Tres veces tú

Tres veces tú


Sesenta y seis

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SESENTA Y SEIS

Cuando me despierto, en casa hay un gran silencio, excepto por la música a bajo volumen que ha empezado a sonar en la radio. El radiodespertador se ha puesto en marcha, está sintonizado en Ram Power: «Una la vives, una la recuerdas». El tema que ha decidido empezar así mi jornada es Meraviglioso, de los Negramaro[26]. Me parece una buena señal. Miro el reloj, son las diez. Ostras, he dormido un montón, aunque, de hecho, cuando volví ya era tarde. Ha sido una noche preciosa.

—Gin, ¿estás aquí?

No hay respuesta. Debe de haber programado ella el despertador de esta manera. Menos mal que lo ha hecho, si no, quién sabe cuándo me habría despertado. Voy a la cocina, la mesa está preparada con un excelente desayuno. Hay cereales, queso brie, un melón blanco ya cortado, unas rebanadas de pan listas para meterlas en la tostadora y una nota.

Hola, amor:

Si quieres, también hay huevos en la nevera que puedes prepararte como más te apetezca: revueltos, fritos, duros… En fin, de una manera u otra, los huevos ya sabes hacerlos, así que ya te apañarás. Por otra parte, quería desearte lo mejor para este último día especial, sí, porque puede que no te acuerdes, pero hoy es tu último día de soltero. Así que ¡relájate, alégrate y pásalo bien!

Me dan ganas de reír, pero sigo leyendo.

Ahora bien, la tradición dice que el día antes, nosotros, los futuros novios, no nos veamos.

Por tanto esta noche o vas a casa de tu padre o a casa de un amigo o a donde quieras, pero te recuerdo que no vengas aquí porque trae mala suerte. O sea…, mañana podrás volver, ¡pero después de que te cases conmigo! Y bien, dos últimos consejos: No he visto tu traje, al igual que tú no has visto el mío, y siento mucha curiosidad. Sé que a tu padre le hacía ilusión regalártelo, sé que te lo has probado y que ha llegado a su casa, de modo que no te olvides de cogerlo. Además, también he hecho enviar allí las alianzas, aprovechando que en el edificio hay portero. La última recomendación de todas: sé que Guido ha tenido carta blanca para tu despedida de soltero. Espero que te diviertas…, pero ¡no demasiado! Y también que mañana no estés tan perjudicado como para no poder pronunciar las fatídicas palabras «Sí, quiero».

Porque eso es lo que tienes que decir. Pero si, por casualidad, durante la despedida de soltero, en lo más profundo de la noche, que precisamente se dice que trae consejo, o una chica especial que tus amigos hayan elegido para celebrar este último día…, total, si por casualidad hubiera una cosa cualquiera que te hiciera dudar de todo lo que nos hemos dicho hasta ayer, avísame enseguida, llámame, envía un mensaje, incluso una paloma, un guardabosques… Pero no me hagas llegar a la iglesia y comprobar que soy yo, en vez de tú, quien espera al novio, que, encima, puede ser que no llegue. Eso no te lo perdonaría nunca. Lo demás tampoco, pero podría superarlo. En cualquier caso, te amo y, si todo va bien, ¡me caso contigo!

GIN

Doblo la carta y empiezo a desayunar. El café está caliente en el termo, el hervidor con la leche todavía sigue templado, como si Gin, antes de salir, lo hubiera calentado un poco. Meto las rebanadas dentro de la tostadora y la pongo en marcha y, mientras espero, me bebo un zumo de naranja. También tengo el Corriere della Sera; ¡Gin ha pensado absolutamente en todo! Hojeo el periódico despacio, leo distraído algunas noticias mientras me sirvo el café, añado un poco de leche y oigo saltar la tostadora. Cojo las rebanadas, las pongo en un plato y al mismo tiempo corto un trozo de queso brie. Me gusta porque es delicado, no tiene un sabor demasiado fuerte como el camembert, que, en cambio, prefiero como aperitivo, quizá por la noche, hacia las siete, con un vino blanco muy frío o una cerveza helada. A estas alturas, Gin me conoce muy bien, cada pequeño detalle, y nunca habría confundido el camembert con el brie del desayuno de primera hora. Me como una tajada de melón blanco, rico, dulce pero no demasiado, frío pero no demasiado; en resumen, también perfecto.

