Tres veces tú
Noventa y uno
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NOVENTA Y UNO
Daniela sigue las indicaciones que le ha dado Sebastiano y principalmente las que le señala Google Maps. Continúa conduciendo por la cuesta, rebasa el giardino degli Aranci hasta llegar a la via di Santa Sabina, número 131. Baja del coche y lo cierra. Frente a ella, una gran verja blanca con tan solo un pequeño interfono a un lado en el que se lee «S. V.». Daniela se queda mirando la verja como si fuera el último filtro antes de que todo suceda. Le vienen a la memoria varias películas en las que salen chicos que quieren que su padre los reconozca. Smoke, por ejemplo. En esa película, un chico de color siempre estaba sentado en el muro de un taller de coches y miraba al hombre que trabajaba allí, lo seguía incluso durante toda una jornada, hasta que el hombre empieza a hablar con él. Daniela no se acuerda de mucho más de aquella película, pero le impresionó la tenacidad y la perseverancia de ese joven que quería que el hombre lo reconociera. Le gustó, la vio por televisión e incluso lloró.
Hoy seguro que no se emocionará tanto. Decide llamar. Pulsa el timbre y poco después se oye que alguien descuelga.
—¿Quién es?
—Soy Daniela Gervasi, había quedado… —Pero no tiene tiempo de acabar la frase cuando le abren la pequeña puerta encajada en la misma verja.
Ella la empuja, franquea la parte baja y la cierra a su espalda. Ante ella, un gran jardín con un césped muy cuidado, varias plantas de colores en las esquinas, algún olivo, algunas magnolias, incluso un plátano al fondo. Daniela camina hacia la casa, que es de dos plantas, muy clara, moderna, con grandes cristaleras y algunas terrazas. Tiene un porche cubierto con una puerta de hierro central.
Un poco más allá hay un cenador donde una mujer con uniforme está quitando la mesa. Daniela sigue andando. Solo piensa en una cosa: «Es una casa preciosa, a ver si va a haber perros sueltos y me van a atacar». Justo en ese momento la puerta principal se abre y sale Sebastiano Valeri.
—¡Dani, qué alegría verte!
Lleva unos vaqueros oscuros, una camisa blanca perfectamente planchada, unos mocasines y un cinturón Montblanc muy bonito. Está muy elegante, lleva el pelo más corto comparado con la última vez que lo vio. Pero ¿cuándo fue la última vez que lo vio? ¡Pues claro, en el vídeo! Entonces se ruboriza justo mientras él va a su encuentro. Sebastiano se balancea un poco, su manera de caminar desentona con su elegancia, pero sonríe, está alegre y, sobre todo, de verdad parece contento de verla.
—¡Dani, cuánto tiempo!
Y la estrecha con fuerza y luego cierra los ojos y sonríe y sacude un poco la cabeza y asiente sin dejar de abrazarla. Es como si se estuviera contando algo a sí mismo, como si ya hubiera vivido ese momento. A continuación, se separa y se queda contemplándola, con una mirada alegre, los ojos un poco entornados.
—Venga, entremos. ¿Y bien? ¿Qué puedo ofrecerte que te apetezca? ¿Un café, una Coca-Cola?…
¿Quieres comer algo? —Entonces es como si tuviera una iluminación—. ¡Un helado! ¿Quieres un helado? Lo he comprado en Giovanni, en el viale Parioli.
«Pero ¿todavía existe Giovanni? —piensa Daniela—. ¿Cuánto hace que no voy? Ni se sabe, muchísimo tiempo. Cuando íbamos al colegio nos pasábamos allí tardes enteras, incluso alguna vez él también estaba». Sebastiano se mete entre sus pensamientos, parece que se los lea.
—Una vez te invité a un helado en Giovanni.
—¿En serio?
—Sí. Hoy te he cogido sabayón, giuanduia, chocolate blanco y negro y crocanti… —La última frase le recuerda algo a Daniela, y Sebastiano, antes de que ella haga el esfuerzo, la ayuda—: Son tus sabores favoritos. También tengo una cosa que os volvía locas a ti y a tu amiga Giuli. Siempre os oía comentarlo: avellanas a trocitos.
