Tres veces tú
Ciento veinte
Página 122 de 149
CIENTO VEINTE
En el estudio de grabación del Teatro delle Vittorie, la adrenalina está al máximo. El último programa de «Lo Squizzone» se emite en directo. Roberto Manni va cambiando las cámaras una tras otra.
—Siete, once, cuatro, preparad la dos, cierra más el plano sobre ella, ¡dos! Perfecto, preparados con la Jimmy y luego de nuevo la dos, ¡once! ¡Bien, así, más rápido, tres!
Simone Civinini está en el centro del escenario; saluda a los concursantes vips que han participado.
—Gracias a Fabrizio, a Paolo, a Antonella y a Maria. ¡Y especialmente gracias a todos vosotros, que desde casa nos habéis seguido con puntualidad y nos habéis animado, haciendo de este programa el más visto de los últimos cinco años! Nos veremos pronto si Dios quiere; una sonrisa de parte de Simone Civinini y…
—¡Y de Giovanna Segnato!
Y empieza la sintonía, entra el ballet y, cuando terminan de pasar los títulos de crédito, se acaba la emisión. Todos estallan en un aplauso: los encargados, los técnicos, los guionistas, los directivos que han venido de la sede central a saludar y a ver al mayor éxito de los últimos tiempos.
—¡Felicidades, muy bien todos, estupendo, Simone!
Los encargados de la seguridad contienen al público, mientras Simone llega a los camerinos junto a Giovanna. Roberto Manni los está esperando allí.
—Muy buen programa, felicidades, de verdad.
—Gracias, Robi; me doy una ducha y nos vemos todos en el Goa. Producción ha hecho una reserva, ¿iréis?
—Por supuesto, hasta luego.
—Mejor dicho, haremos una cosa; comemos primero un bocado en el Carolina, en el ponte Milvio, pero solo los más allegados, ¿eh? Así nos relajamos un poco, que luego allí será un follón.
—¡Perfecto!
Nos encontramos en el pasillo a Roberto Manni, que me estrecha la mano con fuerza.
—¡Ha sido una muy buena temporada, un buen programa, divertido, lleno de sorpresas «humanas», y encima con un gran éxito!
—Es cierto…
—¡Habría que rodar una serie de ficción de todo esto, no tendría nada que ver con los rollos aburridos que suelen hacerse!
Y se va sacudiendo la cabeza. Renzi está de acuerdo.
—Y ¿a qué actor escogeremos para el papel del Ridley Scott de Ragusa?
—A mí me parece que se lo podríamos proponer a él.
—Exacto, es insuperable.
Llamo al camerino de Simone, que nos abre enseguida.
—Hola, oh, precisamente a vosotros os quería ver; gracias por haberme dado esta oportunidad.
Renzi y yo estamos en la puerta. Simone se ha quitado la americana y la corbata.
—Has estado estupendo. ¿Volvemos a trabajar juntos en el programa el año que viene?
—¡Claro, por qué no! —Sin embargo, veo que nos mira un poco incómodo.
—¿Vienes al Goa?
—Sí, pero le he propuesto a Manni que comamos algo primero en el Carolina, así me relajo…
¡Venga, venid con nosotros y luego vamos todos a bailar!
—De acuerdo. Nos vemos allí.
Volvemos al estudio de grabación. Renzi me mira.
—Me ha parecido muy incómodo.
—Pues sí. Ha firmado con Medinews y no se atreve a decírnoslo.
—¿En serio? Y ¿por quién lo has sabido?
—Yo también tengo mis informadores. Cobrará un millón y medio por un año de exclusividad.
—¿Solo un año? No es habitual en ellos.
—A mí me parece que solo lo han cogido para quitarlo del mercado, como hicieron con ese presentador que iba tan bien en la Rai, Marco Baldi. Lo compraron para aparcarlo y hacer que su éxito se fuera deshinchando. Luego lo despidieron y ya nunca más lo ha contratado nadie.
—Es verdad, desapareció.
—Verás como no me equivoco.
Un poco más tarde estamos sentados en el Carolina con Simone, Giovanna y algunos directores, mientras que en otra mesa están Karim, Dania y algunas chicas y chicos del ballet. Comemos, reímos y bromeamos, disfrutando del éxito que hemos conseguido. Simone se levanta y reclama la atención de todos.
