Tres veces tú

Tres veces tú


Ochenta y nueve

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OCHENTA Y NUEVE

—Cada vez que regresaba de un viaje, Roma me parecía distinta.

Dejo la maleta delante de la puerta y busco las llaves.

—Bueno, pero me estás hablando de cuando eras pequeño y te pasabas tres meses de veraneo.

Gin lleva solo una mochila pequeña a la espalda y una riñonera con las cosas más importantes alrededor de la cintura.

—Sí, es cierto.

Encuentro las llaves, abro la puerta y me viene Anzio a la memoria, pasando mi adolescencia en aquella larga playa entre la Rotonda y los pequeños diques, el primer pulpo que pesqué de noche con una red, acompañado de mi abuelo Vincenzo, y que cocinamos enseguida en la casa que alquilábamos a pocos metros de la playa. Y mamá y papá tumbados al atardecer en las hamacas, contemplando la puesta de sol y viendo pasar todas esas golondrinas, y se oían las voces de la gente que estaba en el puesto de granizados cercano, pidiendo bebidas de tamarindo y de guindas. Cuando terminaba de cenar, salía con Paolo y recorría a pie la corta calle de enfrente, dando un paseo hasta las rocas del tercer espigón, y me quedaba mirando el fondo desde arriba. Si había luna, intentaba descubrir algún pez o el escondite de los pulpos. Si había alguien pescando, me acercaba y echaba un vistazo al cubo que tenía a los pies para ver qué había cogido hasta entonces. Permanecía en silencio, a su lado, mirando cómo el corcho flotaba no muy lejos en el mar, en la oscuridad de la noche, a la espera de que algún pez lo pellizcara y se lo llevara hacia abajo en una repentina inmersión tras morder el anzuelo. No tenía preocupaciones y mis padres estaban alegres y felices y nunca se peleaban, y a veces cantábamos todos juntos. Durante la infancia eres felizmente ciego, no ves más que las cosas bonitas, y si hay algo que desentona, ni siquiera te das cuenta, porque no conoces otra cosa más que la música de tu corazón. Y yo, ¿qué vida le daré a mi hijo? ¿Tendré otro?

Llevo el equipaje adentro, lo dejo sobre la banqueta que tenemos en el dormitorio, e inmediatamente después me viene a la cabeza. Yo ya tengo otro hijo. Y un instante más tarde me acuerdo de otra cosa.

—Gin, voy abajo a recoger el correo.

—Sí, mientras tanto iré deshaciendo las maletas.

Entonces se para delante del espejo y se pone de perfil.

—Empieza a notarse un poco la tripita. —Y lo dice sonriendo, feliz, con la cara un poco cansada, me imagino que del viaje.

—Sí, pero sigues siendo preciosa.

Gin se vuelve y me mira con muy mala cara.

—¿Qué pasa?

—Que, si eres tan bueno contando mentiras, significa que te entrenas y que me mientes muchísimo.

—Qué desconfiada. Nos vemos ahora, y no voy a hacer como esos que dicen que bajan a comprar cigarrillos y desaparecen…

—Sí, porque no fumas.

—Oh, madre mía, no hay tregua. «Haced el amor, no la guerra», decía un famoso eslogan pintado en las paredes de la Universidad de Nanterre. ¿Sabes que la escribió un estudiante?

—¡Se ve que no ligaba!

—Bueno, voy a buscar el correo.

A continuación, cierro la puerta y salgo. Al cabo de un momento estoy delante del buzón. Lo abro.

Hay un montón de correo llegado durante estos veintiún días que hemos estado fuera. Lo cojo, cierro el buzón y empiezo a mirarlo mientras subo. Hay varias cartas con facturas que pagar, alguna publicidad, una invitación para la semana próxima con motivo del inicio de un nuevo programa de Fox, algunos sobres para Gin, pero nada «raro» que me incumba. Mejor así. Ignoro lo que sabe Babi, cómo está viviendo todo lo que ha pasado, si todavía piensa en ello, si solo se trató del entretenimiento de una noche, si las palabras que dijo eran verdad. Eran tan bonitas. Me paro en el rellano y cierro los ojos. Vuelvo a verla con el pelo revuelto que de vez en cuando le oculta el rostro, con su sonrisa, con sus lágrimas, encima de mí, hablándome, explicándose, abriéndose como nunca lo había hecho, haciéndome saber sus dificultades, sus límites y sus defectos, haciéndose apreciar más, haciéndose amar más. Pero es demasiado tarde, Babi. Algunas cosas tienen magia porque se han producido en cierto lugar y en cierto momento.

Entonces abro la puerta de casa.

—Ya he vuelto.

La cierro de nuevo, mientras intento dejar fuera todos esos pensamientos.

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