Y me pongo a pensar: saber lo que quiere o lo que le gusta a alguien, saber hacer realidad sus deseos, ser merecedor de su confianza…, ¿pueden ser los requisitos de la persona ideal? Cuando entras en un centro comercial y buscas algo, ves muchos productos expuestos, todos son muy similares, pero al final escoges el que más te conviene por calidad, precio o porque has visto la publicidad y en cierto modo ha conseguido conquistarte, convencerte de que es para ti, de que es el mejor. El matrimonio, ¿también es así? ¿Al final hay una especie de filtro que te hace entender cuál es la persona mejor para ti? Esa es la palabra: mejor. Me sirvo un poco más de café y me fijo en que hay una bolsita con dos cruasanes de Bonci. Arranco un pedazo para ver si también ha acertado en esto. ¡Sí, es salado! Bonci los hace tan delicados… Son únicos, perfectos, fermentados de manera excepcional, me comería uno detrás de otro y no sé cuándo pararía, son los mejores. Bueno, estaba analizando la palabra mejor en relación con el matrimonio. ¿Gin es la solución mejor? Los cruasanes de Bonci lo son y, de hecho, los he saboreado uno tras otro sin ningún titubeo, al igual que el brie, la tostada caliente, el zumo, el café, el periódico sobre la mesa. Pero todas estas cosas también te las puedes hacer tú mismo, o pedirlas a una persona del servicio, si te la puedes permitir. Todo eso se puede sustituir. En cambio, una mujer debe ser única, especial, insustituible. Como ella te hace sentir no te hace sentir nadie. Debe ser una persona a la que nunca olvides, que en lo bueno y en lo malo siempre esté en tu mente, que no sea tu comodidad, sino tu inquietud. Eso es, tu inquietud. «¿De verdad es eso lo que querrías? Sabemos de quién hablas». Y me siento agobiado, como si dentro de mí se agitaran dos personas distintas. En cierto modo, una es el viejo Step, el de las carreras de motos, de los grandes celos, de la pasión, de las peleas, de las huidas y de la rebelión. Y la otra, Stefano Mancini, un chico, ahora un hombre, tranquilo, seguro, que empieza a valorar su trabajo, la manera en que crece todo lo que lo rodea, incluido un hijo en la tripa de la mujer con la que se casará mañana. ¡Pero el viejo Step en realidad ya tiene un hijo! Entonces ¿no sería más bonito subir a la moto, mandar a freír espárragos esta boda, pasar a buscar a Babi y a Massimo, salir corriendo hacia el aeropuerto, tirar la moto allí en medio, dejarlo todo atrás y coger el primer avión a cualquier parte? A las Maldivas tal vez, luego a recorrer el mundo, por otras islas, las Seychelles, Madagascar, y seguir viviendo con ella sin perder un segundo más de esa vida que nos está separando desde hace ya demasiado tiempo… Entonces miro la bolsa de Bonci, las migas de las tostadas que me he comido, el brie en vez del camembert, el vaso manchado con algún trocito de naranja del zumo que me he bebido, el Corriere della Sera que he hojeado, la carta de Gin que he leído… «Solo hay un detalle, tanto si eres Step como Stefano: tal vez podrías haber estado en este momento en una de esas islas, pero no ha sido así. Y está claro que no fue porque tú no lo quisieras, sino porque Babi te dejó. A lo mejor no lo recuerdas, pero ella se casó, llevaba a tu hijo en sus entrañas y, aun sabiéndolo, hizo que pareciera de otro, y puede que nunca te lo hubiera dicho. En cambio, te lo ha dicho seis años después, sí, justo ahora, y ¿sabes por qué? Porque esta vez eres tú quien se casa, porque la vida es así; cuando todo parece perfecto, te baraja de nuevo las cartas, te hace caer de ese castillo, te pone en entredicho, se divierte contigo, se ríe de ti y quiere ver cómo sales de esta. Ya, y ¿tú cómo vas a salir de esta?».