—Disculpad, me gustaría hacer un brindis. ¡Por Futura, por Stefano Mancini y por este maravilloso éxito, por que pueda ser el primero de muchos más!
—¡Gracias! ¡Por ti!
Todos aplauden; a continuación, beben y siguen hablando. Yo, después de haber hecho mis «particulares gestos púbicos para alejar la mala suerte», me acerco a Renzi y le digo al oído:
—Qué falso es. Está interpretando. ¡Oye, podríamos hacerle nosotros un contrato de exclusividad como actor!
—Pues sabes que no está mal la idea… —Renzi ríe.
—Prácticamente, la de esta noche es su última cena…
—Con Futura, luego ya se verá.
Entonces levantamos nosotros también las copas y brindamos.
—Por nuestros éxitos… Sin traiciones ni doble juego.
Renzi levanta su copa.
—¡Siempre!
Y seguimos comiendo pinsa blanca con los mejores quesos y los embutidos más refinados, y una excelente cerveza artesanal helada, justo como a mí me gusta.
Miro el móvil, tengo un mensaje de Gin:
Cariño, ¿cómo ha ido el último programa? Lo he visto y me ha gustado muchísimo, sois estupendos, tú más que nadie… Pero solo a ti… te amo.
Sonrío al leer esa última frase «incorrecta». Me soplo la cerveza, me siento culpable. Luego, en cierto modo, me perdono. Desde un principio me habría gustado estar enamorado de ella, olvidar a Babi, no sufrir, ser feliz a partir de entonces. A veces envidio la facilidad con la que terminan algunas relaciones, esos amores que vuelven a empezar con increíble prontitud dejándolo todo atrás: palabras, besos, promesas, risas, celos. Todo pertenece a un pasado que enseguida queda enterrado, casi borrado, a diferencia de esa película tan bella como dolorosa, ¡Olvídate de mí!, que en italiano se tituló Se mi lasci ti cancello («Si me dejas, te borro»). He aquí una zafia traducción de quienes la trajeron a Italia. El título original estadounidense era Eternal Sunshine of the Spotless Mind, «Eterno resplandor de una mente sin recuerdos», tomado de un verso del poema «Eloisa to Abelard», del poeta inglés Alexander Pope. Y, aunque el distribuidor italiano no tuvo el valor de usar un título a la altura de la película, el atrevido y visionario guionista sí ganó un Oscar. Y es lo correcto, porque gana quien se atreve. El amor, el de verdad, no se puede borrar. Se queda tatuado en tu corazón, no hay láser que pueda quitarlo, y tanto si quieres como si no, aunque lo intentes, la cicatriz la llevarás para siempre.
Pido otra cerveza; veo que Renzi está observando lo que ocurre en la otra mesa. Sigo la dirección de su mirada: es por Dania, se ríe, se frota con Karim, se deja abrazar, tocar, se permiten miradas maliciosas, hipotéticas promesas. Entonces, de repente, el responsable de departamento que está sentado a su lado llama a Renzi.
—Oye, ¿cuánto hacía al principio «Lo Squizzone»? ¿En los primeros programas?
—Un dieciséis.
Y Renzi se ve obligado a parecer interesado, a escucharlo.
—Pues ahora te lo voy a decir: ¿sabes por qué ha ido tan bien?
Veo que él sacude la cabeza.
—No, ¿por qué?
Aunque yo sé que no le importan nada en absoluto sus teorías televisivas; todo su ser sigue estando en la otra mesa, los celos lo consumen, le gustaría mandar al responsable de departamento y sus teorías fantásticas sobre la televisión a freír espárragos, coger a Dania por un brazo y llevársela de aquí. No lo envidio. Así pues, le sirvo más bebida. Él se vuelve e inevitablemente echa otro vistazo a la mesa de al lado, pero luego se encuentra de nuevo con mi mirada, suspira y se limita a decirme: «Gracias». Sin embargo, puedo detectar todo su sufrimiento. A continuación traen más bebida, alguno pide los cafés y al final Renzi va en busca del dueño para pagar. Cuando regresa a la sala del restaurante, Dania y los demás ya se han marchado. También Simone y Giovanna. Nos hemos quedado solo los directores y yo.
—¿Qué hacéis?, ¿venís al Goa?
—¿Por qué no? —Luego, me dirijo a Renzi—: ¿Quieres que te lleve?
