Tres veces tú
Ciento diecinueve
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CIENTO DIECINUEVE
De repente, mi vida cambia como nunca habría imaginado que pudiera ocurrir.
O quizá vuelve a ser la que siempre debería haber sido.
—He traído este cuadro, ¿te gusta?
Me enseña una foto de nosotros retocada; estamos sentados en un muro, inmortalizados por no sé quién, sonriendo perdidos en nuestras miradas. Mucho más jóvenes, pero tal vez menos enamorados de como lo estamos ahora.
—Ha pasado por un tratamiento de grabado y luego lo han retocado con esmalte…, ¿te gusta?
—Muchísimo.
—¿En serio? No me mientas.
—Sí, me gusta muchísimo, y sobre todo me gustas tú.
Y nos dedicamos a decorar la casa. Nos citamos en alguna tienda, compramos cortinas, alfombras, sábanas, pero no televisor. Cada día nos encontramos a la hora del almuerzo, me prepara algo de comer y opinamos sobre alguna nueva pieza de decoración de nuestro ático.
—¿Te gustan estos vasos?
—Mucho. —De modo que los vuelve a guardar dentro de un mueble antiguo que hemos encontrado en un trapero del Trastevere. Entonces me encojo de hombros—. A lo mejor los utilizamos alguna vez que invitemos a alguien.
—Sí, claro.
Pero ambos sabemos que eso no va a ser posible.
Pasan los días, las semanas; el trabajo va cada vez mejor, estoy poco en casa y, como Gin también está trabajando, no nos vemos a menudo. Por ahora las cosas están así, pero sé que dentro de poco la situación ya no será la misma. Aurora está en camino. Ya no tendré excusas.
Me suena el teléfono.
—Ven, estoy en el Teatro delle Vittorie. Ven enseguida.
Renzi está bastante alarmado.
—¿Qué sucede?
—Te necesitamos aquí. Ven en cuanto puedas.
Corto la llamada, desde la oficina llego en un momento. Estamos a la mitad de la producción; «Lo Squizzone» sigue obteniendo una media de 23. Ningún programa en antena a esa hora había tenido una audiencia similar en los últimos años. No entiendo cuál puede ser el problema. Pero cuando entro en el Teatro delle Vittorie, no hace falta que nadie me explique nada. Simone está en el centro del escenario con Giovanna Segnato. Karim y Dania están sentados en un lateral, junto a los concursantes. Simone Civinini está explicando lo que sucederá.
—A Giovanna y a mí se nos ha ocurrido lo siguiente: ella hará de Sibilla, la pitonisa que predice el futuro de algunos objetos o palabras, y los concursantes tienen que adivinarlo. Pondré un ejemplo… —Y señala a Giovanna, quien, pertrechada con un micrófono, dice: «El pan»—. Eso es; ¿cuáles pueden ser las respuestas en este caso? ¿Leonardo?
El ayudante de plató, que se encuentra en el sitio de los concursantes, responde:
—Se lo comerán.
Simone hace ver que mira la respuesta en un papel que lleva en la mano.
—No.
Leonardo vuelve a intentarlo:
—¡Lo bendecirán!
—¡Exacto! ¿Lo habéis entendido? Es sencillo, y divertido, además, si tardan un poco en adivinar la respuesta, yo les daré indicaciones.
Renzi se me acerca.
—¿Has visto?
—Sí…
—¿Qué podemos hacer?
—Nada, creo. Lástima, estaba subiendo como la espuma.
—Sí, a ver ahora cuánto dura con ella.
—Pero también tienes que pensar que, si ha llegado tan lejos y si Giovanna Segnato está aquí, es todo culpa o mérito suyo, nosotros no tenemos nada que ver.
Renzi me sonríe.
—Exacto. Y el juego, ¿qué te parece?
—Una chorrada. Pero él transforma en oro también las chorradas, así que irá bien. Vamos a saludarla, venga…
De modo que nos acercamos.
—Hola, Giovanna.
—¡Hola, Stefano! —Baja del escenario, se me acerca y cubre con la mano el micrófono que lleva enganchado a la blusa para que nadie la oiga—. Estoy contenta de hacer este programa, gracias.
—No tienes que dármelas, Simone es un genio. Estamos todos encantados.
