Tres veces tú

Tres veces tú


Ciento uno

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CIENTO UNO

Cuando entro en Vanni, hay mucha gente. Todos charlan, ríen, es un continuo flirteo. Alguno se inventa una reunión de trabajo con tal de encontrarse con una chica guapa e intentar convencerla desde todos los puntos de vista. Algún otro está allí para trabajar en serio, mientras que otra chica guapa está convencida de lo contrario, aunque se equivoca de lleno porque ese tipo es gay. Entonces lo veo, sentado en un rincón, leyendo el periódico con las gafas apoyadas en la punta de la nariz y sosteniendo un capuchino a media altura con la mano izquierda.

—Enrico Mariani, la persona que me permitió entrar en este mundo de oropeles y lentejuelas.

Él deja el periódico y la taza sobre la mesa y se levanta.

—Ven aquí, maleante.

Me gusta oír esa expresión antigua en su cálida voz, amoldada al sesentón que es, fascinante y culto, arisco y simpático, un señor de otra época con una elegancia que muchos ni siquiera podrían imaginar. Me abraza con fuerza, luego me pone las manos sobre los hombros y me los aprieta mucho.

—Déjame que te mire. —Me examina—. Te veo en buena forma.

Seguidamente, me deja y nos sentamos.

—Yo a ti también.

—No te guasees. Estoy viejo y achacoso, tú eres joven y fuerte…

—Esos eran trescientos… ¡y están muertos!

Se echa a reír.

—Eres un verdadero granuja. Un maleante y un granuja. Me imagino la de mujeres que tendrás.

—¡Pero si acabo de casarme!

—Es cierto. No me encontraba muy bien, si no, habría ido encantado a tu boda. Gracias por la invitación, sé que no invitaste a nadie del ámbito del trabajo, así que ese detalle todavía me gustó más.

—Me parece que no tengo amigos en este ámbito, como mucho alguna persona a la que aprecio…

—¿Bromeas? Has hecho una carrera increíble. Futura está cosechando éxitos.

—Pero si estamos apenas en los inicios.

—Quien bien empieza…

—Está en la mitad de la obra.

Me divierte este juego, antes también lo hacíamos algunas veces, cuando empezamos a trabajar juntos.

—Entonces tendré que ir a proponerte algunas ideas.

—Encantado.

—Pero con la condición de que me las tumbes, como a cualquier otro.

—Si no son buenas…

—¡Pues claro!

—Si no, las cogeremos pagándotelas mal, como a cualquier otro.

Mariani se echa a reír.

—¡Trato hecho! ¿Te gustó mi regalo?

—Muchísimo…

Me mira y enarca una ceja, como si pensara que no me acuerdo de lo que me regaló.

Le sonrío.

—¿Me estás poniendo a prueba?

Bebe un poco de capuchino y sigue mirándome, mientras intenta adivinar si me estoy marcando un farol o no. Permanezco impasible. Al final, se seca la boca y deja la taza.

—Está bien. Si pierdo, pides lo que quieras, si no, lo pagas tú todo. Me parece que no te estás marcando un farol. En mi opinión sí sabes lo que te he regalado.

—De acuerdo, tomaré un sándwich y un capuchino frío.

Mariani levanta la mano y al momento llega Anna, la encargada de Vanni.

—¿Sí, Enrico?

—Otro capuchino caliente para mí y un capuchino frío y un sándwich para el señor.

—Muy bien.

—Gracias.

Anna se aleja.

—Pero estás jugando al revés, puedo decirte todo lo que no es… Puedo fingir que no sé cuál era tu regalo.

—Pero también sé que no me mentirás. Lo consideras una debilidad y, como tal, lo odias.

—Es cierto. Lo he colgado nada más entrar en el salón. Un cuadro de Balthus precioso.

No sabe que, cuando lo vi, por un momento pensé que me lo había enviado Babi. No podía creérmelo, menos mal que luego encontré su nota. Se la recito:

—«Al autor de una bonita historia, la tuya. En el presente no hay tiempo para el dolor de ayer».

—Te acuerdas…

—¡Claro, también intenté entender qué significaba!

—Siempre consigues hacerme reír.

Traen el sándwich y los dos capuchinos.

Enrico Mariani saca la cartera del bolsillo y paga.

—Gracias, Anna, quédate con el cambio.

Empezamos a tomarnos cada uno su capuchino en silencio. Yo, además, le doy un bocado a mi sándwich.

—¿Y bien? —Me coge desprevenido—. Lo que pasó en el Teatro delle Vittorie te unió todavía más a esa chica, en vista de que te has casado con ella.

—Sí.

—Y ¿eres feliz?

Todo el mundo está obsesionado con esa pregunta. Al final, creo que lo soy, de modo que puedo contestar sin mentir:

—Sí, mucho.

—¡Oh, por fin alguien que no se avergüenza de admitirlo! ¡A todo el mundo parece que le dé miedo ser feliz! Haces bien, disfruta de este momento, de la fama, del éxito, del honor, del dinero…

¡A lo mejor pronto llega también algún hijo! Está bien ser felices cuando podemos permitírnoslo. ¡Mi hijo, en cambio, no logra serlo nunca! Incluso ahora que está haciendo su primer programa como guionista, y no sé si tengo que agradecértelo a ti, aunque ese es otro tema…, bueno, ¡pues él no es feliz!