—No, gracias, he traído mi coche. Nos vemos allí, en la entrada.
De modo que subo en el Smart y, mientras conduzco, la llamo. Me ha dicho que saldría con unas amigas. Me contesta enseguida.
—Hola, esperaba que me llamaras. Felicidades, antes de salir he visto una parte de «Lo Squizzone»; ha estado muy bien, ha mejorado.
—Gracias. Vamos a ir a celebrarlo al Goa. ¿Tú qué haces?
—Nosotras casi hemos terminado de cenar.
—¿Por qué no venís al Goa?
—Estaría bien. —Luego baja la voz—: Pero estas son dos muermos, llevan todo el rato hablando solo de los hijos y de qué harán las próximas vacaciones.
—Si vienes, te espero o voy a recogerte a la entrada.
—Está bien, cuando me marche te enviaré un mensaje.
—De acuerdo.
Nos quedamos un momento callados, luego Babi se ríe.
—¡Eh!
—¿Qué?
—Todo lo que tú sabes. —Y me cuelga. Está loca. Es una pasada, tengo ganas de verla.
Al cabo de un rato estoy en la via Libetta. Aparco. Me dirijo a la entrada de la discoteca y me acerco al guardia de seguridad, que lleva una carpeta en la mano.
—Buenas noches, hemos reservado tres mesas… —Pero no me da tiempo a terminar la frase.
—¡Step! ¡¿Qué pasa, hermano?! No te había reconocido.
El otro guardia, que hasta ese momento estaba vuelto hacia el otro lado, es Cecilio, que para mí está totalmente irreconocible. No le queda ni un pelo en la cabeza, todos los músculos abultados que le habían salido únicamente a base de anabolizantes han desaparecido, solo conserva la misma sonrisa de idiota de entonces, pero con algún diente más amarillo. No obstante, para él no ha cambiado nada, aún está en la puerta haciendo de gorila. Así que me abraza, me da una palmada en el hombro y después se dirige al otro gorila, más joven que él.
—Eh, Miche’, ¿a que no sabes quién es este? ¡Es Matrícula de Honor! Qué coño vas a saber tú…
¡Ay, Step, ya te lo digo yo, estos no han salido del cascarón! —Luego vuelve a dirigirse a su colega—: ¡No me digas que no lo dejabas pasar! No te vas a dar cuenta y ya estarás tú dentro con él, pero en el suelo… —Y se echa a reír como un idiota—. ¿Qué peleas, eh, Step? Buenos tiempos. Pero ¿qué haces?, ¿entras o no?
—Espero a un amigo.
—Vale. Nos vemos luego. —A continuación, se dirige a su colega—: Eh, Miche’, déjalo pasar a él y a quien él quiera.
Miche’, que me imagino que se llama Michele, aún no ha abierto la boca y continúa en la misma línea.
—Es muy posible que venga una chica, quizá con unas amigas. Tenemos la reserva a nombre de Futura, ¿la dejarás pasar?
El tipo profiere un gruñido que me tomo como un «Sí». Miche’ no está muy contento por cómo lo ha tratado Cecilio.
Ni un minuto más tarde llega Renzi y entonces entramos. Hay muchísima gente, pero veo a Simone y a Giovanna justo en el borde de la pista. También están los demás, sentados a nuestras mesas. Nos reunimos con ellos. La música está muy alta, así que nos saludamos con gestos y sonreímos, dando a entender que todo va bien.
—¡Esta es preciosa! —grita una tal Tania, una bailarina, y arrastra a su amiga del brazo para que vaya a bailar con ella.