«Es verdad —piensa Daniela—, no parábamos de repetirlo, nos lo dijo el heladero en una ocasión: “¿Cómo queréis las avellanas?, ¿a trocitos?”. Así pues, ¿hoy Sebastiano ha ido a buscar el helado allí porque sabe que me gustaba? Qué amable». Entonces le sonríe.
—Ven, vamos por aquí —dice él a continuación, y la precede al interior de la gran casa.
El salón es moderno, con unos sofás oscuros, un gran televisor, un piano y algunos bonitos cuadros en las paredes. Daniela reconoce un Schifano, luego, en el centro del salón, en una posición destacada, hay un extraño dibujo muy grande con un pájaro volando y mucha gente encima. Está hecho en tonos marrones y anaranjados.
—Es de Moebius. Fue un grandísimo ilustrador; fui a París para adquirirlo en una subasta. Es bonito, ¿verdad?
—Sí. —No puede añadir nada, no sabe qué más decir. Nunca ha oído hablar de él.
—¿Te apetece que nos quedemos en el jardín de invierno? Es el lugar que más me gusta.
—Sí, claro.
Al pasar, se cruzan con un sirviente.
—Martin, ¿nos traes el helado que he comprado? Está en el congelador, y también un poco de agua y un café. —Entonces lo piensa un momento y se dirige a Daniela—: ¿Te apetece un café?
—Sí.
—Pues dos cafés. Estaremos en el rincón de pensar.
Martin sonríe.
—Sí, sir.
Luego llegan a la última esquina del salón, que se transforma en una galería bien aireada, con una temperatura perfecta. A través de los cristales se ven matas de flores y hasta una piscina. Hay grandes sofás con almohadones azules y anaranjados, mientras que todo el interior es blanco.
—Sentémonos aquí. —Sebastiano se saca el móvil del bolsillo y lo deja sobre la mesita de centro, justo delante de ellos—. Disculpa, es que estoy esperando una llamada de trabajo.
—Sí, no te preocupes. Pero ¿tú vives aquí con tu familia?
Sebastiano sonríe.
—Sí, vivo aquí con mi familia balinesa, ya los has visto: Martin e Idan. Son marido y mujer. Mis padres y mi hermana pequeña, Valentina, viven en la casa familiar más arriba, en San Saba.
—Ah.
Daniela no se atreve a imaginar cómo de grande que puede ser la otra casa.
—¿Y bien? ¿Cómo estás? Qué contento estoy de que hayas venido a verme. Has crecido, eres más mujer, sí. Bueno, también es natural, han pasado un montón de años…
—También he sido mamá.
—¡En serio! ¡Es estupendo! Y ¿es un niño o una niña?
—Un niño.
—Y ¿qué nombre le has puesto?
—Vasco.
—Me gusta el nombre de Vasco, muchísimo. Y, además, lo han llevado muchos hombres importantes. Vasco Pratolini, del neorrealismo; en la escuela nos hicieron leer Metello. También Vasco de Gama, gran navegante, y luego Vasco Rossi, Voglio una vita spericolata[49], es decir, un manifiesto para los chicos de los años ochenta. Muy bien, buena elección, la respaldo por completo.
Daniela lo mira atónita. No sabe si creerlo o no, casi parece que le esté tomando el pelo. ¿Le gusta el nombre? «¿Ni siquiera sabía que me había quedado embarazada y que había tenido un bebé?
¿Acaso nunca ha sido como creíamos y ha sido siempre un hábil actor?». Justo en ese momento aparece Martin con todo lo que Sebastiano le había pedido. Deja la gran bandeja sobre la mesa de centro delante de ellos y abre la caja que contiene el helado dispuesto a servirlo, pero Sebastiano lo despide.
—Puedes irte, gracias, ya nos ocupamos nosotros.
—Muy bien, sir.