Lo miro de lejos y levanto el pulgar. Él agita el puño cerrado.
—Este juego está quedando muy bien, puedes estar tranquilo, Stefano…
—¿Cómo no voy a estar tranquilo contigo? ¡Confío plenamente en ti!
Pierde un poco la sonrisa al ver que me voy del estudio. Entra el director, Roberto Manni.
—Atención, haremos cinco minutos de pausa. ¿Podéis avisar a Gianni Dorati? Quiero poner una iluminación especial sobre nuestra bella pitonisa Sibilla. —Y se acerca a Giovanna, sonriéndole—. Tienes que salir en este programa más hermosa todavía de lo que eres.
Pero Simone la coge de la mano.
—¿Todavía más? ¡Demasiado! Nosotros vamos a tomarnos un café, avisadnos cuando vayamos a empezar los ensayos. —Y se alejan abrazados, riendo y sin esconderse.
Karim coge el teléfono y llama a alguien.
—¿Peppe? Sí, disculpa, pero tengo que hablar contigo sin falta. Esto no funciona, joder, he construido un personaje, y ¿ahora va este y me lo destruye? —A continuación, escucha lo que dice Peppe Scura desde el otro lado y continúa—: No me importa en absoluto; ven a Roma y hablaremos, porque esto no funciona… —Luego desaparece entre bastidores y nos deja sin poder disfrutar del espectáculo que estaba dando.
Roberto Manni es clemente.
—No abráis el audio de Karim en el estudio, gracias, y no escuchéis desde control.
Pero seguro que esa última indicación no van a seguirla.
Renzi se acerca a Dania.
—¿Te apetece un café?
—No, gracias. Estoy harta, solo faltaría que me pusiera todavía más nerviosa. Pero ¿no puedes hacer algo por mi personaje? Era tan gracioso… De este modo, en cambio, soy un cero a la izquierda, ni siquiera se me ve. He pensado en volverme a Milán, me han dicho que allí están comenzando un montón de programas. —Entonces lo mira y le dedica una sonrisa de niña maliciosa—. Si es así, ya no nos veremos. Venga, intenta hacer algo…
—Veré qué se puede hacer.
—Sí, eso, aunque sea algo pequeño, pero que se me vea.
Renzi piensa en las indicaciones de Calemi. Dania debía empezar haciendo prácticas y quedarse entre bastidores y ahora está obsesionada con aparecer en pantalla.
—Ayer te llamé un montón de veces; primero sonaba normal, pero luego lo apagaste…
—Sí, hablaba con mi madre. Tuvimos una discusión. Después estaba enfadada y me fui a dormir.
No tenía ganas de hablar con nadie.
Renzi piensa «Pero yo no soy nadie». En cambio, le dice algo muy distinto.
—Lo siento. ¿Cenamos juntos esta noche?
—No lo sé, puede que ya tenga un compromiso; de todos modos, primero iré al Ials. Hablamos más tarde. ¿Intentas arreglarme este tema? Me gustaría saberlo.
—Sí, lo intentaré.
Renzi se encamina por el pasillo que lleva a la redacción y luego a los camerinos. Entra en la sala de los guionistas.
—¿Qué tal, chicos?
—Bien, estamos consiguiendo un veintitrés.
Pero en realidad todos parecen algo hartos del poder absoluto de Simone Civinini.
—Muy bien, seguid así.
Entonces se para delante del camerino de Simone. Permanece un instante indeciso y al final llama.
—Adelante.
—¿Se puede?
Cuando Simone lo ve, se levanta y va a su encuentro.
—Claro, qué bonita sorpresa. Pero no vengas a sermonearme, ¿eh, papá?
Renzi finge que le hace gracia.
—No. Hola, Giovanna.
—Hola.
—Quería pedirte un favor. —Entonces mira a Giovanna Segnato, que está sentada en el sofá limándose las uñas.
Simone se fija en su mirada.
—Giovanna y yo tenemos confianza absoluta. Di lo que hayas venido a decir.
—Me gustaría que Dania Valenti hiciera algo, que no desapareciera del todo. Quizá podrías utilizarla como azafata, trayendo los sobres o las repuestas de Sibilla.
Él mira a Giovanna.
—No, mientras yo esté, no.
Simone ve que la situación es delicada.
