Tres veces tú

Tres veces tú


Ciento veintidós

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CIENTO VEINTIDÓS

Hemos hecho el amor y nos hemos duchado juntos, como cuando éramos jóvenes. Como cuando para ella el problema eran sus padres. Como cuando no teníamos hijos. Ahora estamos en la mesa. Ha pedido sushi y sashimi. A estas alturas, ya hemos probado todos los restaurantes cercanos a Borgo Pio, aunque siempre nos traen la comida a casa. Por la ventana del salón entra el sol. Las finas cortinas blancas lo dejan pasar y se extiende por la gran alfombra, roza los sofás, los muebles, incluso el gran televisor que al final ha querido regalarme.

—Eres productor de televisión… ¡No puedes estar aquí sin seguir los programas que ponen a la hora del almuerzo! Es más, deberíamos tener más televisores y llenar una pared, así podrías seguir al mismo tiempo lo que pasa en todas las cadenas.

—Eres dramáticamente perfecta.

«Como para casarme contigo», me gustaría decirle, pero no le haría gracia. Ahora comemos en silencio, tranquilos y satisfechos por el placer que acabamos de sentir. Sus besos siempre son para mí un cortocircuito. Me basta un mínimo contacto para que se me estremezca el corazón, una sensación única. Una vez ella me dijo algo que se le acercaba. Acababa de entrar en casa, la besé, le metí la mano por debajo de la blusa y le toqué la espalda. Entonces ella cerró los ojos, sacudió la cabeza y a continuación sonrió.

—No me lo creo. Para mí, tú eres como la canción de Battisti Le cose che pensano, «Las cosas que piensan»… «M’estasiai, ti spensierai»…, «Me extasié, te despreocupé[54]».

—¡Venga ya!

—¡Es verdad! Lucio Battisti piensa en nosotros cuando canta esas palabras… Yo me pierdo en ti como en esa canción. La lástima es que ya no me reconozco. Esta mañana le estaba preparando unas natillas a Massimo y, mientras las removía con una cuchara larga, han puesto justamente esa canción y me he echado a llorar; removía y lloraba, removía y lloraba, como una idiota.

—¿Por qué, amor?

—Por la felicidad y al mismo tiempo por el miedo a perderte de nuevo.

Cojo el sushi de salmón con los palillos, lo mojo en la salsa de soja y me lo llevo a la boca. A continuación, cojo la Asahi, sirvo un poco en su copa y lleno también la mía. Cuando dejo la cerveza, me doy cuenta de que me está observando. Tiene una sonrisa ligera. Sin embargo, es como si no fuera feliz.

—¿Qué ocurre?

—Nada. Pensaba en estos momentos, en lo bonitos que son. Nunca habría imaginado poder sentir esto otra vez…

—¿Solo estabas pensando en eso?

—No.

—¿Qué más? ¿Me lo dices?

—¿De verdad quieres saberlo?

—Sí.

—Que dentro de poco vas a ser papá.

Le sonrío.

—Sí, pero por segunda vez.

—Pero será distinto. Por desgracia y por culpa mía, no has podido disfrutar de tu primer hijo, y no te imaginas el dolor que eso me provoca. Ni siquiera sé si algún día podrás perdonarme. —Entonces se levanta y se va a la cocina. Se apoya en el fregadero mirando hacia los fogones y empieza a llorar.

Voy a su lado, la abrazo por detrás y apoyo la cara en su hombro.

—Babi, ¿por qué haces esto? No hay nada que perdonar. Lo veo a cada instante a través de ti y, además, las veces que hemos estado juntos en el parque o cuando lo espero contigo a la salida del colegio, esa sonrisa suya cuando lo veo venir, o cuando oigo que me llama: «¡Eh, Step!»…, todo eso me colma el corazón, me satisface. Es mi hijo y tiene todo mi amor. Siempre estaré presente en su vida, pase lo que pase, en cualquier momento en que él pueda necesitarme. Lo único que quiero saber es que es feliz. Eso es para mí ser padre. Y, cambiando de tema, ¿Massimo no dice nada en casa de que de vez en cuando está ese tal Step en su vida? No vaya a ser que Lorenzo, al oír mi nombre, la tome contigo…

Babi se seca las lágrimas con el dorso de la mano y sacude la cabeza.

—No, todo está bien. Le he dicho que nos hemos visto alguna vez, pero solo porque trabajas cerca de donde yo trabajo. Y también le he dicho que estás felizmente casado. —A continuación, se vuelve y me sonríe—. Además, Lorenzo nunca me pregunta nada, porque si yo le hiciera alguna pregunta, sería él quien se vería en un apuro.

No sigo con el tema, tampoco le he contado nada sobre nuestro encuentro en Vanni. De modo que volvemos a la mesa y terminamos de comer. Seguidamente, cojo una tarrina de helado y preparo dos copas: stracciatella y pistacho para ella, chocolate solo para mí.

—Oye, está riquísimo; ¿dónde lo has comprado?

—En la esquina de la piazza Risorgimento, en Old Bridge.

—¿Donde siempre hay un montón de gente? Pensaba que ahí regalaban los cucuruchos, en vista de la cola que hay a todas horas.

Babi sonríe y luego coge una buena cantidad con la cucharilla. Se lo mete en la boca y deja que se derrita poco a poco.

—No, no, es porque el helado es buenísimo, muy cremoso.

—Es verdad.

Cierra los ojos, saboreándolo.

—Es un sueño, como tú… —A continuación, vuelve a abrirlos—. ¿Crees que me despertaré algún día? A ti ¿qué te parece?

—¿Se puede saber qué te pasa hoy?

—¿Te has cansado de mí? ¿Te has cansado de venir aquí todos los días?

—Tenía la esperanza de aplacarme, de no tener más ganas de ti, de que esta continuidad de alguna manera me calmara, me saciara, pero no ha sido así. Siempre es todo fascinante, lo que siento por ti cada vez que te toco. Eres de un sabor infinito.

Entonces Babi se levanta y se pone a mi lado, me quita la copa de las manos y la deja sobre la mesa. Se sienta a horcajadas encima de mí. Me da un beso largo; nuestras lenguas están frías de helado y nuestros labios tienen el sabor de todos los matices de la felicidad, son suaves, perfectos.

Lo que más me impresiona es que no ha habido ni una vez en que alguno de nuestros besos «haya desentonado». Seguidamente interrumpe el beso pero se queda junto a mi boca con los ojos cerrados, respirándome. A continuación, los abre.

—Dime la verdad: ¿crees que cambiará alguna cosa con la llegada de vuestra niña?

—No.

Y la beso de nuevo por miedo a ser sincero.

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