Tres veces tú

Tres veces tú


Ciento cuarenta y tres

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CIENTO CUARENTA Y TRES

Giorgio, el padre de Stefano, está impaciente, parado en el umbral de su casa.

—Bueno, ¿qué?, ¿se puede saber cuánto te falta? ¡Nos están esperando!

—Sí, sí, ya casi estamos. —Kyra sale del dormitorio del final del pasillo con la niña en la silla de paseo y una bolsa grande en el brazo—. ¡Pero, si me ayudas, acabaremos antes!

Giorgio vuelve atrás, le coge la bolsa del brazo y camina de nuevo deprisa hacia la puerta de entrada. Salen de casa, cierran con llave y van hacia el ascensor. Él pulsa el botón.

—Aún tenemos que llegar hasta allí y vamos con retraso.

—Pero, perdona, ¿adónde quieres que vayan?

—No me gusta que luego Fabiola resople porque llegamos a las tantas. Ya sabes lo estricta que es.

—Bueno, y ¿qué quieres que haga?

Las puertas del ascensor se abren. Kyra entra con el cochecito, Giorgio la sigue, pulsa el botón de la planta baja y espera a que se cierren las puertas. Luego descienden. Dalina se despierta de golpe y empieza a llorar. Kyra le pone el chupete y la niña se calma. Llegan a la planta baja, salen del ascensor, abren la gran puerta del edificio y por fin salen a la calle. El Passat de Giorgio está aparcado allí cerca.

Al cabo de un rato están en casa de Paolo. Entran, saludan y enseguida se sientan a la mesa.

Fabiola ha cocinado algunos platos vegetarianos para Kyra, pasta alla Norma y también un poco de carne y patatas fritas para Giorgio, Paolo y los niños. Comen tranquilamente mientras charlan y, en un determinado momento, Dalina se pone a llorar.

Kyra se levanta.

—Es la hora de la papilla. —Coge una fiambrera de la gran bolsa—. ¿Puedo calentar esto?

—Por supuesto —dice Paolo.

—¡Eh, qué suerte tiene Dalina; ahora se come el puré de arroz, pero luego, durante el día, cuando vuelve a estar hambrienta, siempre tiene comida a su disposición! ¡Y, de verdad, qué comida! —dice Giorgio señalando los pechos de Kyra. Fabiola lo mira con mala cara. Giorgio prosigue—: Paolo, ¿te puedes creer que Dalina es la tía de Fabio, de Vittoria y también de Aurora? ¡Resultará que los sobrinos serán los encargados de darle el sobrecito con dinero a su tía por Navidad! ¿Te lo imaginas? —Y se ríe—. La verdad es que somos una familia extraña, pero muy bonita, ¿eh? ¡Al final siempre se arregla todo! —Y le da una palmada en el hombro.

—Sí, papá.

Realmente es así. Hay gente que siempre consigue simplificar incluso lo imposible.

—¡Cómo tira «Radio Love», ¿eh?! ¡Está consiguiendo unos resultados alucinantes, y a mí me está yendo realmente bien! ¡Y no me lo dicen solo mis amigas! Si sigo así, tendréis que darme un papel más importante.

Dania Valenti baja el sonido del televisor con el mando a distancia.

—Aunque ahora no voy a salir durante una buena temporada…

Renzi sonríe y, a continuación, bebe un poco de cerveza.

—Sí, la serie está funcionando muy bien. Oye, ¿dónde estabas anoche? Intenté telefonearte dos veces, pero no contestabas. Ni siquiera por WhatsApp.

Dania Valenti deja el mando a distancia sobre la mesa.

—Si ya te lo dije, salí con Asia y Gioia. Teníamos mesa en Duke’s para cenar. Tampoco es que me pase el rato mirando el móvil. —Renzi vuelve a beber un trago de Beck’s, que ahora ya no está tan fría. Dania pone las manos sobre las suyas—. ¿Sabes que Riccardo Cresti vino el otro día al plató mientras grabábamos? ¿Lo conoces? Es el director de «Un tuffo al cuore», esa serie sobre Cielo.

—Sí, sé quién es.

