Tres veces tú

Tres veces tú


Sesenta y ocho

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SESENTA Y OCHO

Lentamente va cayendo la noche mientras siguen trayendo platos, dos espléndidas lubinas a la sal, ensalada de langosta, guarnición de patata y pulpo. Y más cigalas, langostinos y calamares a la plancha, y chipirones y pescadito frito. «El pescado es fresquísimo, de esta misma mañana…», nos asegura el capitán. Y nosotros, confiados, disfrutamos de todo lo que comemos. Y después unos sorbetes de mango, de té verde, de sandía, de kiwi, todo ello acompañado siempre de botellas de champán. Y al final los postres: semifrío de chocolate, de avellana, de sabayón, y macedonia de fruta.

Alguno se levanta de la mesa, otro va a la proa, otros encienden un cigarrillo, se toman un café, un licor, mientras un DJ sale de la nada y, con su pequeña consola, empieza a pinchar una espléndida música. Detrás de él aparece un saxofonista bajito, con un poco de barba, y sus dedos se deslizan por el saxo con increíble maestría. Mientras toca, va subiendo hasta el punto más alto de la proa, se sube al asiento de una lancha cubierta con una lona y allí, de pie, con el saxo apuntando al cielo, es como si cortejara a la luna, que, llena e inmóvil a su espalda, enmarca su perfil. Algunas chicas empiezan a bailar, otras se les unen, hacen un grupo, se mueven al compás de las notas. Otros, cogidos de la mano, prefieren escuchar la música más alejados, en popa, en los sillones en penumbra o en una de las muchas cabinas de este enorme barco.

Marcantonio, Guido, Lucone y Bunny han encontrado una ruleta con tapete y fichas y todo, o tal vez la han traído; en cualquier caso, han preparado un verdadero casino en el centro del comedor, sobre la gran mesa que los camareros ya han limpiado. Y juegan divertidos, rodeados por algunas de esas guapas chicas, de modo que yo también me acerco y cambio algo de dinero.

Lucone grita alegre:

—¡Ánimo, apostad, apostad, que dentro de poco rien os va plus! —en su francés macarrónico.

Alguna ríe divertida, otra ni siquiera se da cuenta. Y apuesto al dieciocho, sabiendo de todos modos que, aunque gane, no veré un euro.

—¡Una de las piernas de las mujeres…, siete! —Y se ríen y beben champán y alguno gana, pero muchos pierden, y algún otro cambia dinero y la música se desata.

—Hola. ¿Sabes que he estado en tu oficina? Me gustó muchísimo.

Me vuelvo. Y ella está ahí, mirándome sonriente. Está bronceada, tiene la piel muy oscura, los ojos verdes, el pelo corto, negro, una boca carnosa y una sonrisa muy bonita, con los dientes blancos, perfectos. Lleva un vestido rojo cereza, con una amplia sisa que deja apreciar sus bonitos hombros torneados. Debe de ser deportista, tiene los brazos fuertes. Me mira con aplomo.

—Me llamo Giada y me gustaría tocarte.

Me quedo sorprendido por sus palabras, por cómo me mira, seria, intensa.

—Pero… —Y por un instante me quedo cortado, como un estúpido no encuentro nada que decirle.

Pero ella se echa a reír.

—¡Venga, era una broma! Es que me hicisteis hacer una prueba absurda. Un tal Civinini me dijo: «¡Intenta decirme algo que pueda hacerme sentir incómodo!». Y a mí entonces me salió eso, lo que te he dicho ahora… Solo que a ti sí que te ha hecho efecto; en cambio, a él no.

Se echa a reír; a continuación, se pone seria, ladea un poco la cabeza y me mira con curiosidad.

—¿Qué pasa? ¿Te has enfadado? Era una broma…

Me sonríe, después se encoge de hombros como diciendo: «No importa», y con la barbilla me señala una botella de champán.

—¿Me sirves un poco?

La miro serio.

—Sírvemelo tú, soy yo el homenajeado.

Enarca una ceja, me observa un momento y a continuación empieza a reír a carcajadas.

—Es verdad, tienes razón; pero ¿después hacemos las paces?

—¡Claro! Pero antes ponme de beber.

Giada se aleja y va hacia la botella. La miro y sabe que la estoy observando; camina con los hombros derechos, pero no se contonea demasiado. Entonces se vuelve, coge la botella de champán, dos copas altas, y regresa conmigo. Me mira a los ojos, nunca baja la mirada. Es hermosa y lo sabe.