—Está bien, la haré salir al principio, con las primeras preguntas, así estarán lo bastante lejos.
¿Te parece?
Giovanna, simplemente, se encoge de hombros.
—De acuerdo.
—Así pues, ¿lo doy por bueno?
Simone le da una palmada en el hombro.
—Sí, papá. ¿Has visto cuántas cosas en común tienen un padre y un hijo?
—Calemi me ha dado recuerdos para ti, ya le diré que has hecho esto por él.
Simone enarca una ceja sonriendo socarrón.
—Ya se lo diré yo, gracias: esta noche cenamos juntos. —Y luego lo hace salir del camerino.
Los días van pasando tranquilos en el ático de Borgo Pio.
—Esta noche Gin ha organizado una cena en mi casa solo para mujeres, puedo quedarme hasta más tarde si te apetece. ¿Hacemos nosotros algo en el ático?
Babi es feliz.
—Por fin podré cocinarte algo rico. Sí, ¿nos vemos allí?
—De acuerdo. Si quieres, puedo ir yo a hacer la compra, mientras metes a Massimo en la cama, y luego ya vendrás, así no pierdes tiempo.
—Sí, me parece una excelente idea.
—Pues mándame un mensaje con todo lo que hace falta, yo iré al supermercado y nos vemos allí más tarde.
—De acuerdo.
Sigo trabajando con calma en algunos proyectos cuando oigo que llega un mensaje:
Queso grana, rúcula, aguacate, lechuga, un tomate verde y uno rojo, cebolla roja, una manzana, una pera, uva, marrasquino y una botella de pinot gris… ¿Te recuerda algo?
Leo lo que va a cocinarme y veo que ha hecho una lista muy larga. Le contesto enseguida:
Eh, ¿quieres hacerme engordar como el mejor marido que se precie?
Sí, te cogeré por el gaznate… ¡Y no solo por ahí!
Le envío una carcajada:
Ja, ja, ja.
Ya veo que no tienes memoria: fue la primera cena que me preparaste tú… No hay nada que hacer, ¡es como echar margaritas a los cerdos!
¡Y ¿tengo que acordarme de algo que pasó hace más de siete años?! ¡Una cena a la que, además, ni siquiera viniste!
Y seguimos bromeando por teléfono, como si desde entonces no hubiera pasado ni un día.
Poco después, estoy en el supermercado de corso Francia. No hay mucha gente, enseguida encuentro aparcamiento. Es una zona oscura, los carritos están fuera y hay mucha vegetación alrededor. Hago la compra intentando recordar todo lo que me ha pedido, añado una botella de Blanche y una de un buen tinto, un Tancredi, y, a continuación, voy a la caja. Pago y salgo con las dos bolsas. Aún no las he metido en el coche cuando oigo gritar a una mujer:
—¡Socorro! ¡No! ¡Quietos! ¡No! ¡Ayuda!
No muy lejos de mí, dos chicos están tratando de robarle el bolso. Ella grita a más no poder, da patadas, forcejea, se lo aferra al pecho y, cuando intentan separarle los brazos, la mujer acaba en el suelo. Dejo las bolsas y en un instante estoy encima de los dos. No les da tiempo a verme; al primero lo golpeo con un puñetazo directo en el pómulo derecho, noto que se parte bajo mis nudillos y al momento su cabeza se inclina hacia atrás. Al otro le entro con la pierna estirada, golpeándolo en un costado con tal fuerza que cae al suelo. Intenta levantarse enseguida, pero resbala, quiere alejarse lo más rápidamente de mí, y patina en la gravilla. Encuentro una piedra en el suelo, la cojo y se la tiro en medio de la espalda. A continuación, recojo una botella, dispuesto a encararme con ellos, pero salen corriendo a toda velocidad, perdiéndose en la oscuridad de las calles de debajo del puente de corso Francia. Entonces ayudo a la señora a levantarse.
—¿Cómo está? ¿Todo bien? Se han ido, tranquila, apóyese en mí.
En cuanto le veo la cara y la reconozco, me quedo sin palabras. Porque cuando el destino se empeña, es insuperable.
Abro la puerta de casa.
—Babi, ¿estás aquí?
—Estoy en la cocina, haciéndole la cena a mi maridito.
Me reúno con ella y dejo las bolsas sobre la mesa que está a su lado.
