Tres veces tú
Ciento veintiséis
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CIENTO VEINTISÉIS
Cuando salgo de la habitación de Gin, todavía estoy completamente conmocionado y no me doy cuenta de toda la gente que ha venido. El pasillo está lleno de familiares y amigos.
—¡Hola, Stefano, enhorabuena! ¡Muchas felicidades! ¡Qué ilusión! ¿Cuándo podremos verlas?
Están Simona, Gabriella, Angela, Ilaria y otras amigas de Gin de las que no recuerdo el nombre.
Y, por supuesto, también está Luke, su hermano, con su novia Carolina. Él me abraza.
—Estoy supercontento. ¿Cómo está Gin?
—Bien, bien. Si queréis, dentro de un rato podéis entrar, será mejor que la avise. Se está recuperando. Pero solo la saludáis un momento y no todos a la vez, si no, le va a faltar el aire… Y también a Aurora.
—¿Cómo es?
—Preciosa.
—Y ¿a quién se parece?
—¡Y yo qué sé! Ya lo diréis vosotros a quién se parece. ¡Yo no sé distinguirlo!
Francesca, la madre de Gin, se echa a reír.
—¡Dejadlo un poco en paz, a él también lo estáis dejando sin aire!
—Sí, por favor, sálvame.
Luego llega Gabriele, que me trae un café largo en una taza grande y no en un vasito de plástico.
—Pero ¿de dónde lo has sacado?
—He sobornado a la jefa. Yo sé que siempre tienen escondida una cafetera en alguna parte.
Me aprieta el brazo, me golpea en el hombro; a continuación, me sonríe y dice en voz baja:
—Acabo de ser abuelo. Chis. —Como si aún no lo supiera nadie.
Asiento.
—Claro.
Luego se echa a reír, ve que no está en sus cabales.
—¡Qué tonto soy! —Entonces me abraza fuerte y casi me tira el café por encima—. Era lo que más deseaba en el mundo. Gracias, Stefano, me has hecho realmente feliz.
Veo que Francesca nos mira. Ha seguido la escena, está emocionada; a continuación, lo llama:
—Gabriele, ven aquí, déjalo tranquilo. Pareces un chiquillo.
Luego él se reúne con ella y se abrazan. Gabriele le da un beso en la frente, entonces empiezan a hablar en voz baja, y yo ya no los oigo, pero veo que se ríen. Son felices, son unos abuelos jóvenes, todavía se aman, ninguno de los dos parece tener dudas, ninguna sombra, y mucho menos a otra persona. Se vuelven, me miran y me sonríen. Esbozo yo también una sonrisa. No quiero pensar qué sucedería si dejara a Gin por otra, cómo recordarían esta escena, la verían desde un punto de vista del todo distinto, qué grande sería su decepción: «¿No tenía suficiente con la llegada de Aurora? ¿No habría llenado sus días y su corazón?». «¿Y yo? ¡Incluso ayudé para que volvieran a estar juntos! Es culpa mía. Gin no quería saber nada de él y, en cambio, de alguna manera, yo la convencí. Me he equivocado en todo. Pobre hija mía. No me lo perdonaré nunca».
Imagino que esas podrían ser sus palabras. Tal vez Gabriele todavía sería más duro, no tendría miedo de mí, se creería justificado por el dolor que siente, tal vez me insultaría sabiendo que yo no haría nada. Tiene razón. Todos tienen razón. Y yo soy el primero que no puede perdonarme.
Por la tarde llega mi padre con Kyra. Han traído unas flores, una planta enorme, para ser más exactos.
—Dejadla fuera en la terraza, o dentro de casa, ahora no me acuerdo qué era mejor. Pero crecerá junto a Aurora.
Luego llega Paolo, ha venido con Fabiola, y me dan un regalo envuelto.
—Esperad, entrad y saludáis a Gin.
La han trasladado a la habitación 102. Al llegar a la puerta, llamo.
—¿Se puede?
Abro suavemente, dentro están su tío y su tía.
—Hola, Stefano, pasad, pasad, que nosotros ya nos íbamos.
De modo que hacen el cambio y entran Paolo y Fabiola. Gin sonríe al verlos; está un poco cansada, pero se está recuperando.
—¡Qué alegría que hayáis venido, entrad!
Fabiola le coge el paquete de las manos a Paolo y se lo tiende.
—Te hemos traído esto. Ya verás qué bien te irá.
Gin empieza a desenvolverlo, deja el papel sobre la cama; yo lo recojo, hago una pelota y lo tiro a la papelera, que está llena de papeles de otros regalos. Gin mira sonriendo lo que le han traído.