Me pasa una de las copas y empieza a servir la bebida. La miro mientras lo hace y ella sigue sonriendo.

—Así que mañana te casas.

—Sí.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—¿Crees que durará para siempre, tal como prometerás?

—No lo sé.

Ha llenado también su copa, a continuación, deja la botella y me mira sorprendida.

—¿Cómo que no lo sabes?

—No me caso yo solo. ¡¿Sabes?, normalmente son dos!

—¡Claro! Yo me refería a en lo que respecta a ti; ¿crees que durará para siempre?

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabes?

—¿Y si perdiera la memoria como en esa película, Todos los días de mi vida, la de Channing Tatum? ¿La has visto?

—Sí, es preciosa. Lloré.

—Y ¿tú lloras con facilidad?

—Si es una buena película de esas dramáticas, puede que me conmueva, pero en la vida lloro muy rara vez. Una vez lloré muchísimo por culpa de alguien que me hizo sufrir. Desde ese momento juré que nunca más lloraría por un hombre.

—Pero no lo sabes.

—Sí que lo sé.

—Podrías llorar por mí.

Me mira sorprendida.

—¿Por ti?

—Claro. Si ahora te rompiera un brazo, ya verías si llorarías.

—¡Idiota; venga, brindemos!

Y justo cuando unimos nuestras copas se oye de nuevo sonar la sirena. Guido, que se sabe el guion de todo lo que tiene que pasar en esta extraña noche, da indicaciones a todos:

—Salgamos, vamos afuera.

Nos ponemos en la borda, bajo las estrellas, delante de una gran luna llena. Y, en la oscuridad del cielo infinito de un azul perfecto, empiezan a estallar fuegos artificiales. Rojos, amarillos, verdes, violetas, uno dentro de otro, uno tras otro, sin parar, continuamente. Salen del mar y van hacia arriba, más arriba, por encima de nuestras cabezas, a treinta, cuarenta metros, y se abren como grandes parasoles y no les da tiempo a desaparecer cuando debajo de ellos ya estallan otros más pequeños que se desmenuzan hacia abajo y caen al mar. Cambian sin cesar de color: rojo, naranja, que se transforman en cascadas blancas, verdes. Uno tras otro en una explosión continua. Giada mete el brazo por debajo del mío, me aprieta y me dice sin mirarme: «Es precioso». Después apoya la cabeza en mi hombro y me aprieta un poco más. Yo la miro sorprendido. Ha dejado a un lado su índole guerrera, ahora parece dulce, sumisa. Estos cambios me parecen muy extraños, se me ocurre pensar que tal vez le hayan pagado. Los fuegos prosiguen sobre el mar. Mirando un poco más allá, a contraluz, a un centenar de metros de nosotros, veo una balsa. Encima hay un verdadero arsenal con cañas pequeñas y grandes apuntando al cielo, no muy lejos se balancea una barca de madera con dos hombres a bordo. Me imagino que han sido ellos los que han preparado todo este espectáculo de bombardeo. Entonces, desde la balsa, el gran cañón central dispara un cohete. Se para a unos veinte metros de altura y estalla con un estruendo; el segundo sale inmediatamente después, lo rebasa unos diez metros y tiene la misma intensidad; el tercero supera a los otros dos, se detiene en medio del cielo y, con un estallido enorme y una cascada de chispas, pone fin a los fuegos.

—¡Muy bien! ¡Precioso! ¡Magnífico!

Algunos silban, todos aplauden, y oigo el tapón de una botella de champán al abrirse, ni que fuera Nochevieja. Pasa un camarero y rellena nuestras copas. Giada me sonríe, mirándome a los ojos, entrechoca su copa contra la mía y brinda de nuevo.

—Por todo aquello que quieres, por tus deseos…

—Y también por los tuyos…

—No, tú eres el homenajeado. Esta noche puedes pedirme todo lo que desees.

—¿Esto también salía en la audición?

Se ríe a carcajadas.

—No, no, esto lo he improvisado ahora.

Y nos miramos. Tiene su copa delante de la boca; a continuación, bebe lentamente sin apartar sus ojos de los míos. No está mal esta tal Giada. Es guapa, es divertida, está bronceada, es sonriente, es sensual, es atrevida…

Suena de nuevo la sirena, dos veces en esta ocasión. Giada termina de beber, deja la copa sobre la mesita de al lado.

—Tenemos que irnos. Lástima —dice, y se inclina hacia delante, me da un sutil beso en los labios y se aleja.