—Qué bien huele…
Nos damos un beso y, seguidamente, me fijo en que va muy elegante. Lleva una falda azul marino, unos zapatos altos, una camisa de seda y un largo collar de piedras negras. Encima lleva puesto un delantal.
—¿Así es como cocinas?
—Por lo general voy en ropa interior… ¡Pero por ti he hecho una excepción!
Cojo una Coronita de la nevera y la destapo. Me siento a la mesa y le doy un largo trago.
—Bueno, espero haber acertado con la compra que me has pedido. En mi opinión, parece más una prueba para ver cómo me las apaño que otra cosa.
—Exacto. Déjame ver. —Abre las bolsas y mira el interior—. Perfecto, diría que ahora sí que me caso contigo.
—¡Cuidado, porque a veces los milagros ocurren! ¿Sabes a quién he salvado hace un rato?
—¿A quién?
—A tu madre.
—¿A mi madre?
—Sí, estaba haciendo la compra en el mismo supermercado. Al salir, dos tipos la han agredido y han intentado robarle el bolso.
Babi cambia de expresión.
—¿Se ha hecho daño? ¿Cómo está?
—No, no, todo bien. La he acompañado al coche y ya estaba más tranquila.
—Ni siquiera puedo llamarla, porque se supone que yo no sé nada.
—Pues sí.
—Increíble. Y ¿qué os habéis dicho?
—Le he preguntado cómo estaba, ella ha contestado que se alegraba mucho de verme, que le parecía más irresistible de lo habitual y que quería devolverme el favor…, pero yo le he dicho que no podía porque tenía que cenar y hacer el amor con su hija.
—Idiota. Venga, no bromees.
—La he tratado como a una mujer a la que habían intentado atracar. He sido amable, le he preguntado si quería que la acompañara, le he ofrecido un poco de agua y, cuando he visto que estaba bien, la he acompañado al coche. Ella me ha dicho: «Me has salvado precisamente tú; yo que pensaba que estabas compinchado con esos dos».
—¡No me lo creo! Mi madre es terrible, nunca se rinde.
Me acabo la cerveza, me levanto y, mientras cocina, la abrazo por detrás, le agarro el cucharón y apago el fuego. Babi se vuelve y acaba entre mis brazos.
—¿Qué haces? —Me mira curiosa sonriendo.
—He salvado a la madre. ¡Me merezco al menos a la hija!
Y la cojo de la mano, llevándomela conmigo.
Raffaella ya está en casa; le cuesta abrir la puerta con la bolsa de la compra en una mano, pero en cuanto entra, la deja caer sobre la banqueta.
—¿Claudio? ¿Estás aquí? ¿Dónde estás? No sabes lo que me ha pasado.
Al no oír respuesta, cierra la puerta y recorre el pasillo hasta llegar al salón.
—¿Claudio?
Lo ve sentado en su despacho frente al ordenador, con carpetas abiertas, unas cuantas hojas delante y el pelo revuelto. Lleva las gafas puestas y mueve el ratón arriba y abajo sin parar, buscando algo en la pantalla. Es como si no encontrara algo que sin duda debería estar.
—¿Claudio? ¿Claudio? ¿No me oyes? No sabes lo que me ha pasado. Han intentado atracarme, y ¿adivinas quién me ha salvado?
Pero es como si él estuviera en otra parte, hasta que Raffaella da un grito:
—¡Claudio! ¡Que te estoy hablando! ¿Me quieres escuchar?
Entonces por fin repara en la presencia de su mujer, la mira y rompe a llorar, pero no porque le vea la blusa rasgada o la falda arrugada.
Eleonora mira a Gin con curiosidad.
—¿Qué te pasa? ¡Se te ve perfecta, con esa tripa tan redondita, tienes una cara estupenda, mejor de lo que la has tenido muchas otras veces; ahora ya puedo decírtelo!
Gin se echa a reír. Ele sacude la cabeza.
—Oye, que no es ninguna broma. Algunos días estabas hecha una piltrafa.
—Oh, Dios mío, no me digas eso, que me pongo a parir a Aurora ahora mismo, aquí, en casa, y tendrás que ocuparte tú de todo…
—No, no, estaba bromeando; perdóname, no te rías más, ponte seria.