Entonces me meto debajo de la ducha, echo la cabeza hacia atrás y hago girar el grifo del agua caliente, más caliente, me dejo arrastrar por ella y sonrío intentando alejar cualquier duda. ¿Cómo vas a salir de esta? Bien. Mejor dicho, muy bien. Ponme a prueba cuanto quieras, no me da miedo, soy sólido, estoy tranquilo, seguro de mi decisión; mañana me casaré con la chica adecuada.

Un poco más tarde, estoy en casa de mi padre.

—Por fin estás aquí. Hoy no voy a la oficina. Va a venir Paolo, me ha dicho que lo llamara en cuanto llegases. Quería saludarte.

—Sí, pero tampoco es que me mude a Estados Unidos o me vaya a la guerra. Solo me caso…

—Bueno, ya sabes que el matrimonio es un poco como la guerra… —Y se echa a reír como un estúpido.

Lo miro en silencio. «¿De qué hablas, papá, de lo que le hiciste pasar a mamá? ¿Qué es lo que no sé? ¿O estás hablando de la guerra con la extranjera? Porque en este caso eres más maduro, ¿no? Ya sabías a lo que te enfrentabas».

—Quiero decir… —mi padre sigue hablando— que las cosas son fáciles al principio porque hay pasión, ganas, el placer de estar juntos, pero luego puede cambiar, si no eres capaz de cambiar tú.

«Y ¿cómo fue con mamá? —me gustaría preguntarle—. ¿No cambió lo bastante? ¿No estaba a la altura? ¿No era suficiente? ¿Qué era lo que no iba bien en ella, papá? Me parecía perfecta, pero evidentemente para ti no lo era, o no lo bastante». Pero todo eso, por supuesto, no se lo digo.

—Pues sí, el matrimonio tiene las de ganar cuando los dos cambian a la vez…

Y justo en ese momento llaman a la puerta y papá se levanta. Casi parece aliviado por esa interrupción, como si le diera un poco más de tiempo para pensar cómo decirme cualquier otra tontería.

—¡Ha llegado Paolo!

Regresa muy contento con él cogido del brazo.

—¡Hola, Ste’!

—Hola. —Me levanto y nos abrazamos. Permanecemos en silencio, hay un poco de emoción.

Paolo se echa a reír.

—¡Ostras, estoy más emocionado hoy que cuando me casé yo!

—Siempre te has dejado llevar demasiado por el entusiasmo por los demás y no te has preocupado de tus emociones.

Paolo se sienta en el sofá.

—¿Sabes que es lo mismo que siempre me dice Fabiola? Te lo juro, me lo dice sin cesar: «¡Siempre encuentras las palabras para decir cosas bonitas a los demás o escribir notas para el momento adecuado, pero con nosotros, nunca!». ¿Es que habéis hablado?

Me echo a reír.

—Sí, en realidad mañana no es mi boda, todo es una excusa para enseñarte a decir cosas bonitas en el momento oportuno… Mira que eres gilipollas.

Mi padre se ríe, yo me siento al lado de mi hermano y le revuelvo un poco ese pelo que siempre lleva tan bien puesto.

—¿Os apetece un café?

—¿Por qué no, papá?, gracias.

—¿Para ti, Step?

—Sí, para mí también, gracias.

Y nos ponemos a charlar en el sofá, riendo, tomándonos el café, dejando a un lado cualquier preocupación, y papá incluso se abre un poco y nos cuenta cosas de las que nunca nos había hablado.

