Tres veces tú
Sesenta y siete
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SESENTA Y SIETE
—Eh, y ¿esto qué es?
Guido está apoyado en un Mercedes E.
—El coche que te llevará a una sorpresa.
—Me gusta.
—Pues sube.
Me siento a su lado, delante.
—No, no, tú ve detrás. Hoy hago yo de chófer.
—Me gusta todavía más.
Subo atrás y Guido arranca tranquilamente.
—Bien, te han grabado un CD de música, mira qué pasada.
Lo pone en el equipo del coche y al instante suena por los altavoces una canción de Pink Floyd.
—Eh, no está mal, empezamos bien…
—Y el resto es mejor.
Me pasa la funda del CD. Tiene la firma de Schello.
—Ya ves. Vamos bien.
De hecho, leo los nombres de los cantantes que más me gustan: Negramaro, Bruno Mars, Courtney Love, Bruce Springsteen, Lucio Battisti, Tiziano Ferro, Cremonini… Uno tras otro, se suceden los temas mientras circulamos por la ciudad. El coche es silencioso, la conducción de Guido es veloz, sin acelerones ni frenazos, perfecta.
—Oye, pero ¿adónde vamos? ¿Se puede saber?
Guido me sonríe por el retrovisor.
—Es una sorpresa. ¿Sabes qué?, toma, ponte esto. —Y me pasa un pañuelo negro.
—¿Y esto? ¿No puedo ver adónde vamos?
—Exacto. Es una orden del gran jefe.
—Y ¿quién es?
—Quien me ha ayudado a organizar todo esto, un amigo que conoces y que no te imaginas cómo se ha volcado contigo…
Finjo tener miedo.
—¡Quiero irme a casa!
Guido se ríe.
—¡Demasiado tarde! Estás atrapado. ¡Ponte el pañuelo y punto! Ya verás como no te arrepientes.
—O sea, ¿que tengo que tener confianza?
—¡Como siempre!
No le digo nada, pero en vista del resultado de la última vez, ¡más bien me convendría no confiarme! Aun así, lo hago, me pongo el pañuelo y decido divertirme. Por otra parte, solo te casas una vez, ¿no? Por lo menos, eso creo.
—Oye, y ¿cómo es ese gran jefe? Has dicho que es alguien que conozco… Y ¿qué es?, ¿un pringado? ¿Es un tipo guay? ¿Es un hombre? ¿Una mujer? O sea, ¿me puedes decir a qué voy a tener que enfrentarme? ¿A una noche de alcohol, de drogas, de música, de locura?
Oigo que Guido se ríe, pero no puedo verlo.
—¡Más que eso!
—¡Joder, me gusta!
Y me abandono en el asiento del Mercedes, mientras Guido pisa el acelerador y, como una señal premonitoria, empiezan a sonar en ese momento las palabras de Lucio: «Mi ritorni in mente bella come sei, forse ancor di più». «Vuelves a mi mente, tan hermosa, quizá todavía más». Y me dejo llevar, cierro los ojos bajo el antifaz y escucho esta canción todavía increíblemente moderna. «Ma c’è qualcosa che non scordo… Un sorriso e ho visto la mia fine sul tuo viso. Il nostro amore dissolversi nel vento…». «Pero hay algo que no olvido… Una sonrisa, y he visto mi fin en tu rostro.
Nuestro amor disolverse en el viento…»[27]. Lucio, has cantado cada momento del dolor de nuestro amor, y de una manera perfecta y completa. ¿Qué es lo que has sentido en realidad de todo lo que cuentas con tu música? Pero ya sé que es una pregunta que quedará sin respuesta. Tú eres Lucio, el compañero ideal, porque ninguno de nosotros encontramos respuestas. El amor nace y se termina sin una verdadera razón, ese es su más bello misterio, es este el dolor que todavía me acompaña.
Necesito aire, abro la ventanilla, apenas una rendija, y noto que algo ha cambiado. Abro la boca y respiro a pleno pulmón, saboreo la vida. Lo reconozco.
—Eh, pero si estamos yendo hacia el mar…
Oigo reír a Guido y me lo imagino mirándome por el retrovisor.
—¡No vale, te has quitado el pañuelo!
—No me hace falta verlo, lo siento.
Y sigo olfateando el aire. Respiro el viento, el perfume de las olas, el sabor del infinito, imagino ese azul que desde siempre me acompaña. Lo siento a la izquierda, me vuelvo como para buscarlo y el calor del sol me lo confirma.
—Sí, estamos yendo hacia el mar.
—No puedo decirte nada.
Y la música continúa. Ligabue, Certe notti[28], Vasco, Un senso. Y luego, de nuevo Lucio con esas notas inconfundibles y ese magnífico ataque. Sí, viaggiare. Y es como si fuera una orden. «Ti regolerebbe il minimo alzandolo un po’ e non picchieresti in testa così forte no… E potresti ripartire certamente non volare… Ma viaggiare». «Te lo ajustaría lo mínimo levantándolo un poco y así no te darías en la cabeza tan fuerte, no… Y podrías irte, no sería volar… Pero sí viajar».