Gin se recompone, se acomoda mejor en el sofá, apoya ambas manos en los almohadones e intenta echarse un poco hacia atrás con el trasero para quedar más erguida. Ele se da cuenta.
—¿Quieres que te eche una mano?
—No, no, ahora estoy bien. —A continuación, después de permanecer en silencio un instante, le indica—: Creo que Step tiene a otra…
—Oh, Dios mío, no sé qué me había imaginado que me ibas a explicar…
Gin la mira asombrada. Ele se disculpa.
—No, me refiero a que me había preocupado por tu salud, por la niña, yo qué sé… —De inmediato, comprende lo mucho que Gin sufre por lo que le ha dicho—. Perdona. Cuéntamelo todo. A veces soy una idiota. ¿Qué es lo que te hace pensar eso? ¿Has encontrado algo?
—No, son sensaciones. Nunca está a la hora de comer. Antes venía siempre. Algunas veces sale por la noche, siempre está ocupado, no me llama, no me manda mensajes y, además, hace un montón de tiempo que no tenemos sexo.
—Gin, eso es normal, estás embarazada; a lo mejor piensa en Aurora, le preocupa… Es más, deberías valorar que no sea como esos hombres a los que no les importa si tienes barriga y lo pasas mal… ¡O sea, a los que les vale con que respires!
Gin sacude la cabeza.
—Nada, no tienes remedio, incluso en las ocasiones más dramáticas siempre consigues hacerme reír. Eres un desastre.
—Pero ¿qué dices? ¡Te animo! ¿Cómo que soy un desastre?
—Pues sí, la situación es complicada y tú te lo tomas todo a cachondeo.
—¡Qué va! Te hago ver el lado correcto de las cosas. Mejor dicho, el lado positivo. Step está trabajando mucho, gracias a Dios, gana dinero, no se mete en peleas, ha sentado la cabeza, es elegante, está muy bueno, todo hay que decirlo, y ahora Aurora está en camino. De modo que todo lo que ocurre o lo que no ocurre, como el sexo, es absolutamente normal. Eres tú la que se monta películas sin ninguna razón. ¿Tienes pruebas? ¡No, porque si no tienes pruebas, tu protesta queda denegada! —Ele coge un cenicero y golpea dos veces con él la mesita de centro de cristal que está frente al sofá—. ¡Se levanta la sesión!
Gin se echa hacia delante e intenta detenerla.
—¡Ten cuidado! ¡Se levanta la sesión, pero me vas a hacer añicos la mesa!
—Hola, mamá.
—Hola.
Daniela y su madre se besan en la puerta.
—¿Babi ha llegado ya?
—Sí, está allí, con tu padre.
Daniela entra en el salón y los encuentra sentados en el sofá.
—¡Hola, sister, qué puntualidad! ¿Es que no has encontrado tráfico? Corso Francia estaba colapsado.
—He venido por abajo, por el ponte Milvio.
—No tienes remedio, siempre tan astuta…
—Sí, ya ves… ¿Quieres venir el sábado a mi casa con Vasco? Van a venir unos amiguitos de Massimo, quizá se lo pase bien.
—El viernes me voy a Eurodisney.
—¡Venga ya! No me habías dicho nada.
—Es una sorpresa de Sebastiano; se ha presentado hoy en la escuela con los billetes. Ha sido todo cosa suya. Estaremos tres días y volveremos el domingo por la noche.
Babi la mira y levanta una ceja con malicia, pero Daniela aclara:
—Ha cogido una suite para Vasco y para mí y una habitación contigua para él.
Babi ríe.
—¡Muy elegante, muy al estilo príncipe de Cenicienta!
—¡Ya, pero dudo de que venga a traerme mi Converse All Star y luego se case conmigo!
—¿Por qué?
—¡Porque esa zapatilla de deporte huele que apesta!
—Tonta.
—¿Queréis un té?
Raffaella sonríe a sus dos hijas.
—¡Encantada!
Al cabo de un rato están todos sentados en el salón. Babi se come con gusto una galleta.
—Es fabulosa, realmente buena.
Claudio se adjudica todo el mérito.
—Las he descubierto yo, son inglesas.
Raffaella sentencia:
—Demasiada mantequilla hace daño. Y además…
Claudio mira a sus dos hijas desconsolado.
