras él sigue hablando.

—Bueno, hay tres mujeres y cinco hombres; algunos han salido de la Scuola Holden. He pensado que estaría bien coger a dos que tengan unos cuarenta años, los otros, en cambio, un poco más jóvenes.

—Casi me siento inútil.

—No, es gracias a Futura y a la confianza que tú nos das. Delegas en nosotros y eso nos satisface porque, si es un éxito, también será realmente nuestro.

Después, tras un momento de silencio, añade:

—Y lo será.

—¡Bien! Estoy de acuerdo contigo. Entonces, cuando quieras convocamos a los guionistas.

—Ya está hecho. Están en la sala de reuniones, esperándonos.

—Dime que algún día cometerás un error.

—¡Te lo prometo!

—Bien, ya me siento mejor. Vamos.

Giorgio me precede y abre la puerta de la sala.

—Buenos días, chicos; ¿qué tal? ¿Habéis desayunado bien?

Veo que sobre la gran mesa de nuestra sala de reuniones tienen los mismos dulces que Renzi me ha dejado en la mía.

—Sí, gracias.

—Excelente.

—Realmente riquísimo.

Una chica con el pelo rasurado por un lado y un pequeño piercing en la nariz sostiene con una servilleta un trozo de rosco en la mano izquierda y levanta con la derecha un vaso de capuchino como si hiciera un brindis.

—Yo no sé si vais a cogerme, pero si no os molesta vendré a desayunar todas las mañanas.

Me río.

—¡Está bien, te cogemos, pero solo para el desayuno!

Un chico añade:

—¡Eh, no, no es justo; por lo menos a desayunar venimos también nosotros!

Ahora todos se ríen divertidos. Giorgio pone orden.

—Bueno, yo diría que, cuando estéis listos, tengáis una buena conversación con mi jefe, Stefano Mancini, que podría convertirse también en el vuestro…

Y, dicho esto, salimos de la sala.

—Dejémoslos un rato tranquilos, así terminan de desayunar.

—Sí, luego te los envío a tu despacho de uno en uno, así ves qué te parecen y, después, estudiamos la situación.

—Perfecto.

Luego, antes de volver a mi despacho, paso a saludar a los demás.

—Hola, Alice.

—Buenos días, ¿quiere un café?

—No, gracias, si acaso seguiré con el termo de capuchino que tengo sobre la mesa. Pero si te llevas todas esas pastas que me ha traído Renzi, no estaría mal; ¡si no, me las seguiré comiendo!

—De acuerdo.

—¡Es más, si te apetece, coge algo!

—Ya lo he hecho, gracias. ¡Renzi no se ha olvidado de nadie! Me he comido dos maritozzi riquísimos, nunca había comido unos tan ricos.

—Pues sí.

—Renzi siempre escoge lo mejor.

Y entonces se pone colorada, tal vez porque, sin proponérselo, se da cuenta de que se ha calificado a sí misma.

—No pretendía…

—Lo sé, no te preocupes; ve a mi despacho, gracias.

Entonces me voy a ver a Simone y llamo a su puerta.

—¿Se puede? —No obtengo respuesta. Llamo más fuerte—. ¿Puedo entrar?

Nada, no contesta. De modo que, al final, abro la puerta y veo que Simone está escribiendo rápidamente en el ordenador y lleva puestos unos auriculares en los oídos. Cuando me ve, sonríe y se los quita.

—¡Hola, buenos días!

—He llamado varias veces, pero no contestabas.

—Sí, cuando escribo siempre me pongo los cascos, trabajo mejor y soy más productivo…

—Pues vuelve a ponértelos. Nos vemos luego. Solo quería saludarte. ¿Has probado el desayuno de Renzi?

—He sido el primero.

—Bien. —Y salgo del despacho.

Estoy contento, significa que las cosas entre ellos van mejor. Me siento en mi despacho, me sirvo otro capuchino, pero no he tenido tiempo de terminármelo cuando entra el primer candidato.

—Hola, ¿se puede?

—Por favor.

Se sienta y enseguida se presenta. Se llama Filippo Verona. Cojo su currículum mientras habla y lo leo. Es joven, tiene veintiún años, si bien ya ha hecho muchísimas cosas.

—Me gusta mucho escribir, estoy escribiendo un libro, pero también me divertiría trabajar en un guion. Se trabaja con más gente, tienes que tener en cuenta las ideas de los demás…

—Y ¿cómo son las ideas de los demás?

—A veces buenas, a veces divertidas, pero las mías son excelentes.