—Es por la inquietud de ser todavía joven, pero está por la labor… Déjalo vivir su infelicidad, a lo mejor lo hace ser más creativo. Ya tendrá tiempo de ser feliz.

Mariani bebe sorbos de su segundo capuchino.

—Mmm, no me convences. ¿Es que has hablado con él?

—No, qué va.

—Está bien, sé sincero: ¿qué te parece?

—Un excelente guionista.

—Y ¿como hombre?

—Un excelente muchacho.

—¿Es marica?

—No. Es decir, no creo. Lo veo hablar con las bailarinas, pero sin darles mucha importancia. En mi opinión, está muy metido en el trabajo, con ganas de llegar, le gustaría superar a su padre, pero no será fácil.

—¡Bien, me has convencido, joder, debería haber quedado antes contigo! En un momento me has devuelto la paz, ahora estoy más tranquilo respecto a Vittorio. Aparte de que a mí me importa un pimiento si es marica o no. Solo me gustaría que algún día me invitara a comer y me dijera: «¡Papá, no sabes lo feliz que fui ayer, me lo pasé estupendamente, qué bien!».

—Ya llegará, estoy seguro; mientras tanto, por lo que puedo decirte, es un chico excelente de verdad.

—Bien, me he alegrado de verte. —Se levanta y me abraza—. ¡Tenemos que vernos más a menudo!

—Te espero en la oficina con tus buenos proyectos que pagaré muy mal.

—Sí, y, en cambio, yo intentaré sacar el máximo, porque sé que son los mejores.

Y se marcha así, algo renqueante, con su barba corta, el pelo blanco, el cuerpo enjuto pero vigoroso, como el de un luchador. Una especie de Hemingway televisivo que siempre ha pescado a las chicas más bellas. Luego me vuelvo y veo a Renzi en la barra. Está de perfil, se ríe, bromea y, de vez en cuando, come un bocado de rustico de hojaldre. Tiene un bíter en la mano y a una chica frente a él, pero no consigo verla bien. Entonces la chica, que agita las manos sin parar, lleva el peso a la pierna que tiene en el exterior y, cuando al fin se mueve, la reconozco. Es Dania Valenti, la hija que nos envió Calemi. Intento apartar la mirada, pero es demasiado tarde; ella también me ha visto y, sin dejar de sonreír, se lo dice a Renzi. Él se vuelve hacia mí, primero tenso, a continuación, cuando se encuentra con mi mirada y ve que sonrío, recobra el natural aplomo de quien no ha hecho nada malo, al menos no todavía. Me reúno con ellos.

—¿Y bien?, ¿qué estáis celebrando?

—Ayer alcanzamos el 28 por ciento y Dania ha hecho de asistente de Karim durante todo el programa. Dice que todo ese punto y medio de más es mérito suyo…

Dania levanta su vaso.

—¡Mérito de mi simpatía! Evidentemente, no de mi belleza. Allí hay un montón de chicas más guapas que yo.

Por cómo Renzi la mira, me gustaría decirle: «¡Qué raro, él ni siquiera se ha dado cuenta de que hay otras chicas!».

Dania está eufórica.

—Lo que es bueno es el programa. O sea, mezcla la curiosidad de las preguntas con la que suscitan los personajes, en mi opinión, eso es lo fascinante…

Renzi escucha su teoría televisiva con gran curiosidad, pero entonces una chica se abalanza sobre nosotros.

—¡Dania! ¡Pero si estás en Roma! —Y se le echa encima arrollándola con un entusiasmo solo procedente en las películas de la tarde de Disney Channel.

A continuación, la recién llegada se aparta y salta sobre los dos pies como un raro canguro de pelo largo.

—¡Qué pasada! ¡Alucinante! ¡Qué contenta estoy de verte!

Dania, educada, nos la presenta.

—¿Puedo presentarte a Giorgio Renzi y a Stefano Mancini, el productor?

La chica se quita las gafas y me sonríe.

—¡Pero si nosotros ya nos conocemos, soy Annalisa, Annalisa Piacenzi!

En este momento, la reconozco.

—Claro, por supuesto, ¿cómo estás?

—Muy bien, a pesar de que no me habéis escogido para «Lo Squizzone»…

Dania parece disgustada.

—Venga ya, ¿hiciste la audición? Pues podríamos haber estado juntas, qué lástima…

—Ah, ¿es que tú haces «Lo Squizzone»? Qué bien, habría sido estupendo.

Dania mira a Renzi para ver si habría la posibilidad de meterla de todos modos en el programa, pero en ese momento oigo que alguien llega por mi espalda y llama a la recién llegada:

—Annalisa, toma, te he cogido el yogur helado con el topping que querías.

—Pero ¡este, no, yo quería el de trocitos! ¿Ves como nunca me escuchas?

A continuación, a pesar de ese imperdonable error, decide presentárnoslo de todos modos:

—Él es Lorenzo, un amigo mío…

Pero yo a este tipo ya lo he visto antes. Ah, sí, estaba con ella hace algún tiempo, precisamente aquí, en Vanni, y además se besaron. En ese momento ya me recordó a alguien. Y de repente lo reconozco.

—Stefano y yo ya nos conocemos. —Me sonríe de una manera falsa—. Solíamos vernos de jóvenes. Soy el marido de Babi.

No querría hacerlo, pero miro a Renzi. Él, tan solo, cierra los ojos. Por suerte, justo en ese instante llega Simone Civinini.

—¡Rápido, venid al estudio, ha ocurrido un desastre!

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