—Llevo toda la vida equivocándome.
Babi coge su taza.
—No es verdad, en una cosa acertaste. Te casaste con ella…
A Daniela le gustaría añadir: «Sí, porque, si no, a ver quién iba a casarse con ella, con ese carácter…». Pero prefiere decir solo «Cierto».
Raffaella sonríe, hace ver que le divierte esa reunión familiar, se termina el té, deja la taza, se limpia la boca y mira a sus dos hijas. A ver cómo se lo van a tomar y, sobre todo, qué dirán.
—Bueno, os hemos hecho venir porque tenemos un enorme problema.
Babi y Daniela dejan de sonreír y se ponen serias. Si su madre empieza con una frase como esa, significa que la cosa es realmente grave. «Podría tratarse de un problema de salud, quizá papá esté enfermo —supone Babi—. En efecto, parece bastante cansado». «Tal vez haya recibido alguna amenaza —piensa Daniela—, pero ¿por qué?». No les queda más que escuchar. Raffaella, sin embargo, no sabe cómo empezar; titubea, busca las palabras adecuadas, se la ve incómoda y al mismo tiempo avergonzada por esa situación.
Entonces Claudio la mira e intenta rebajar la tensión que se ha creado.
—Ahora no empecéis a preocuparos, no es algo tan dramático, tan solo es que lo hemos perdido todo, es eso… —A continuación, para que sea más fácil digerir la noticia, procura bromear—: Ahora somos pobres.
Babi y Daniela se quedan sin palabras. Por una parte, están aliviadas porque no es nada de lo que habían imaginado, pero por la otra es una noticia que les parece imposible. Babi es la primera en intervenir.
—Pero ¿cómo ha ocurrido?
Claudio trata de aclararlo:
—Hemos intentado hacer una gran operación financiera.
—Has intentado. —Raffaella muestra su rabia y su desprecio.
Él asiente.
—Así es, he intentado, pero solo porque un amigo mío me aseguró que una empresa farmacéutica iba a abrir mercado en Francia e inmediatamente después en Estados Unidos. Él mismo ha invertido más de veinte millones de euros. No vi ningún riesgo.
—Y ¿cuánto habéis invertido?
—Siete millones.
Babi y Daniela se quedan sorprendidas, no se imaginaban que pudiera tratarse de una cifra como esa. ¿Cómo es posible que sus padres dispusieran de todo ese dinero para invertir? Claudio se lo explica:
—Hemos hipotecado la casa de la playa y también esta, además de todos los terrenos y los otros inmuebles, incluidas dos pequeñas tiendas que nos daban un excelente rendimiento.
Raffaella aclara mejor el concepto para sus hijas:
—Ya no tenemos nada.
—Bueno, nada…, tenemos cincuenta mil euros en el banco.
—Cuarenta y seis mil quinientos.
La dolorosa puntualización de Raffaella deja adivinar el sufrimiento que le provoca esa situación.
Babi se encoge de hombros.
—Si os soy sincera, me parece que ha sido un paso realmente arriesgado. Pero me alegro de que se trate de este problema en vez de algo relacionado con la salud. Papá, ya verás como las cosas se van poniendo en su lugar; quizá ahora tengáis que vivir con más cuidado, ahorrar un poco en todo, y en la sociedad financiera que administras, tendrás que hacerlo todo con mucha más atención…
Raffaella pone una sonrisa de circunstancias.
—Sí, claro.
Daniela, en cambio, es mucho más directa:
—Perdonad, pero ¿por qué nos habéis llamado?
Claudio no dice nada. Raffaella lo mira un buen rato, pero al ver que no sale de su mutismo, sacude la cabeza. «Ya me lo imaginaba. Mi marido no se atreve a decirles nada a nuestras hijas. No me cabía duda, tendré que hacerlo yo, como siempre, claro».
—Necesitamos vuestra ayuda. Hemos hecho números, y para quedarnos en esta casa necesitamos unos ochocientos mil euros. Como es evidente, ya hemos pensado en un plan para devolverlos.