Es presuntuoso, seguro de sí mismo, pero no me disgusta.

—¿Qué opinas de «Radio Love»?

—Creo que la radio nunca se ha contado así, con la vida real de la gente que trabaja allí, tanto en la oficina como después, en casa. Es una manera distinta de ver los problemas y a las personas que intentan resolverlos. Me gusta. Es una buena idea, y no lo digo solo porque me interesaría trabajar en ella.

El segundo es Alfredo Germani, cuarenta años, con una gran experiencia en ficción. Es simpático, agradable, no le pesa que lo juzgue alguien más joven, no le molesta hacer una prueba.

—En mi opinión, lo más importante es encontrar los temas centrales de cada episodio. Se me han ocurrido algunos…

Me pasa unas hojas y empieza a contármelos.

—La idea de contar con alguien gracioso, alguien que nunca ha tenido la oportunidad de hacer radio y, sin embargo, cuando se la dan, acaba triunfando, a mi parecer, no está mal…

Sigo escuchándolo y sus ideas me gustan, ha encontrado cosas potentes, distintas, de una intensidad que le puede ir bien a la serie.

—Además, me parecen perfectas las líneas horizontales, la historia larga del amor entre los dos propietarios que se separan, se engañan, se persiguen, se perdonan. Eso a la gente le gusta. Hablarán de ello: «Tendría que haberse comportado así, no debería haberlo perdonado…». A la gente le encanta participar en los líos de los demás y no ven que ellos tienen otros mucho más grandes. O quizá lo hacen aposta para distraerse de los suyos propios. —Se queda por un momento perplejo—. Eso no lo había pensado nunca… —añade, y toma seriamente en consideración su último pensamiento.

Uno tras otro, voy conociendo a todos los posibles guionistas, escucho sus puntos de vista, sus historias, los trabajos que han hecho, los cursos en que se han formado.

—Estuve en la Holden y me gustó mucho. Aunque hubo un momento en que me hicieron asistir a una clase con uno que explicaba cómo se cocina. Y lo más absurdo es que de eso no aprendí nada.

Por lo menos, eso es lo que dice mi novio.

Es ella otra vez, la chica del pelo rasurado por un lado y el piercing en la nariz. Se llama Ilenia.

—Como esa de Jeeg Robot, como la que ganó el David de Donatello.

Como si esos detalles hicieran de su nombre algo inolvidable.

—Tu nombre ya era bonito antes.

Se echa a reír.

—De todos modos, para mí, en la serie también tiene que haber alguna persona un poco desmitificadora. ¡Alguien que va a la radio y se pone a disparar! Habéis hecho a todos los personajes demasiado correctos. No es real, es decir, en mi opinión no está bien…

—Tienes razón.

Me mira ligeramente sorprendida, de modo que intento convencerla:

—No, no, lo creo de verdad, en serio. Es una sugerencia adecuada.

—Ah, bien, gracias.

—Gracias a ti, Ilenia, como la de Jeeg Robot.

Se echa a reír de nuevo.

—Pero yo soy diferente. —La miro un instante curioso—. Mi Ilenia empieza con «Y» —dice, y sale con un ademán un poco malicioso del despacho.

Después, al final de la mañana, entra Giorgio.

—Bien, ya los has conocido a todos; ¿qué te han parecido?

—Me parece una elección difícil. Seguramente cogería al de cuarenta años, a la mujer mayor, al joven de veintiuno, un poco presuntuoso, Filippo…

—Verona.

—Sí, ese. Luego está ese otro tan detallista.

—Dario Bianchi.

Miro el nombre que me he apuntado.

—Sí, es él. Luego cogería a las dos chicas. Son perfectas: una burguesa y la otra anárquica y rebelde; si no se matan entre ellas, harán un excelente trabajo.

—Sí, y los dos mayores se ocuparán de mantener al grupo tranquilo.

—Me parece bien.

—Bueno, si estás de acuerdo conmigo, te voy a llevar a un sitio. Es nuestro primer contrato importante y quería regalarte un día de tranquilidad. Me he permitido decírselo también a Gin, si no te molesta. Pero si prefieres no involucrarla, ya tengo la excusa preparada: la llamo y le digo que había olvidado que teníamos una reunión.

—Podría no creerte. Eres tan meticuloso que no sería propio de ti; primero la invitas y después cambias de idea…

—He hecho que la llamara Alice, es el estudio quien te está preparando esta sorpresa. Alice puede haberse equivocado, no sabía nada de esa reunión. Te lo repito: si quieres, lo anulo.

No lo pienso mucho.

—No, me encanta.

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