—¡Qué bonito!
Fabiola se coge del brazo de Paolo y lo aprieta contra sí.
—Es una lámpara musical con forma de luna que gira y proyecta imágenes en la pared. —Fabiola está orgullosa de su regalo—. ¡Será tu salvación! No sé cómo te saldrá Aurora, pero cuando Fabio nació lloraba continuamente, yo estaba exhausta e histérica, Paolo todavía peor que yo, y este carillón era lo único que conseguía calmarlo y hacer que se durmiera. Es como si esta luna giratoria hubiera salvado nuestro matrimonio.
Y, para rubricarlo, le da muy contenta un beso en los labios a Paolo, que sonríe.
Llega algún otro familiar. A Aurora se la han llevado al nido, de modo que los acompaño y la miramos desde detrás de un cristal.
—Es esa, esa de ahí. —Se la señalo.
Un poco más allá, otro padre primerizo hace lo mismo con su bebé. Como no se ve bien el número de la pulsera que lleva en la muñeca, un padre discute con un familiar que no acaba de creerse cuál es su hijo en realidad.
—Es ese…
—Que no, te digo que es ese, después de aquel, es más largo…
De modo que los dejo con su indecisión y regreso con Gin.
—¿Se puede?
Por fin está sola.
—Sí, cariño, qué bien que hayas vuelto, pensaba que te habías marchado…
—¿Bromeas? Toma, tengo algo para ti.
Le paso un pequeño paquete y lo desenvuelve.
—¡Si es precioso! —Es un pequeño colgante con forma de niña en oro blanco, con un diamante y una cadenita. Detrás está grabado el nombre de Aurora—. Gracias. ¿Me lo pones al cuello?
Me acerco y, con delicadeza, consigo pasárselo por debajo del pelo y cerrarlo. Ella se lleva la mano al pecho.
—Soy tan feliz…
—Yo también.
—Ha ido todo bien.
—Sí, has estado estupenda.
—Tú me has cogido de la mano y me has dado valor. Cuando he oído tu voz junto a mí, ya no he tenido miedo. Contigo no puede sucederme nada.
Me sonríe mientras yo me quedo en silencio y también le sonrío. A continuación, casi parece disgustada.
—Últimamente no he estado mucho a tu lado, no he ido a muchas cosas importantes de tu trabajo, incluso a la fiesta final de tu primer programa. ¿Me perdonas?
No sé qué decir. Tengo un nudo en la garganta. Ella sigue sonriéndome.
—Te aseguro que ahora volveré a ser la Gin de siempre. Estaré a tu lado más aún que antes y Aurora estará con nosotros, y no seré de esas mamás miedosas o torpes, me esforzaré al máximo. Y ella nos aportará todavía más luz, no nos quitará nada. Seremos perfectos, como siempre has deseado.
Por un instante, la veo insegura, como si un pensamiento le hubiera cruzado por la mente, pero enseguida recupera la serenidad, nuevamente convencida de todo lo que ha dicho. Y a mí también me gustaría estarlo.
—Cariño, no podías hacer otra cosa. Ahora solo piensa en descansar, así te recuperarás enseguida y volveremos a casa. Lo más importante es que Aurora ha nacido, está bien y es preciosa. —La beso con delicadeza—. Me voy a casa, me daré una ducha y traeré algunas cosas para quedarme a dormir aquí.
—No hace falta, cariño, quédate en casa. Ha ido todo muy bien, no hay ningún problema. Te llamaré si necesito algo, pero la verdad es que espero que no.
Insisto y, al final, consigo convencerla. Luego salgo de la habitación. Voy al piso de arriba, donde se encuentra Aurora con los otros recién nacidos. Cuando llego, en el pasillo ya no hay nadie. Me acerco al cristal. Hay una enfermera que está vigilando a los bebés. Al verme, me reconoce y amablemente coge la cunita de Aurora y me la acerca, dejándola justo debajo del cristal. Le doy las gracias y ella se aleja. Aurora se despierta, mueve las manitas e intenta abrir un poco los ojos, pero no lo consigue. Luego hace unas muecas, como si quisiera intentar llorar o algo la molestara, pero es un instante; vuelve a quedarse tranquila y mueve los labios como si succionara. Es preciosa.
Alguien llama a la puerta de la habitación 102.
—¿Se puede?
—Adelante.
El doctor Valerio Flamini entra en la habitación de Gin.