—¿Tú de qué sabor lo quieres? Además, claro, están las avellanas a trocitos.
—De sabayón, chocolate blanco y… ¿eso qué es?
—Stracciatella.
—Y stracciatella, gracias.
Sebastiano lo prepara, a continuación, se lo da junto con una servilleta.
—Tómate el café, si no, se enfría. ¿Quieres un poco de chocolate blanco? Podría quedar bueno, como una especie de marocchino.
—Sí, exacto, ¿por qué no?
Entonces se quedan un rato en silencio, saboreando el excelente helado de Giovanni de Parioli.
Después el café y, al final, un poco de agua. Hay cierta incomodidad, sobre todo por parte de Daniela, porque dentro de poco no podrá esperar más, deberá encarar el tema. Aun así, decide tomarse algo más de tiempo.
—¿Has visto a alguno de nuestros compañeros del colegio?
—Quedo de vez en cuando con Bertolini y Gradi.
—¿En serio?
—Sí, trabajamos con aplicaciones, hemos creado varias, algunas están funcionando muy bien. Incluso logré convencer a mi padre de que hiciera una web de su empresa. Oh, qué testarudo. Pero al final gané yo y le dije: «¡Si el año que viene facturas menos, lo pondré yo de mi bolsillo, pero si, gracias a mi aplicación, el sitio y todo lo que hemos puesto en internet, vas mejor, entonces me darás la mitad de lo que ganes de más!». Como él está obsesionado con el dinero y pensaba que si salía perdiendo se lo compensaría yo, aceptó enseguida el acuerdo. ¡Pero acabó facturando el doble! ¡Sí, casi casi el cuadro de Moebius me lo han regalado las aplicaciones! —Y se echa a reír.
Por primera vez, a Daniela le parece un chico alegre, optimista, y también muy simpático e inteligente. Tal vez haya hecho bien en ir allí, se le ocurre pensar, pero entonces se echa a reír por lo que piensa y poco después se pone seria. «Bueno, ha llegado el momento».
—Oye, Sebi…
—Siempre me llamabas así en el colegio. Hoy, cuando me has dicho por teléfono: «Hola, Sebastiano», se me ha hecho raro. He pensado que la tenías tomada conmigo, que me estabas llamando para echarme la bronca por algo…
Y Daniela, de repente, ve a ese chico tan rico, tan inteligente, tan organizado, pero al mismo tiempo tan increíblemente frágil.
—No, no tengo nada que reprocharte. Bueno, he venido para hablarte de una cosa importante, pero también buena. Ahora te lo cuento, luego tú decides qué hacer.
Sebastiano asiente diciendo solo «Vale».
—¿Te acuerdas de la fiesta en Castel di Guido, ese sitio que está a la derecha, poco antes de Fregene, donde había una gran casa de campo en ruinas?
—Sí, claro, conozco esa zona. Alguna vez he ido con Bertoni a ver las competiciones que hacen allí. Hacen carreras con coches trucados. La carretera se ensancha y pasan como una bala, es increíble. En una ocasión…
Daniela lo interrumpe:
—Pero ¿te acuerdas de esa fiesta en la casa en ruinas? ¿Te acuerdas bien? ¿Te acuerdas de que yo también estaba?
Sebastiano se queda un momento callado. Baja la cabeza. Luego vuelve a levantarla. Se quita las gafas, se frota los ojos, vuelve a ponérselas.
—¿Era eso lo que querías decirme?… Sí, claro que me acuerdo. Había muchísima gente. Fue una bonita fiesta. Y nosotros… —Entonces la mira, no sabe cómo decírselo, la verdad es que no sabe qué decir. Daniela trata de hacerlo sentir cómodo, esboza una pequeña sonrisa, de modo que Sebastiano prosigue—: Estuvimos juntos. Sí, lo recuerdo, nunca lo he olvidado. Pero pensaba que tú no querías hablar de ello…
—¿Por qué?
