Tres veces tú
Ochenta y cuatro
Página 86 de 149
OCHENTA Y CUATRO
Cuando llegan a casa de Palombi, Giulia Parini llama al timbre. Ella y Daniela esperan delante del interfono mudo. Daniela está nerviosa, se mueve inquieta sobre sus piernas, no puede creer que tal vez sepa quién es el padre de su hijo. Se miran en silencio, esperan con frenesí a que alguien conteste. Por fin se oye una voz. Es él, el propio Andrea Palombi.
—¿Quién es?
Se miran un instante para decidir qué responder. Entonces Daniela empuja a Giulia, como diciendo: «Venga, habla, ¿no?».
—Soy yo, Giulia.
—Eh, ¿has visto cómo colgar ese vídeo ha servido de algo? Qué bonita sorpresa… Sube, vamos, estoy solo, tercera planta.
Se oye el chasquido de la puerta al abrirse. Daniela entra corriendo y se precipita escaleras arriba con Giulia a la zaga, a la que casi le cuesta seguirla.
—¡Eh, ve más despacio, me voy a caer!
—¡Muévete!
En un instante abren el portal e inmediatamente después están en el ascensor, que casi da un brinco con su impetuosa irrupción. Una vez dentro, Daniela pulsa enseguida el botón del tercer piso.
Luego espera repiqueteando con el pie izquierdo a que las puertas se cierren. La subida parece interminable por el estado de ansiedad y tensión en que se encuentra. Ella es la primera en salir, arrastra a Giulia por un brazo y se agacha para ver mejor el nombre de las personas que viven en el rellano. De repente, ve abrirse una puerta y aparece Andrea Palombi.
—Por fin… —Pero no tiene tiempo de terminar la frase porque casi se ve arrollado—. ¿Daniela?
Y ¿tú qué estás haciendo aquí?
—¿No lo entiendes? Te vamos a denunciar, te hundiremos, he llamado a la policía, estás muerto, acabado… ¿Cómo cojones has conseguido ese vídeo?, ¿quién te lo ha montado?
Palombi levanta las manos.
—Espera, tranquilízate; ¿cómo que has llamado a la policía? ¿Estás loca?
Ya están en la cocina. Daniela está fuera de sí, ve un soporte para cuchillos, saca uno, el primero que encuentra, y lo apunta con él.
—Cuéntame lo que pasó o te lo clavo y se habrá terminado todo.
Andrea Palombi retrocede asustado.
—Pero ¿esto qué es?, ¿una broma? Tu amiga se hace la difícil, lo he hecho por eso. Nos besamos, lo has visto, ¿no? Y luego no ha vuelto a contestar a mis llamadas, ni tampoco a los mensajes.
Giulia mira a Daniela sonriendo.
—¿Lo ves? Te he dicho la verdad, fue solo un error de una noche.
Palombi siente su orgullo herido.
—Pero ¿cómo que un error? ¡Dijiste que te gustaba desde siempre, que te molaba un montón!
Giulia mira de nuevo a su amiga.
—¿Ves?, se lo inventa todo, no lo creas. Y, de todos modos, aunque lo hubiera dicho, estaba borracha. ¡Me das asco y eres un cabrón por haber expuesto mis tetas en público!
—Las quitaré enseguida. Te lo prometo.
Daniela acerca rápidamente el cuchillo hacia él. Palombi da un salto atrás.
—Oye, ¿es que eres imbécil? ¿Es que te has vuelto loca?
—Te atravesaré de lado a lado. Dime ahora mismo cómo has conseguido ese vídeo. ¿Quién ha hecho ese montaje?, ¿quién ha sido?
—Un tío.
—¿Qué tío?
—No lo sé, se llama Ivano, vive en Testaccio. Esa noche se encargaba de la seguridad en Castel di Guido, había cámaras por todas partes; pero ¿es que no os disteis cuenta? —Entonces repara en lo que ha dicho y busca la manera de justificarse—: La verdad es que estaban muy bien escondidas, los obligamos a ponerlas, teníamos miedo de que se colara alguien en los servicios y la cascara. Por eso, no porque quisiéramos ver quién practicaba sexo, en absoluto… —A continuación, mira a Giulia y le sonríe—. Nosotros no hicimos sexo, solo nos dimos un beso.
—Más lo de las tetas. Ahí está la prueba.
Palombi mira a Daniela sonriendo, pero ve que la situación es más complicada de lo que imaginaba.
—Era una broma. Pero bueno, en serio, quitaré el vídeo enseguida.
—Vale, muy bien, y luego nos llevas con Ivano.
—Es que tengo cosas que hacer.
Daniela lo amenaza con el cuchillo.
—Se ve que no lo has entendido. No estoy bromeando, es algo importante. También hay un vídeo de mí. Escríbele ahora, envíale un mensaje. Dile que tienes que verlo con urgencia.