Y con el sonido lento y monótono del coche, su subir y bajar por todas las uniones de la autopista, como si me estuviera acunando, me duermo.
Algún tiempo más tarde, no sé cuánto…
—¡Hemos llegado! ¡Quítate el pañuelo!
Joder, no sé cuánto he dormido, pero cuando me lo quito el sol casi se está poniendo.
—Si estamos en el puerto.
—Sí, nos está esperando una barca.
Bajo del coche y estoy en el Yachting Club de Porto Santo Stefano.
—Joder, ¿hemos venido hasta aquí?
—Sí, y tú has dormido todo el rato. De vez en cuando te miraba por el retrovisor, tenías estampada una sonrisa…
—Era por tu manera de conducir.
—Anda ya… ¡Estabas encantado! A saber lo que hiciste anoche.
—Nada raro…
—Sí, sí, venga, subamos a la lancha, que el gran jefe nos espera.
Entonces nos embarcamos en un Tornado 38 que se separa con rapidez del muelle y sale a mar abierto, fuera del puerto. El tipo que lo pilota empuja las dos palancas hacia delante y alcanza enseguida los treinta nudos, dibuja una gran curva, deja atrás la villa que fue de Feltrinelli a lo alto del acantilado y sigue adelante, a gran velocidad, hacia la isla Rossa, y después todavía más adelante, sin detenerse nunca. Ahora el mar es plano, la estela segura del Tornado crea dos grandes surcos. Seguimos navegando deprisa, hacia Ansedonia, mientras el sol se zambulle en el mar y frente a la Feniglia solo se ve un gran yate completamente iluminado.
—Ahí está…
Es increíble. Esto no me lo esperaba. A medida que nos acercamos, se hace más grande.
Entonces, cuando ya estamos cerca, el Tornado aminora dirigiéndose a la popa. Aparecen dos marineros con uniforme oscuro, nos lanzan un cabo que nuestro piloto coge al vuelo y asegura enseguida a la bita, recupera un poco acercando la lancha al yate y la amarra. No nos da tiempo a poner un pie en el barco cuando empieza a sonar la música de un increíble saxo tocando las notas del Love Theme de Blade Runner[29]. Arriba, en el puente, están todos asomados.
—¡Ahí está! ¡Menos mal!
Están Lucone, Bunny, Schello y todos los demás. También Marcantonio y algunos amigos más.
Miro a Guido asombrado.
—Perdona, pero ¿cuánto mide este barco?
—Cuarenta y dos metros.
—Y ¿cómo lo has conseguido?
—Y ¿qué más te da? ¡Disfrútalo!
—¡A ver si van a venir a detenernos a todos!…
Guido se echa a reír.
—No, no, puedes estar tranquilo. Es un favor de una persona decente. Aunque, de todos modos, somos doce, además de ti.
—Me suena mucho a la última cena. —Y, así, de repente, me planteo otra pregunta—: ¿Quién es el traidor?
Me sonríe.
—No hay. Y es porque tú no eres el Mesías, ¡eres un simple pecador! Diviértete, joder, y no pienses en nada más. No hay ningún problema, y tampoco vamos a pelearnos entre nosotros…
—¿Por qué?
—¡Porque somos doce y he invitado a quince chicas!
Cuando llego a la pasarela, la música suena enloquecida; unos camareros pasan con bandejas repletas de copas altas llenas de champán. Guido coge dos al vuelo y me tiende una.
—¡A tu salud! —Entrechoca con fuerza su copa contra la mía y me sonríe—. ¡Por que seas feliz esta noche y todos los días que vengan!
—Me gusta. Y que tú lo seas conmigo.
Y nos lo bebemos de un solo trago, frío, helado y lleno de burbujitas, perfecto.
—Disculpe. —Guido para al vuelo a una guapa camarera de piel oscura con el pelo recogido y que, cuando se vuelve, nos dedica una preciosa sonrisa.
Mi amigo deja la copa en su bandeja y coge dos más. Yo dejo la mía mientras él me pasa la copa llena. La camarera se aleja.
—¡¿Qué?, ¿cómo lo ves?! —Guido me abraza—. Pásatelo muy bien, Step.
A continuación, empezamos a pasear juntos por el barco.
—Hay tres puentes. Se llama Lina III, y, como te he dicho, tiene cuarenta y dos metros. Ven, subamos.
Subimos a cubierta, es todo de cristal, con grandes sofás de alcántara de color azul claro. Hay dos chicas charlando, se están tomando unos cócteles de color celeste a conjunto con el tejido de las cortinas ligeras que cubren en parte el rojo dejado en el cielo por el sol que acaba de ponerse. Guido las saluda.
—Hola, él es Step, el homenajeado.
Las dos se levantan. Son guapas, altas, no tienen mucho pecho, en cambio llevan el pelo largo; una es rubia, la otra morena. Se me acercan y me dan un beso en la mejilla.