—Pero ¿adónde vais?

—Nos han dicho que lo hiciéramos. Después de los fuegos artificiales, cuando la sirena suene dos veces, todos debemos abandonar el barco…

Me mira una última vez y me sonríe, pero lo hace de una manera extraña, casi triste.

—Es cierto, tienes razón. Quizá lloraría por ti, y sin que me rompieras un brazo.

Y se va a popa junto a todos los demás. Veo a Lucone, a Schello, a Bunny, a las chicas, a Marcantonio, a alguno abrazado que no reconozco, a alguno que se tambalea de lo borracho que está, como Hook, con dos chicas que intentan sostenerlo.

—¡Mantente en pie, que pesas!

—¡¿Qué dices?, estoy en forma…! Os puedo hacer felices a las dos.

Y todos empiezan a subir a unas lanchas que acaban de llegar. Algunos, por la escalerilla, otros saltan directamente desde la plataforma. A continuación, una tras otra, las lanchas se alejan del barco. Alguno me saluda, otros se están besando. A saber qué futuro de actriz ha prometido Lucone a esa chica; en vista de cómo se aplica debe de ser un buen futuro. Lástima que él no tenga nada que ver con el cine, aunque hizo de figurante, pero para ganar unos euros e intentar, allí también, ligarse a alguna chica sin resultado.

Guido se me acerca.

—¿Y qué? ¿Te ha gustado tu fiesta?

—Muchísimo.

—Bien, me alegro.

Me abraza; a continuación, se dirige él también hacia la escalerilla. Hago ademán de seguirlo, pero me para.

—No, no. —Me sonríe—. Tú, el capitán y la tripulación os quedáis aquí. Disfruta del barco de cuarenta y dos metros, tiene una suite para dormir. La han abierto ahora, no ha entrado nadie.

—Pero no me has explicado nada: ¿por qué?, ¿y el barco?…, y ¿mañana qué?

Guido me sonríe y sube a la lancha.

—Disfruta de tu última botella en la suite. Mañana, cuando te despiertes, habrá una lancha que te llevará a tierra. Si te apetece…

Y él también, sin decir nada más, se marcha. El piloto acelera, dibuja una última curva y desaparece en la noche.

Veo que el capitán me saluda desde lejos.

—Buenas noches.

Y también él desaparece en su cabina.

Silencio, soledad. El barco está vacío, todos se han ido. Había al menos ocho marineros, pero no queda ninguno. Lo han limpiado todo, el barco está de nuevo perfectamente en orden, han sido rapidísimos, ágiles, discretos, se han movido sin parar pero nunca parecía que estuvieran demasiado presentes.

Miro a tierra. Ya es noche cerrada. Algunas villas tienen alguna ventana que han dejado abierta, pero no hay ninguna luz encendida. La luna se ha vuelto roja, ahora solo está ella en el mar junto a un viento ligero y un increíble silencio. Se oye el batir de las pequeñas olas acariciando la quilla de este gran barco.

Entro en el comedor y voy hacia proa, directo a la última cabina del fondo. El pasillo tiene las luces más bajas, este barco es perfecto hasta en los más mínimos detalles. En la puerta de teca hay un cartel en el que se lee «SUITE». La abro. La cabina principal es enorme, ocupa toda la parte final de la proa. En una esquina hay una gran cama de matrimonio, enfrente, dos sofás claros, uno de los dos es más largo; delante hay una mesa baja de cristal con los bordes laminados. En un rincón hay una chaise longue beis; a su espalda, una librería con un equipo de música plano Bang & Olufsen encajado y unos grandes altavoces. Sobre una pequeña mesa, frente a un espejo muy moderno, hay una cubitera con una botella de champán dentro, un Cristal. Al lado hay una rosa y al pie una nota: «Para ti».

La cojo, le doy vueltas en las manos, no pone nada más, no reconozco la letra. Entonces, de repente, las luces se atenúan, en el estéreo empieza a sonar una canción que llena toda la cabina.

Through the Barricades[32]. Y, reflejada en el espejo, delante de mí, la veo.

—Por un momento he sospechado que detrás de todo esto podías estar tú… Pero solo ha sido un instante.

—¿Lo esperabas? —Babi me sonríe.

Está quieta al lado del equipo de música. Lleva un vestido plateado hecho de pequeñas lentejuelas que se llenan de luz con cada movimiento. Se ha teñido el pelo de negro, lo lleva corto, con flequillo, sus ojos azules están maquillados de manera perfecta y resaltan todavía más.

