Tres veces tú

Tres veces tú


Ciento once

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CIENTO ONCE

Cuando llego a los estudios de la via Tiburtina, hay varios coches en fila. He hecho bien viniendo en moto; los adelanto a todos y llego hasta la zona reservada solo para motocicletas. No hay nadie más.

Se me acerca un guardia con la lista de invitados en la mano.

—Buenas noches.

—Buenas noches; Stefano Mancini.

Revisa la primera página; no estoy en la lista, al parecer, terminaba antes de la «M». Vuelve la hoja, la coloca debajo de su mano izquierda y mira la segunda página. Me encuentra, puntea el nombre con un bolígrafo y pasa la hoja hacia delante.

—Por favor, mire: ahora tiene que ir hasta el fondo y luego a la derecha. Encontrará el Teatro Sette, allí es donde tiene lugar la fiesta.

—Gracias.

Meto primera y recorro con un punto de gas el interior de los estudios. Algunas personas elegantes deben de haber dejado el coche fuera y entran a pie. Otras, en cambio, hacen cola en el interior de sus vehículos. De vez en cuando, alguna chica que ya no puede esperar más baja del coche y, sin siquiera despedirse de la persona que la acompaña, se encamina hacia el teatro. Prácticamente ha utilizado a su pareja como a un cualquiera, como si fuera un simple chófer. Al llegar al estudio número siete, aparco y cierro la moto. Meto el casco en el baúl junto con el otro que llevo y me encamino yo también hacia la puerta. Algunos guardias de seguridad muy elegantes nos paran en la entrada. Hay diez con listas en la mano, de manera que no tengan que hacer esperar a nadie.

—Soy Stefano Mancini.

Encuentran enseguida mi nombre.

—Perdone, debería ponerse esto. —Una chica me coloca una pulsera en la muñeca y luego sonríe disculpándose—. Con esto podrá moverse por todas partes.

Le sonrío a mi vez y empiezo a caminar por un pasillo. Oigo la música a todo trapo, han utilizado partes de antiguas escenografías para decorar todo el teatro. Cuando cruzo el enorme portón, me doy cuenta de que hay muchísima gente; los focos iluminan a los invitados y los tiñen de verde, de azul y de amarillo. Algunos chicos vestidos de romanos, que llevan puestas máscaras antiguas, bailan sobre unos altos cubos repartidos por todas partes. Van con el torso descubierto, y sus músculos, completamente lubricados, resaltan todavía más bajo el reflejo de la luz, creando una magnífica escena. Detrás de varias barras situadas en los laterales y todavía más numerosas detrás del cuadrado central, una especie de vestales muy destapadas sirven sin parar todo tipo de bebidas a los sedientos invitados. Los camareros, vestidos de romanos más anónimos, no cesan de pasar recogiendo vasos vacíos. No me parece ver nada de comer. Han invertido mucho en la parte alcohólica siguiendo la línea de la filosofía de la mayoría; muchos están a dieta, todos beben. La fiesta se desarrolla a lo largo de todo el estudio número siete y luego continúa en el de al lado. En algunas partes han utilizado fondos y paneles para que no parezca un teatro de mentira, sino un verdadero decorado para el evento. Reconozco una casa de los años sesenta, el interior de un sumergible, la fachada de un edificio, una habitación donde debe de haber vivido un maníaco en la línea de Hannibal, el caníbal, o The Hostel, en vista de que hay instrumentos de tortura de todo tipo y también máscaras de piel.

—¡Hola, Stefano!

—Hola. —Sonrío a una chica que pasa junto a otras dos tan deprisa que no la reconozco, si es que eso hubiera sido posible.

Me cruzo con algún periodista, alguna cara conocida de gente del sector; los saludo a todos, pero no me paro a hablar con nadie. Prosigo mi deambular llevado por este trenecito de invitados más o menos perfumados, más o menos desconocidos. De vez en cuando, entre las oleadas de gente común, aflora la cara de algún vip famoso en otro tiempo, uno de esos que iría bien para el programa «Meteore». Entonces el Teatro Sette se estrecha en un pequeño túnel, para hacernos emerger a todos poco después en el Teatro Otto. Aquí las luces son distintas, también la música. Hay una mujer disc-jockey con unos cascos pegados a la oreja izquierda, mientras que con la mano derecha manipula la consola. Va medio vestida de militar, con una camisa blanca debajo y lencería negra; tal vez piensa que es la versión femenina de una extraña mezcla entre Bob Sinclar y David Guetta. Seguramente cobra una décima parte de lo que cobran ellos, pero la música no está mal. Todo el mundo baila y, divertidos y soñadores, se mueven al compás de la canción Far l’amore, de Raffaella Carrà, pensando que imitan, cada uno a su manera, la escena de La gran belleza. En el centro de estos estudios de grabación hay un gran ring, elevado un metro y medio, al que se accede a través de una grada. Un guardia de seguridad controla quién sube, detrás de él hay varios sofás negros, mesitas bajas, algún puf y la gente más diversa que ha sido elegida como vip por los motivos más desconocidos. Cuando paso por allí al lado, veo que, en un sofá, entre un guapo chico de pelo largo y el joven responsable de área de la Rete, Aldo Locchi, está Dania Valenti. Ella también me ve, se disculpa y corre hacia el borde del ring.

