Tres veces tú
Ciento veinticinco
Página 127 de 149
CIENTO VEINTICINCO
Cuando llego al hospital San Pietro, por primera vez me parece distinto. Estuve allí después de un accidente de moto, esperando en urgencias, porque me había hecho una luxación en un codo. En otra ocasión, por un esguince de tobillo, durante un partido de fútbol sala, y una noche después de una pelea en Piper. Vinimos juntos Pollo y yo, a los dos se nos veía bastante magullados. Estábamos sentados en la sala de espera de urgencias, pero luego, al ver que a todos los que llegaban los hacían pasar antes porque estaban peor que nosotros, fuimos al bar de corso Francia. Pedimos un poco de hielo y nos quedamos fuera, sentados a una mesa, usando los paños sucios de la moto para sujetar los cubitos. Intentamos rebajar un poco la hinchazón antes de volver a casa y estar más presentables.
Hicimos la crónica de la pelea, recordando más o menos todos los detalles, falseando algunos, exagerando otros, pero de todos modos no cabía duda de que nos había ido mucho mejor que a los demás, eso era lo importante. Yo era un muchacho, con toda esa rabia y esa violencia, con mi amigo Pollo y su mentira. Eran otros tiempos. Ahora estoy aquí porque vuelve a cambiar mi estado en el registro civil, de marido a padre. Y, a pesar de todo lo que ha pasado últimamente, estoy muy emocionado. Sigo las indicaciones, unidad privada. Subo a la segunda planta y al fondo del pasillo veo a Francesca y a Gabriele.
—Hola, ¿cómo está Gin?
Su padre sonríe, asiente, pero no dice ni una palabra. Francesca está mucho más tranquila.
—Todo bien, está dentro, ya falta poco, el doctor ha dicho que ya ha dilatado del todo. Entra, si quieres, si no te da miedo…
Le sonrío, y ella, como para disculparse, añade:
—A muchos les gustaría, pero a la hora de la verdad son incapaces. Gabriele conmigo no pudo entrar. Hoy, es un milagro que haya llegado hasta aquí. Él, en cuanto se presenta en un hospital, empieza a sentirse mal, incluso se desmaya.
Gabriele se ríe y al fin recupera la palabra.
—¡Ya está, te has lucido! ¡Esta vez que todo iba tan bien…! Ahora, por tu culpa, voy a encontrarme mal.
Los dejo discutiendo con ternura, empujo la gran puerta y me encuentro en una sala perfectamente esterilizada, más fría que el pasillo. Enseguida aparece una enfermera.
—¿Quién es usted?
—El marido de Ginevra Biro, la lleva el doctor Flamini.
—Sí, está dentro. ¿Quiere asistir al parto? Ya está a punto…
—¿Ya?
—Y ¿no se alegra? ¿Acaso quería pasarse aquí todo el día?
—No, no.
—Bueno, pues póngase esto. —Me pasa una pequeña bolsa transparente que contiene unas prendas de color verde oscuro.
La abro; hay una bata fina, una especie de gorro y unos cubrezapatos. Me lo pongo todo con rapidez y me dirijo al lugar por donde la he visto desaparecer. Entro en una gran sala. Ya la veo. Gin está en una camilla, acalorada, apoyada sobre los codos; una sábana la cubre hasta las rodillas dobladas y tiene las piernas en alto. El doctor está frente a ella.
—Venga, otra vez, así, así, muy bien, empuje… Está bien, pare, ahora respire. Dentro de un momento volvemos a empezar. —Entonces el médico me ve—. Hola, póngase ahí, a su lado, junto a la cabecera de la cama, detrás de Ginevra.
—Cariño, ya has llegado.
—Sí. —Y no digo nada más para no equivocarme y estropearlo todo.
Gin me sonríe, alarga la mano, yo se la cojo y me quedo así, un poco alelado, sin saber muy bien qué hacer. Entonces noto que me la aprieta fuerte y oigo la voz del médico.
—¡Bien, ya sale, veo la cabeza, siga así, empuje, ahora respire, un poco más fuerte, empuje, empuje!
Gin hace unas respiraciones cortas, una tras otra, arquea la espalda, aprieta los dientes, entorna los ojos y estruja mi mano hasta que da a luz a Aurora. Y vemos que ese pequeño ser, todavía ligado a un largo cordón de carne, todo sucio y puesto boca abajo, de repente se echa a llorar, cambiando completamente su sistema respiratorio. El doctor coge unas tijeras y me las pasa.
—¿Quiere cortarlo usted?
—Sí.
Otra vez digo solo «Sí»; sigo sin poder decir otra cosa. Entonces me las tiende y me señala el punto exacto.
—Por aquí.
Abro las tijeras, corto y Aurora es independiente por primera vez. El doctor le pasa la niña a la enfermera, que la lava enseguida bajo un suave chorro de agua, la limpia con movimientos rápidos, la seca, le pone una especie de crema en los ojos. Luego se acerca una doctora que le hace una revisión y apunta algo en una especie de librito y, cuando termina, la arropa y se la lleva a Gin.
—¿Quiere tenerla a su lado? Sosténgala un rato encima de usted.
Gin acepta indecisa. Entonces la coge muy despacio con las manos, está emocionada, ella tampoco dice nada, y a continuación la pone sobre su pecho. Aurora mueve poco a poco la cabeza; Gin la mira fascinada, es más feliz que nunca, y se vuelve hacia mí, como si pidiera una confirmación.
—¿De verdad que esta niña la hemos creado tú y yo? ¿Solo tú y yo? ¿Nadie más? No puede ser.
¿No es la cosa más bonita del mundo? ¿No es por esto por lo que hemos venido aquí, a esta tierra? Y ¿no es por ella por lo que nos hemos encontrado?
Aurora mueve de nuevo la cabeza y yo me emociono; me doy cuenta de que me caen las lágrimas, no puedo pararlas, no puedo hacer nada, absolutamente nada, lloro, lloro de felicidad. Si no hubiera llegado Aurora, a esta hora habría estado en otro sitio, con Babi, como he hecho durante todos estos últimos meses, cuando debería haber estado a su lado. Y me avergüenzo, me avergüenzo de mi felicidad robada, me parece habérsela arrancado a otra persona, a quien la habría merecido más que yo; a ese Nicola, por ejemplo, o a otros miles de hombres que podrían haberse sentido felices y orgullosos de estar ahora aquí, en mi lugar.
—Cariño, ¿qué pasa? ¿Por qué lloras así? Ha ido todo bien, es preciosa, es tu hija, es Aurora, cógela, cógela tú también.
Y yo sacudo la cabeza y sigo llorando, digo que no, no puedo. Pero luego veo que Gin se aparta un poco, como si quisiera enfocar mejor la escena, como si quisiera verme bien, como si no lograra entender. Entonces le sonrío, asiento y me acerco a ella, que recupera la serenidad; lentamente me pasa ese delicado envoltorio y yo lo cojo con ambas manos, preocupado por que pueda caérseme, como el cristal más fino y frágil que nunca haya sido creado, pero al mismo tiempo el tesoro más precioso de este mundo. Y, cuando la atraigo hacia mí, veo ese rostro perfecto, esos ojos cerrados, esos labios pequeños y finos, esas manos tan menudas, minúsculas, casi evanescentes. Aurora. Y me imagino su corazón, latiendo con suavidad, bombeando su sangre, haciéndole mover esas piernecitas, esas manitas que, de vez en cuando, casi al ralentí, se abren y se cierran. Ese pequeño corazón al que nunca, nunca en mi vida, querría hacer sufrir.