—No, no lo esperaba. Después de haberlo pensado, he descartado la idea. De todos modos, no habría tenido sentido.

Lleva zapatos altos, el vestido le llega por encima de la rodilla.

—¿Te acuerdas de esta canción?

—Sí.

—Estábamos en aquella casa… —Señala Ansedonia, al otro lado del gran ojo de buey, al otro lado de ese mar oscuro, aquella colina hecha de alguna luz diseminada aquí y allá—. Fue la primera vez que hicimos el amor, y fue precioso.

—Sí, Babi, fue precioso, y fue hace mucho tiempo.

Ahora se mueve lentamente.

—¿Te gusta este barco?

—Muchísimo.

—Me alegro. Es de mi marido. Yo nunca vengo. Pero esta noche me he alegrado de poder usarlo…

—¿Qué le has dicho?

Se acerca a mí, me roza, pero luego coge la botella de detrás de mí.

—Siéntate, Step, te serviré una copa.

De manera que voy hacia el sofá mientras ella empieza a abrir la botella.

—Le he dicho que quería dar una fiesta. No me ha preguntado por qué, no me ha preguntado con quién: es el marido ideal. Está en la otra punta del mundo en este momento y la mayor parte de los días.

Entonces abre la botella y llena las dos copas con Cristal. Se acerca y me ofrece una. Me mira, me sonríe y levanta la suya.

—Por nuestra felicidad, sea cual sea.

No digo nada, toco delicadamente su copa y luego, mirándonos a los ojos, bebemos los dos un poco.

—¿Te gusto con el pelo oscuro? Al principio no me habías reconocido. —Se queda así, en silencio, sonriéndome—. Es una peluca. Me la he puesto por ti, quería ser tu última chica, tu último beso de soltero… —Sigue mirándome mientras yo me termino mi copa de champán y la dejo sobre la mesita.

Ella se levanta, coge la botella y llena de nuevo las dos; a continuación, me pasa una.

—¿Puedo? —Y señala el sitio a mi lado en el sofá. Quiere sentarse junto a mí, quiere seducirme.

—El barco es tuyo.

—Pero, si no me das permiso, no haré nada.

La miro en silencio durante un rato. Parece serena, tranquila; seguiría en serio cualquier indicación mía, tal vez. La invito a sentarse a mi lado.

—Por favor.

Se me acerca, se sienta, bebe un poco más de champán. A continuación, coge un mando a distancia, baja un poco las luces, sube la música. Después se agacha y empieza a desatarse poco a poco las hebillas de los zapatos; se quita la primera, después la segunda y se queda descalza.

—Oh, ahora estoy más cómoda. Me he puesto esta peluca porque esta noche no quiero ser Babi.

Me gustaría ser una persona cualquiera, pero que te gustara tanto que no pudieras resistirte y decidieras pasar una noche preciosa conmigo. ¿Me haces ese regalo?

Y me mira con sus ojos tan intensos, lánguidos, la boca ligeramente entreabierta, y yo miro sus labios, sus dientes, su sonrisa que se vislumbra en la penumbra. Cuántas veces he soñado con esa boca, cuántas veces he dado puñetazos a los armarios y a las puertas porque ya no eras mía, Babi.

—Mañana me caso.

—Lo sé, pero esta noche estás aquí.

Y me apoya una mano en el pecho y baja por mi estómago, y luego me atrae hacia sí y se acerca a mi rostro. Abre la boca cerca de la mía y me respira como si quisiera vivir de mí. En ese momento se me aparece Gin, sus ojos grandes y buenos, su risa, la carta con el desayuno de esta mañana, sus padres, el padre Andrea, la elección de la iglesia y del menú, las palabras dichas y las promesas hechas. Y me siento culpable, equivocado, y me gustaría ser fuerte y alejarme, pero no hago nada, solo cierro los ojos. «He bebido mucho…», y es como si oyera a alguien riendo. «No, es verdad, tienes razón, no es excusa suficiente». «Pero lleva peluca, es otra, es una despedida como muchas, un último polvo, nada más… Sí, en fin, ya se sabe». Pero sé que tampoco eso es verdad. Babi coge mi mano derecha y la guía por sus piernas, más arriba, bajo su vestido, me hace sentir que me desea.

Después se sube encima de mí y está todavía más cerca.

—Ámame, ámame otra vez, solo esta noche. Como entonces, más que entonces…

Y nos besamos, perdiéndonos.

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