Hay otros que también se levantan de los sofás y van a la pista. Ya han traído algunas botellas, hay copas llenas de champán en una bandeja colocada en el centro. Le paso una a Renzi y luego cojo otra para mí. Las alzamos y brindamos. Me parece más tranquilo. Bebo champán. Veo que unos fotógrafos se acercan a la pista. Karim destaca entre todos, está bailando en el centro, bajo la mirada de muchas chicas. Se mueve bien, tal vez exagera un poco, pero sigue el ritmo y está dando espectáculo precisamente porque ve los flashes sobre él. A continuación, sucede lo inevitable. Bajo la mirada implacable de las cámaras fotográficas, Dania Valenti baila cada vez más cerca de Karim, se pega a él y, aún más animada por la luz de los flashes, lo besa. Entrelazan sus lenguas sin parar, incluso se desbordan de sus bocas bajo los objetivos exaltados de tres o cuatro aparentes reporteros que piensan que están inmortalizando a saber qué increíble imagen de una remota Dolce Vita. Miro a Renzi, postrado en el sofá delante de mí, presenciando impotente toda la escena, que poco a poco va degenerando. Karim y Dania ahora se besan de una manera exagerada, imitan un coito, todo ello bajo la mirada de algunos chicos, que casi parecen molestos. Veo que Renzi se levanta del sofá y va hacia el baño. Lo sigo. Lamento lo que ha sucedido. Pero en realidad no sé qué puedo decirle. Cuando entro, lo encuentro tranquilo, de pie delante del urinario. De modo que yo también me acerco y le hago compañía en todos los aspectos. Permanecemos en silencio mientras hacemos pis. Hay mucha otra gente que sale de los servicios que tenían la puerta cerrada. Alguno se lava las manos, se mira al espejo y se marcha. En un determinado momento, Renzi se abrocha el pantalón y va hacia el lavabo.
Yo hago lo mismo. Nos lavamos las manos, después nos las secamos debajo del chorro de aire caliente, todavía sin decir una palabra. Quien interrumpe nuestro respetuoso silencio es Simone Civinini.
—Estáis aquí. Pues así os habéis perdido el espectáculo: Karim y Dania casi están follando en la pista. —Acto seguido, mira a Renzi—. Papá…, no te lo tomarás a mal, ¿no? ¡Ese es marica cuando le conviene! En cambio, a esa basta con que le prometas que hará algo ¡y te lo da todo! Hasta yo me la he follado.
Renzi ya no ve nada. Piensa en ese chaval de Civitavecchia, en el hecho de que prácticamente fue él quien le dio permiso para abrir la boca. Todavía me estoy secando las manos cuando Renzi se le acerca, le sonríe, lo abraza al vuelo y, mejor que Suárez con Chiellini, que Tyson con Holyfield, le hinca los dientes en la oreja.
—¡No, quieto, ¿qué haces?!
Enseguida me echo encima, intento separarlos, pero Renzi parece que no lo suelta, mientras que Simone grita y forcejea como un loco. Al fin lo logro. Simone se lleva enseguida las manos a la oreja y, cuando las aparta y las ve llenas de sangre, grita aún más. Renzi le empuja.
—Y acuérdate de que no soy tu padre, gilipollas.
Lo saco del baño al tiempo que, con el rabillo del ojo, veo que Simone se mira al espejo tratando de comprobar qué le ha pasado realmente a su oreja. Nos abrimos paso entre la gente y nos paramos en un rincón más tranquilo.
—¿Todo bien? ¿Cómo estás?
Renzi asiente, pero no dice nada.
—El matón y el carnicero, la leyenda continúa…
Se echa a reír, pero veo que está hecho trizas. Luego, de repente, Babi aparece ante nosotros.
—Eh, estás aquí. Te he mandado un mensaje. Te he llamado, pero no contestabas.
Renzi la mira.
—Es culpa mía, me estaba peleando y él me ha sacado del lío… Creo que será mejor que me vaya.
—Sí, será mejor.
Renzi se aleja sin volver a mirar a la pista. Prefiere evitar el espectáculo que esos dos siguen dando, aunque de una manera más tranquila.
—Pero ¿qué ha pasado?
—Nada, una pequeña pelea por unos inútiles celos…
—Y ¿tú te has convertido en moderador?
—Sí…
—No me lo puedo creer.
—Ya, pues así es. Ven, no nos quedemos aquí…
He visto que hay una escalera al fondo de la sala; la llevo allí, subimos en la oscuridad y salimos a la azotea del Goa. La música también llega hasta aquí. Hay algunos chicos fumando algo más o menos normal, alguno lleva una botella, otros bailan un poco más alejados. Encontramos un rincón oscuro y por fin nos besamos.
—Hace un siglo que no voy a una discoteca.
—Yo también.
La abrazo y bailamos sin seguir el ritmo, una música solo nuestra. De vez en cuando nos besamos y seguimos moviéndonos, pero de una manera mucho más elegante que Karim y Dania y, afortunadamente, sin flashes.