—¡Felicidades!
—¡Nos alegra estar aquí!
—Sé que trabajas para la televisión y estás haciendo un montón de cosas interesantes. ¿Nos invitarás alguna vez a ver algún programa?
—Claro.
—Este barco es precioso, ¿es tuyo?
Guido interviene:
—Pero ¡cuántas preguntas! Ven, Step… Claro que es suyo. Además tiene dos villas en el Caribe y quizá hagamos una fiesta allí también. —Y me arrastra tras él.
Apenas nos da tiempo a oír su respuesta:
—¡Contad con nosotras! ¡Iremos a donde queráis!
Entonces llegamos al final del puente.
—Mira qué espectáculo…
Estamos mar adentro, en la bahía del Argentario. Diviso la larga playa de la Feniglia, allí, donde Babi y yo nos dimos el primer beso, y detrás la gran colina con varias casas. Algunas, mejores que otras, hasta tienen acceso privado al mar, otras, con grandes cristaleras en las que se refleja la bahía, poseen piscinas infinitas. Sigo mirándolas una tras otra desde el final de la playa hasta la última ensenada. Ahí, esa es la villa perfecta, la más alta, construida sobre las rocas y con su acceso privado. En aquella casa para Babi fue su primera vez.
«—¿Eres feliz?
»—Muchísimo.
»—¿Como si pudieras tocar el cielo con un dedo?
»—Mucho más. Al menos, a tres metros sobre el cielo».
—¿En qué estás pensando? —Guido irrumpe así en medio de ese recuerdo.
—En lo bonitas que son esas casas.
—Si todo va bien, algún día te comprarás una. ¡Estás pisando fuerte! A lo mejor aquella de la punta.
—Sí, a lo mejor.
—De todos modos, tenías una bonita sonrisa.
Y en ese preciso instante oímos sonar la sirena del barco.
—¿Y eso? ¿Nos estamos hundiendo?
—No. —Guido se echa a reír—. He dicho que nos llamaran cuando la cena estuviera preparada.
De modo que bajamos. Chicos y chicas están ya tomando asiento en el gran comedor. Ríen, bromean, algunos se abrazan de vez en cuando, se respira una gran euforia. Pasan unos camareros y retiran los vasos, mientras otros dos dejan botellas de champán a lo largo del centro de la mesa. Son siete botellas de Moët Chandon y somos veintiocho. Empieza a sonar una preciosa canción de George Michael: Roxanne[30].
—Guido, pero ¿quién paga todo esto?, ¿se puede saber o no?
—¡Gente a la que le gusta lo mejor! ¡Nosotros! Pero te voy a decir una cosa: la bebida la han puesto los hermanos Chandon en persona.
—Vale, tú todo el tiempo me tomas el pelo. Nunca te cansas de bromear y decir chorradas.
—Perdona, pero ¿no te he llevado siempre a unas fiestas magníficas?
Me acuerdo de la que incluso me procuró un hijo.
—¡Claro, es verdad!
—Y ¿te parece que no iba a organizar una fiesta maravillosa para ti precisamente ahora que vas a casarte? ¡Venga ya!
Y, como si fuera una señal, empiezan a entrar los camareros con grandes bandejas llenas de marisco, ostras, cigalas, gambas, tartar de pez limón y lubina, y comienzan a servir a las chicas. Las veo guapas, ya bronceadas, riendo y bromeando mientras los camareros, después de haberles llenado el plato de crudités, pasan a las copas de champán; y ellas sonríen y dan las gracias sin ningún titubeo, como si estuvieran acostumbradas desde siempre, como si cada noche cenaran así.
—Perdona, Guido… —Me acerco despacio a él.
—Sí, dime…
—Pero ¿son señoritas de compañía?
—¿Cómo?
—Sí, o sea…, ¿son zorras?
—¡No! —Se echa a reír—. Todas son chicas que quieren hacer tele o cine. Les he dicho que esta noche había trece productores aquí. ¡Cómo se lo iban a perder! ¡Han venido gratis!
Miro a los doce productores. Bunny, Lucone, Schello y todos los demás. Las chicas charlan con ellos, se lo pasan muy bien, ríen, al menos eso me parece. Y hay dos en concreto que escuchan con interés lo que dice Lucone. Pero… Pero ¡si a Lucone nunca se le ha entendido nada de lo que dice!
—¿Me permite?
Un camarero me pregunta si quiero probar algo, otro me llena de nuevo la copa, por los altavoces escondidos en la pared suena la voz de Arisa cantando L’amore è un’altra cosa[31]. Delante de mí, a lo lejos, veo Ansedonia completamente teñida de naranja.
Entonces me acerco otra vez a él.
—Vale, ya no te molesto más, solo dime una cosa: Guido… ¿Dónde está la trampa?
Él se ríe.
—¿Crees que hay una?
—Sí.
—Depende. ¡La trampa quizá sea mañana!
Ah. Muy bueno. Pero no me ha hecho gracia.