Andrea Palombi coge el móvil y hace todo lo que Daniela le ha ordenado, seguidamente espera unos segundos hasta que oye el sonido de un mensaje. Lo lee y se lo muestra:
Ok. Te espero.
Al cabo de un rato están los tres en el coche de Giulia, que va al volante. Palombi está a su lado y Daniela va sentada detrás, sin dejar el cuchillo.
—Sigue todo recto, cuando llegues al cruce, tuerce enseguida a la derecha, así acortaremos. Vive encima del Teatro Vittoria. Yo tenía un torneo de pádel…
Daniela le da un porrazo en el hombro.
—Da gracias de que todavía puedas jugar…, quizá.
—Oye, ¿de verdad has llamado a la policía? Ya he bajado el vídeo.
—La verdad es que no deberías haberlo colgado.
—Ya veo, pero era una broma, cómo os pasáis. Y, además, solo se ven las tetas, tampoco se te reconoce mucho.
—Yo la he reconocido enseguida.
—Vale, pero tú porque la conoces. ¿Qué vídeo es el tuyo?
—No te importa. ¿Y bien? ¿Por dónde tiene que ir?
—Casi hemos llegado.
El coche de Giulia entra en la piazza de Santa Maria Liberatrice.
—Mira, allí hay un sitio, justo después de la pizzería Reno. Párate ahí, él vive un poco más adelante.
Aparcan y bajan. Al llegar delante del portal descuidado, Palombi mira el portero automático y localiza enseguida el piso al que tiene que llamar. Al cabo de un instante, responde una huraña voz masculina:
—¿Quién es?
—Soy Andrea.
—Sube.
La puerta se abre y los tres se meten en el interior de un viejo portal.
—Y ¿tú vienes aquí muy a menudo?
Palombi sonríe.
—Sí, seguridad de todo tipo. Si necesitas algo…, en su casa lo encuentras fácilmente.
Giulia lo mira intrigada.
—¿Qué? No entiendo nada.
Daniela sacude la cabeza.
—Vende droga, trafica; habla de quien busca seguridad cuando se pasa de vueltas.
—Sí, algo así.
Poco después están delante de su puerta. Antes de que Palombi llame, Daniela se mete el cuchillo dentro de los pantalones, escondido detrás de la espalda. Se oyen pasos y enseguida alguien abre la puerta. Un tipo con una barba larga, rojiza, el pelo enmarañado, gafas graduadas y unos grandes pendientes negros.
—¡¿Qué pasa, tío?! Oye, ¿has traído a las chicas? No me habías avisado, no me gusta.
—Son amigas.
—No puedes presentarte aquí así. Estoy trabajando.
Daniela señala el salón.
—¿Nos dejas entrar, por favor? No hemos venido a molestar, hemos venido a resolver un problema que podrías tener.
Con esa frase, Ivano se queda confundido. Mira a Palombi y tuerce la boca, no le gusta toda esa historia. De todos modos, deja entrar a las chicas y cierra la puerta.
—¿Y bien? ¿Qué sucede? ¿Cuál es ese problema que podría tener?
Daniela se apoya en un mueble, nota el largo cuchillo en contacto con su espalda; toda esa historia le parece absurda y no sabe muy bien por dónde empezar. Mira a su alrededor, la casa está sucia, llena de polvo; las cortinas gruesas, dos sofás de terciopelo, uno azul y el otro de color cereza, ambos un poco raídos, ocupan el salón. Las persianas están bajadas, son de madera, como las de antes. Sobre un carrito de cristal hay un gran televisor, tal vez incluso en blanco y negro. Sobre una mesita baja delante de los sofás hay una cerveza vacía, una caja de pizza manchada y varios ceniceros llenos de colillas. Algunos no han sido vaciados desde quién sabe cuándo. En un cenicero de falsa plata, seguramente robado en alguna terraza, descansa un enorme porro medio consumido.
—¿Quieres darle una calada y así te relajas?
Ivano ha seguido todo el recorrido de la mirada de Daniela.
—No, gracias. No fumo. Palombi ha colgado en la red un vídeo que ha obtenido de ti. Mi amiga ha visto cómo sus tetas eran de dominio público. He avisado a un amigo que trabaja en la policía de delitos informáticos. Saben que estoy aquí. Le he mandado un mensaje con la calle, el número y tu apellido.
Ivano escucha en silencio. Entonces, de golpe, sin que nadie se lo espere, le salta al cuello a Palombi. Lo coge con las dos manos por el pelo y lo tira hacia abajo, empujándolo a la fuerza encima del sofá rojo. Luego lo deja caer allí, se sube con una rodilla en su espalda y, manteniéndolo boca abajo, empieza a darle puñetazos detrás de la cabeza, sobre todo para desahogar su cabreo.
—¡Eres un capullo, un gilipollas! Siempre lo he pensado y ahora me lo has demostrado, joder.
Sin dejar de sujetarlo con la rodilla en medio de los omóplatos, le tira del pelo, de tal manera que Palombi se ve obligado a llevar la cabeza hacia atrás.