—¡Eh, hola! ¡Qué alegría verte aquí! Pero ¿ha venido Renzi?

—No, no creo.

—Me he quedado sin batería en el móvil. Si lo ves, ¿puedes decirle que estoy aquí? Además, luego no tengo ni idea de cómo voy a volver a casa. ¿Sabes que puede que más tarde también se pase Calemi? Tenía una cena, pero ha dicho que se reuniría conmigo. ¿Quieres quedarte un rato aquí, en el privado, con nosotros? Se lo digo a ese tipo.

—No, gracias, voy a dar una vuelta…

—Vale, como prefieras. Yo estaré aquí, como mucho bajaré a bailar.

Y se va contoneándose, con sus shorts de piel negra, una cazadora vaquera, una blusa plateada y una especie de zancos de fiesta. «Como mucho bajaré a bailar…». A saber qué más puede llegar a hacer. No me da tiempo a volverme cuando me tropiezo con ella.

—Pues sí que eres tú. Te he visto de lejos, pero no estaba segura. Hola.

Me sonríe, más guapa que nunca, con sus ojos azules, su elegante vestido negro, su pelo recogido.

Su belleza casi me parece fuera de lugar comparada con todo lo que he visto aquí hasta ahora. Su delicadeza, sus hombros, sus brazos delgados, ese poco de oro blanco que lleva. Se acerca y me besa en la mejilla. Cierro los ojos; incluso su perfume tan delicado y fresco no tiene nada que ver con todo lo que me rodea. Pero ¿puede que sea el único que la vea así? Tan solo consigo decirle:

—¿Qué haces aquí?

Se ríe y sacude la cabeza.

—¡Esta vez no tengo nada que ver! ¡Lo juro! No es culpa mía que tú estés aquí, yo no te he enviado la invitación. Nos hemos encontrado por casualidad.

—Sí, te creo…

Exhala un suspiro de alivio.

—Bueno… —Y me señala la gran «F» del nombre del canal que aparece proyectada y que puede verse también en todos los vasos, incluso en los bordes del ring—. ¿Te gusta cómo ha quedado? La he hecho yo. He sido invitada por ser la diseñadora gráfica.

—Sí, es original, es un buen trabajo.

—Gracias.

Luego nos quedamos en silencio, rodeados de esa música ensordecedora. Pero Babi al final no lo resiste más, quiere satisfacer la curiosidad que quizá sentía desde el principio.

—¿Estás solo?

—Sí.

Y me gustaría decir algo más, pero no sé por qué únicamente me sale ese «Sí». Y, por si no fuera suficiente, incluso se me ocurre añadir:

—¿Y tú?

—Sí, yo también.

—Vale. —Y me mira sonriendo—. Entonces, a lo mejor volvemos a vernos.

—Sí…

Nos quedamos todavía unos instantes así; a continuación, le sonrío y me alejo, pero al cabo de un momento no lo resisto, me vuelvo y veo que entra en el ring. De modo que me pierdo de forma deliberada entre la muchedumbre. Ya no tengo nada que ver con ella. No hubo nada, solo fue una noche con una acompañante. Pero yo sé que para mí no es así. Sigo caminando entre la gente. Ahora la música me parece más alta. Quiero perderme, confundirme, anularme. ¿Por qué estoy aquí? Saco la invitación del bolsillo: «Ven, te espero. Pietro Forti, director de marketing. P. D. Estoy en el Tempio». Miro a mi alrededor: veo que hay una gran escalinata que dibuja una curva y luego se pierde más arriba, en un gran recinto antiguo. Parece una extraña mezcla entre el Partenón y un templo romano, con alguna reminiscencia budista. Empiezo a subir la escalera cuando veo que viene a mi encuentro.

—Por fin, ya estás aquí; ¿qué tal, Stefano? —Se me acerca al oído—. Quiero presentarte a nuestro director, Arturo Franchini, a la responsable de ventas, Sonia Rodati, y a nuestra creativa, Flavia Baldi.