—Al lunes siguiente nos vimos en el colegio y no dijiste nada, casi ni me saludaste. Después intenté hablar contigo, pero para ti era como si yo no existiera. Era como si tú…, no sé, te hubieras arrepentido. Hacías como si no hubiera pasado nada…
—Y, en cambio, ¿cómo fueron las cosas?, cuéntame.
—Bueno, aquella noche, tú, de repente, te acercaste a mí y me dijiste: «Vamos allí, quiero hacer el amor». Nunca lo olvidaré.
—¿Eso te dije?
Sebastiano sonríe, a continuación, se siente incómodo.
—La verdad es que me dijiste: «Vamos allí, que quiero follar». Pero, en resumen, creo que el sentido era el mismo. —Sebastiano no sabe qué más añadir; juguetea con las manos, las cruza, todas sus carencias emocionales salen a la luz. A continuación, encuentra una solución para salir del apuro—: ¿Te apetece un poco más de helado?
Daniela sonríe.
—Sí, gracias: sabayón y avellanas a trocitos.
—¡Eso está hecho!
Sebastiano coge la cuchara de dentro de un recipiente con agua y la hunde en la tarrina, donde el helado se ha deshecho un poco. Daniela lo mira, le provoca ternura.
—Aquella noche me había tomado una pastilla, estaba pasada de vueltas. Fuiste el primero que encontré y, sin duda, fue la droga la que me hizo sentir así, con esas ganas. Normalmente no me comporto de ese modo.
Sebastiano le da una copa con el helado.
—Pero yo no lo sabía, no podía saberlo. Si no, no lo habría hecho. Imaginé que te habías dado cuenta de que me gustabas y que querías estar conmigo por eso. Cuando me lo dijiste, no podía creerlo, pensaba que se trataba de una broma. Quería preguntarte si lo había entendido bien, pero me daba miedo que cambiaras de idea, así que me callé y me llevaste de la mano hasta el baño.
Daniela no puede creer que se portara así; un poco más y es ella quien lo viola. Aunque Sebastiano no se da cuenta y sigue hablando:
—Aquella noche, cuando regresé a casa, te escribí un poema, pero nunca he podido leértelo.
—Si no lo has perdido, me gustaría oírlo.
Sebastiano apoya el peso en la pierna derecha, mete la mano en el bolsillo de atrás y saca un papelito doblado.
—Lo tenía en el cajón de mi escritorio, no creía que un día pudiera leértelo… «No existen números, invenciones o nuevos descubrimientos para explicarle al mundo lo bonita que eres. Hasta la escuela se ha convertido en el lugar más interesante para mí, y ¿sabes por qué? Porque estás tú. La belleza de la pasada noche me ha cautivado, al igual que sucede cada día cuando me sonríes. Te quiero, Daniela Gervasi». —Cuando termina de leer, Sebastiano está un poco incómodo. Vuelve a doblar el papel, está a punto de metérselo en el bolsillo, pero entonces decide dárselo—. Perdona, pero al día siguiente era muy feliz, tal vez me pasé.
Daniela se conmueve, se le empañan los ojos, nunca nadie le ha dedicado unas palabras como esas.
—Es precioso. Al igual que fue precioso lo que pasó aquella noche.
Sebastiano se queda sorprendido, no puede creer lo que oye. Ella le sonríe.
—Con nosotros empezó su vida un niño. Espero que de verdad te guste el nombre de Vasco, no sabía que eras tú, no recordaba nada de aquella noche, si no, te lo habría dicho antes. —A continuación Daniela le aprieta la mano—. No tienes que preocuparte, es algo que solo sabemos nosotros dos y no me debes nada, pero me parecía justo que supieras que tienes un hijo. Si no quieres, tu vida no cambiará.
Sebastiano mira la mano de Daniela apretando la suya. Entonces le sonríe, exactamente igual que cuando la ha visto en la verja, con la misma sincera felicidad.
—Es demasiado tarde, Daniela. Mi vida ya ha cambiado: soy el hombre más feliz del mundo.
Y la abraza.