Podemos pagar una mensualidad de mil cuatrocientos, quizá incluso algo más. —Entonces Raffaella mira a Babi—. Para tu marido, eso no es nada. —Luego se dirige a Daniela—: Y tampoco para Sebastiano. Habíamos pensado que podrían ser seiscientos por parte de Lorenzo y doscientos por parte de Sebastiano. El pago de las mensualidades las dividiríamos a medias entre los dos… Pero esto lo podemos hacer como vosotras queráis, podéis darnos las indicaciones que os parezcan mejor.
Babi sonríe.
—Mamá, lo siento mucho, pero la verdad es que no puedo ayudaros.
—Pero, perdona, deja que lo decida Lorenzo; quizá esté encantado de hacerlo, hará que se sienta importante, más noble.
—Nos vamos a separar. No sé si podremos hacerlo de forma civilizada, pero lo que está claro es que no puedo ir a pedirle seiscientos mil euros para mis padres.
Raffaella se vuelve para mirar a Daniela.
—¿Y tú? ¿Qué opinas? —Se queda mirándola, y en su mirada es como si le echara en cara todo el dinero que se ha gastado en ella y en su hijo hasta hace unos meses. La ayuda que Raffaella le ha dado siempre cuando no trabajaba y no había un padre.
Daniela sabe leer perfectamente cada uno de los pensamientos de Raffaella: por otra parte, su madre nunca ha evitado que se sintiera mal con ello.
—Mamá, sé lo mucho que me has ayudado y te estaré siempre agradecida. Estoy contenta de haber empezado a trabajar y por fin haber podido renunciar a tu ayuda. Sebastiano ha querido reconocer a Vasco y hace muchísimo por nosotros, pero no puedo dejar que piense en absoluto que lo he buscado por su posición económica. Quiero que sea «solo» el papá de Vasco, y no el que pone el dinero. Debe darle su amor, su tiempo, su atención, cosas que valen mucho más, e incluso los más ricos a veces carecen de ellas.
Raffaella mira a Daniela y sonríe, a continuación, mira a Babi y sigue sonriendo. Luego, de repente, cambia por completo de expresión, se pone seria, dura, rabiosa, de la manera en que sus hijas la han visto a menudo.
—Así pues, ahora vosotras dos me estáis dando una lección, me estáis enseñando qué va antes en la escala de valores; mejor dicho, me estáis demostrando la suerte que he tenido al no haberme dado cuenta de nada de esto hasta ahora, ¿no es eso?
Babi, como hermana mayor, es la primera en intervenir, intentando calmarla.
—Mamá, no te lo tomes así, no le estamos enseñando nada a nadie. Solo te estamos explicando cuál es nuestra situación, lo que podemos hacer con nuestros medios, con nuestra mejor voluntad. Si necesitáis dinero, dentro de nuestras posibilidades, os lo daremos todo, me imagino… —Babi mira a Daniela.
—Sí, claro. Si tenéis que abandonar esta casa, por ejemplo, estaremos contentas de acogeros en la nuestra.
Babi asiente.
—Por supuesto.
Raffaella sonríe.
—Bien. Ahora disculpadme, pero quiero ir a mi cuarto a pensar en esta situación.
Raffaella se levanta. Babi hace lo mismo.
—Mamá, no es tan dramático, piensa que no tienes una enfermedad, no te pasa nada, has estado muy bien económicamente durante toda la vida, ahora solo tendrás que vivir de una manera más contenida, eso es todo. Y, si queréis, os lo repito, en mi casa tenéis las puertas abiertas. Dispongo de una habitación de invitados, y estoy segura de que tampoco vas a estar tan mal.
Raffaella piensa en sus cenas, en sus amigas, en lo que dirán de ese cambio. Si decidiera ir a vivir con una de sus dos hijas, debería pedir permiso para jugar a las cartas. Y luego, de manera natural, le sale la más espontánea de las sonrisas.
—Sois muy amables, gracias. Ahora disculpadme.
Y se aleja, camina rígida, estirada; pero cómo le gustaría por una vez ser sincera, dar la espalda a esa educación en la que ella tanto ha insistido que tuvieran, y mandarlas a las dos a freír espárragos. En cambio, cierra la puerta del dormitorio con elegancia.
Claudio mira a Babi y a Daniela.
—Tenéis razón, y gracias por vuestra ayuda. Es solo un momento malo. A mamá siempre le cuesta aceptar los cambios… —Y sonríe con la misma ligereza con la que ha perdido siete millones de euros.