—¿Cómo se siente? ¿Todo bien? La niña es maravillosa y no tiene ningún problema de ningún tipo. Hemos hecho todos los controles posibles, análisis y otras cosas; no presenta ni una mínima señal de ictericia, está perfecta.
—Bien, me alegro, gracias por todo, doctor.
Valerio Flamini mira a Gin.
—Pero, por desgracia, sabemos que no podemos decir lo mismo de la madre.
Gin le sonríe.
—¿No podría haber desaparecido por un extraño milagro?
—Sí, habría sido estupendo, pero no hay que confiar en los milagros. Contamos con la medicina y tenemos que hacer el mejor uso posible de ella. Se ha avanzado mucho y las técnicas cada vez se perfeccionan más. Por tanto, yo le he hecho caso, he respetado su decisión, pero ahora tenemos que ocuparnos del linfoma. Usted no quería estar estresada y yo no le he dicho nada, pero los últimos análisis y la ecografía que le hemos hecho nos dicen que está a medio camino, ha crecido, no con tanta rapidez como me temía, por fortuna, pero no podemos dejarlo ahí tranquilo. Es el momento de atacarlo con decisión, mediante quimio y radio. Si está usted de acuerdo, a partir de mañana empezará el primer ciclo. La llevará un colega mío, el más experto en este campo, el doctor Dario Milani. Estoy seguro de que, si comenzamos enseguida, conseguiremos derrotarlo en poco tiempo.
Gin cierra los ojos un instante, trata de infundirse ánimos.
—Sí, pero ¿eso significa que no podré darle el pecho a Aurora?
—No, no podrá. Pero es mejor darle leche artificial que seguir esperando. Comprendo la decisión que tomó, pero no puedo en absoluto seguir obviando todo esto. Se encuentra usted en una situación muy grave. Debe hacerlo precisamente por Aurora.
Poco a poco, de los ojos de Gin empiezan a caer las lágrimas. El médico se da cuenta y le pasa una caja de pañuelos que tiene al lado.
—Lo sé, es una faena, pero debe ser positiva, optimista. Su estado de ánimo es fundamental.
Ahora repose, estará cansada. Llámeme si hay cualquier cosa.
El doctor Valerio Flamini sale de la habitación.
En los momentos más diversos, incluso cuando la vida no debería ser más que maravillosa, la gente consigue complicársela. Y yo, como un idiota, he pasado a formar parte de ese grupo. Estoy aquí, delante del cristal, mirando sonriente de la manera más simple y natural, casi atontado, la más mínima peripecia motora de Aurora, fascinado y divertido por esos movimientos, que pronto ya no le pertenecerán. Me recuerda a La metamorfosis de Kafka, una de las pocas lecturas que me gustaron en el colegio. Sé que comparar a mi hija con un escarabajo está del todo fuera de lugar, pero ahora sus dificultades, su total impotencia, han conectado de forma tonta mis sinapsis con ese libro. Tal vez la comparación no sea tan absurda con un pequeño matiz: en realidad, el escarabajo soy yo. Me encuentro apoyado sobre mi espalda, con las piernas y los brazos mirando al techo, sin posibilidad de voltearme, de ser otra vez dueño de mis movimientos. Es como si todo lo que me ha ocurrido últimamente me hubiera dejado varado. Exacto, es como si fuera un ballenato que, habiendo errado las corrientes, acaba en una playa. Me estoy apagando al sol, ridiculizado por algún espectador curioso que no tiene nada mejor que hacer esa mañana. No hay nada peor que haber perdido las riendas de tu propia vida, ir a lomos de un caballo desbocado que no sabes adónde te está llevando, aunque él sí lo sabe y se divierte con tu ignorancia. O estando solo, un día ventoso, en un velero sin timón, a la deriva. No puedes corregir el rumbo y no te queda más que esperar resignado su andadura hacia esas rocas. Pero ¿de verdad no puedo hacer nada más?
—¡Es preciosa! Es la niña más guapa que he visto en mi vida.
Pallina está a mi espalda, me coge por sorpresa, me sonríe y, a continuación, me abraza.
—Pollo estaría loco de alegría por ti y querría ser el padrino fuera como fuese. —La mira con más atención acercándose al cristal—. Y hasta se te parece, ha salido mucho a ti. ¡Lástima, podría haber salido más guapa!
Entonces se echa a reír.
—Estoy bromeando, es un sueño, te volverá loco, te enamorarás de esa mujer como nunca te has enamorado.
Y las palabras que me dice, junto a todas las emociones vividas hasta este momento, hacen que me derrumbe.
—Estoy viendo otra vez a tu amiga.