Les estrecho la mano a todos, sonrío, pero en la confusión general y con esa música tan alta, he entendido solo alguna parte de los nombres y la importancia de sus cargos, sobre todo por cómo los enfatizaba Pietro Forti. Me invitan a beber algo, me dicen que les ha gustado mucho el «game» de las familias de vacaciones, que están muy interesados en quedárselo y que quieren hacer muchas más cosas con nosotros, que Futura es una empresa que trabaja bien y que es lo que ellos necesitan.

Asiento, me termino el champán, la chica de nuestra mesa me sonríe y me llena de nuevo la copa. Le doy las gracias y, a continuación, me acerco a ellos para que puedan oírme.

—Me alegro, ya verán como trabajaremos bien juntos. Iré pronto a verlos. —Y esto en cierto modo los tranquiliza.

Luego me levanto, voy al borde de esta especie de templo, me apoyo en la barandilla, marco el ritmo de la música, pero en realidad es como si no oyera nada. Miro hacia abajo. La gente baila, se agita, algunos parece que se mueven al ralentí, otros demasiado deprisa, incluso algunos fuera de tiempo. Entonces la veo. Está sentada en un sofá de piel, conversando con una chica. No ríen. Me parece que están hablando de trabajo. Babi asiente, está de acuerdo, la chica mueve las manos, le está contando algo. Seguidamente llega un chico, se queda de pie delante de ellas, se dirige a Babi, le está diciendo algo. La veo sonreír, él le da una tarjeta, ella la coge, la lee, él le pregunta si puede sentarse a su lado, Babi asiente y le deja sitio. El chico se instala y le sonríe. Es amable, tiene el pelo largo, oscuro, los hombros anchos. También parece un buen tipo. La otra chica se disculpa, se levanta y los deja solos. Ellos la saludan; a continuación, él llama a un camarero y le pregunta a Babi si quiere tomar algo. Ella dice el nombre de no sé qué bebida, él se lo repite al camarero y este se aleja. Luego el chico se acerca y le dice algo al oído. Ella se queda sorprendida; primero sonreía, ahora se ha puesto seria. De modo que no espero a ver su respuesta. Bajo rápidamente por la escalera. Aparto a algunas personas, hago un eslalon intentando no chocar con la gente que está bailando, no sé si lo consigo o no; no siento nada, nada de nada, ningún dolor, nada. Solo sé que tengo que estar con ella. Y en un instante llego a la grada del ring. El guardia de seguridad, al verme llegar corriendo, se pone rígido. Cuando estoy arriba, viene a mi encuentro, me cierra el paso, intenta detenerme. No digo nada. Me mira, sacude la cabeza y dice:

—¿Perdona?

Yo sonrío y abro los brazos. Él, afortunadamente, ve la pulsera azul que me han puesto en la entrada.

—¡Ah, discúlpeme!

Y me deja pasar. Un momento después estoy dentro del ring; miro a mi alrededor entre los sofás, hasta que la veo. El tipo sigue hablándole al oído, muy cerca, demasiado cerca; de vez en cuando le sonríe y casi parece que se aproxima a su boca y ella lo deja hacer, escucha, asiente. No veo nada más. Llego hasta Babi y la cojo de la mano.

—Tenemos un problema, tienes que venir conmigo… Discúlpanos, por favor.

No me da tiempo a oír la respuesta del tipo. Me la llevo conmigo. La arrastro hacia abajo por la grada, entre la gente que baila, entre los recién llegados, que van en dirección contraria, que chocan con nosotros pero que, al final, nos dejan pasar. Parecemos los únicos que se mueven a contracorriente, tratando de no chocar, apartándonos a derecha e izquierda, siguiendo adelante, sin detenernos, hacia la salida. Cuando estamos fuera de los estudios veo una esquina oscura, me dirijo hacia allí con rapidez y solo me paro al llegar. Ya está. De pie uno delante del otro, nos recuperamos de la carrera. Ella, con la respiración entrecortada y sus intensos ojos. Y yo, que la miro en silencio y me doy cuenta de que no ha pasado ni un instante desde entonces. A continuación, Babi me sonríe.

—Esperaba que me estuvieras mirando… Y he soñado que me llevabas contigo.

Y entonces la beso, sin pudor, sin preocupaciones, rebelde dueño de mi vida. Seguimos besándonos así, como si fuéramos dos adolescentes que le han cerrado la puerta en la cara al mundo, que quieren estar solos, que esperaban este momento desde siempre, porque quien ama no tiene miedo. Su beso es único, es amor, es una historia infinita, es mis lágrimas y mi dolor, es mi felicidad y mi vida, es perdición y deseo, es condena y libertad. Es todo lo que quiero y sin lo que ya no puedo vivir.

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