—¡Ay! ¡Déjame, joder!
—Los gilipollas como tú deberían morir diluidos en el Tíber.
Entonces Ivano se levanta de golpe y le da una fuerte patada en la cadera. Palombi grita de dolor.
—Viene aquí porque queda guay, el capullo… Encima, ese vídeo me lo ha birlado. Yo no se lo di.
El gilipollas soy yo por fiarme de él.
Casi jadeando por todo lo que se ha movido hasta ahora, a lo cual no debe de estar muy acostumbrado, Ivano coge el porro y lo enciende. Da dos grandes caladas y luego vuelve a dejarlo en el cenicero plateado. A continuación, se vuelve hacia las chicas, que hasta ese momento han presenciado toda la escena sin lograr decir nada.
—¿Y bien? Y ¿nosotros cómo lo arreglamos?
Daniela intenta aparentar seguridad. Giulia no está en condiciones de hablar.
—Lo arreglamos así: tú nos das todo el material que tienes grabado de esa noche en Castel di Guido y mi amigo se olvida de mi mensaje.
—¿Cómo puedo estar seguro?
Daniela lo mira seria.
—Tienes que fiarte. A nosotras nos importa un carajo lo que haces aquí o los capullos… —y señala con la barbilla a Palombi, que, mientras tanto, se ha sentado en el sofá y se masajea el pelo. Todavía está dolorido— a los que les pasas tu mierda. A nosotras nos interesa que las grabaciones que nos conciernen no estén por ahí.
Ivano de repente tiene otro ataque de rabia. Va hacia Palombi y le da una fuerte patada en la espinilla.
—¡Cabrón de mierda! ¡Tú me has metido en esta situación!
Palombi grita. Ivano se lleva las dos manos a la frente y, colocándolas a modo de diadema, se echa todo el pelo hacia atrás. A continuación, lo suelta y de nuevo parece calmado. Se vuelve hacia Daniela.
—Es justo. ¿Vosotras qué cojones tenéis que ver en esto? También es una cuestión de intimidad.
Mientras existan los gilipollas como este, el mundo nunca será mejor. Venid…
Abre una puerta que da paso a un pasillo. Casi parece que pertenece a otra casa. Es todo de color azul cielo con rebordes blancos. Hay litografías, varias vistas de Nueva York, Los Ángeles, San Francisco, todos ellos cuadros de tema americano. El pasillo se acaba y, detrás de una esquina, hay tres puertas distintas cerradas. Ivano abre una y entra en un pequeño despacho. Ahí reina de nuevo el caos, pero el ambiente es mejor, hay más luz, y las paredes son claras. Se ve que esta parte de la casa ha sido pintada recientemente. Sobre una gran mesa hay algunos ordenadores, cámaras, pequeñas Canon 7D, una Sony. Alrededor, algunas librerías metálicas con muchos archivadores, cada uno marcado con una letra inicial y un número. Ivano abre un cajón y saca un gran cuaderno oscuro.
Cuando lo abre, Daniela se fija en que es una agenda. Él la hojea y se detiene en la «C». Abre la página y encuentra el código correspondiente: A 327. Se levanta, coge el archivador, lo abre. Está lleno de DVD y pequeñas cintas.
—Aquí está, es todo el material, son las copias originales. Fue una única noche en Castel di Guido. Y muy provechosa. Las cámaras de seguridad me las pidieron los de los permisos. Eran obligatorias. —Ivano no cree que las haya convencido, pero tampoco es que le importe mucho—. Ahora marchaos. Yo no os he visto nunca y, sobre todo, no os he pegado.
Cuando vuelven al salón, Palombi ha desaparecido.
—Ya ves, el muy gilipollas se ha ido. Ha visto que dudaba entre matarlo o no. —Entonces las mira—. Desapareced vosotras también y olvidaos de esta dirección. Si viene el policía de delitos informáticos, pongo a Dios por testigo de que iré a buscarte.
Las dos chicas salen sin decir nada. Daniela entra en el ascensor apretando con fuerza la funda A 327. Un instante después salen del portal. Las dos respiran a pleno pulmón. Ese lugar tenía el aire denso y viciado, olía a moho, según cómo, hasta se notaba el olor a orina de algún gato.
—Madre mía, qué asco.
—En serio.
Giulia nota un escalofrío.
—La verdad es que estas cosas solo me pasan contigo.
—Bueno, de esta aventura te acordarás. Imagínate cuántos sitios hay en Roma como este, o peor que este, y no hemos visto nunca ninguno.
—¡Mira, en realidad me alegro! No me he perdido nada. Una cosa está clara: Palombi no me dará más la lata.
—Ah, de eso puedes estar segura.
Entran riendo en el coche. Daniela se pone el cinturón y deja la funda A 327 sobre las piernas. Le da unos golpecitos encima delicadamente, como si la acariciara. «Había más de setecientas personas esa noche. Una de ellas es el padre de mi hijo, y dentro de poco sabré quién es».