—La conocí en una fiesta y, cuando la acompañaba a casa, vuestra madre me dijo: «Ve por allí, coge la via degli Orti della Farnesina, esa calle es más oscura». Y yo me dije: «Ya está, le gusto». Y entonces, en cuanto me paré, me miró sorprendida: «Pero ¿qué haces? ¿Por quién me has tomado?

¡Oye, que me pondré a chillar!». Así que le mentí y le dije: «Que no, perdóname, es que se me ha caído el mechero, tenía miedo de que se metiera debajo del freno». Y entonces hice como si cogiera algo y hasta se lo enseñé, con el puño cerrado: «¡Aquí está!». Y me lo metí en el bolsillo y luego arranqué. Tuve que cortejarla tres meses para conseguir que me diera un beso.

Paolo se ríe.

—Nunca nos lo habías contado, papá.

Yo sonrío. Mamá, en cambio, precisamente me lo explicó el día que fui a verla al hospital: «Tengo que decirte una cosa que papá no sabe, nunca he tenido valor para confesárselo. La primera vez que nos conocimos, enseguida intentó besarme, pero cuando le dije que por qué paraba el coche, hizo ver que había perdido el encendedor. Durante los días siguientes, mientras estaba con él, saqué un cigarrillo y le dije: “¿Me lo enciendes, por favor?”. Y él dijo: “¡Es que no fumo! No tengo encendedor”. Ni siquiera se acordaba. Tu padre siempre ha sido así. Decía mentiras y se olvidaba de haberlas dicho».

Vuelvo con ellos. Todavía se están riendo. Papá cuenta que una noche con unos amigos y con mamá en el Piper, una vez que vino Patty Bravo, mamá iba vestida como ella. Pero esa historia ya nos la ha relatado un montón de veces.

—Bueno, yo me voy… —Me levanto.

—Espera, espera… —Papá vuelve con un traje dentro de una bolsa—. Toma, es el que elegiste para mañana.

Paolo me mira divertido.

—Y ¿no vas a enseñárnoslo? ¿No nos haces un pase?

—Lo haré mañana, con la música…

—¡Que no, tú tienes que estar esperando, eso lo hace ella! Es que no sabes nada…

—Vale, lo que sea. De todos modos, ya me veréis mañana.

Paolo de repente está intrigado.

—Y ¿dónde vas a dormir esta noche? Gin está en casa, ¿no?

—Sí, quería estar tranquila y tener todas sus cosas para arreglarse… Me he ido yo.

—¿Quieres quedarte en mi casa? A Fabiola le gustará.

En realidad, tengo mis dudas, pero decido decir otra cosa.

—Esta noche saldré hasta tarde con mis amigos. He preferido coger una habitación en el Hilton, así mañana me doy un buen baño en la piscina antes de ir a la boda.

—¡A tu boda! No te confundas.

—No me confundo. Nos vemos mañana. Toma, Paolo, lleva tú las alianzas… —Le entrego el estuche—. Seguro que mañana estarás más lúcido que yo.

Paolo lo mira orgulloso como si tuviera la responsabilidad más grande del mundo.

Entonces me voy al Hilton, me dirijo a recepción, cojo la llave y subo a mi habitación en la última planta. Meto el traje en el armario junto con los zapatos y todo lo que necesito para ser el novio perfecto. A continuación, me echo un instante sobre la cama, pero aún no me he podido relajar cuando suena el teléfono que está a mi lado.

—Buenas tardes, está aquí el señor Guido Balestri, está esperándolo.

—Sí, gracias, dígale que ahora bajo.

Vuelvo a ponerme los zapatos, cojo la llave, cierro la puerta y llamo el ascensor. Después, mientras espero a que llegue, pienso en qué clase de despedida de soltero me habrán preparado para esta noche, y conforme aumenta mi curiosidad tengo una especie de ataque de pánico. Es mi último día de soltero. Mañana me caso.

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