—Me dijo que soy increíble.

Renzi bebe un poco más.

—Anoche pasé por Duke’s, pero no os vi.

—Venga ya, tontín, ¿qué haces?, ¿me sigues?

—No, salí para una reunión, era solo para saludarte.

—Bueno, quizá ya nos habíamos ido.

Dania Valenti se levanta del sofá.

—Espérame, voy un segundo al baño. —Y desaparece detrás de la pequeña puerta corredera que está junto al televisor.

Nada más entrar, se saca el móvil del bolsillo de los vaqueros y abre WhatsApp. Le han escrito varias personas, pero al final encuentra lo que más le interesa, el mensaje de Riccardo Cresti:

Anoche estuviste increíble. ¿Nos vemos?

Dania Valenti sonríe. Luego teclea veloz:

¡Claro! ¡Encantada!

Renzi se bebe el último trago de cerveza, se levanta y sale del apartamento. Empieza a bajar la escalera. «No. No os habíais ido ya. Es que no estuvisteis allí». Llega al portal, abre la puerta y cierra a su espalda. Y comienza a caminar en dirección a su coche.

Dania Valenti abre el grifo, deja correr un rato el agua y al final sale del baño. No ve a Renzi.

—Eh, pero ¿dónde estás? ¿Te has escondido en la habitación?

Abre la puerta, pero no hay nadie. Se encoge de hombros. Vuelve a coger el móvil y escribe un mensaje:

Si quieres, quedamos esta noche.

Y se lo envía a Riccardo Cresti.

—Hola, perdone, quería reservar una mesa para esta noche a las nueve.

—Buenos días, por supuesto. ¿A qué nombre?

—Simone Civinini.

—Simone… Disculpe, ¿puede repetirme el apellido?

—Civinini.

—¿Puede decírmelo más despacio, que lo escribiré?

—Soy el presentador de «Lo Squizzone».

—¿Quién?

—Simone Civinini, de «Lo Squizzone».

—Ah, sí. Entonces, Ci… vi… ni… ni… Ya está. Pues está casi todo lleno… Si le va bien, queda una mesa al lado de la cocina.

—Ah, bueno, de acuerdo.

«Es verdad. Me habían dicho que en Cracco la gente reserva incluso con una semana de antelación. Pero por lo menos he encontrado una mesa. Tengo muchas ganas de celebrarlo». Simone Civinini sube a su Audi Q7 y, antes de arrancar, coge el móvil y busca un número en la agenda. A continuación, pulsa la tecla verde. Después de algunos tonos, contesta una voz femenina.

—¿Diga?

—Sí, hola, soy Simone Civinini; llamo para confirmar la cita con el señor Calemi, el director, hoy por la tarde.

—¿El director? Ah, ya, sí. Me ha dejado nota para que le diga que ha tenido que acudir a un compromiso urgente y que tal vez se vean más adelante. Le deseo que pase un buen día. Adiós.

La llamada se corta. Simone Civinini mira su iPhone. «Pero ¿cómo que “tal vez”? ¡Pero si habíamos concertado esta cita hace una semana! ¿Y ni siquiera me avisa? ¿Y ahora? Son las tres de la tarde. Evidentemente, es pronto para ir a cenar a Cracco. Bueno, ahora ya he reservado. Me apetece comer bien».

Daniela está ordenando las últimas camisetas de Vasco que ha sacado de la secadora. Ya ha vaciado las dos maletas y ha vuelto a guardar sus cosas tras regresar del viaje a Génova para visitar el acuario. Han estado muy bien los tres juntos. La verdad es que Sebastiano es increíble. Entonces mira a su hijo.

—Vasco, ¿has terminado de hacer los deberes?

—Solo me falta este ejercicio. —El niño levanta el libro para enseñarle la página.

—Bien, acábalo y luego podrás ir a jugar.

Él baja la cabeza y vuelve a ponerse a escribir. «Cuando hace eso, de perfil se parece muchísimo a su padre». Luego, Daniela oye el tono de aviso de su móvil. Lo coge, toca la pantalla y lee. Es Sebastiano.

¡Hola! ¿Te apetece ir al cine esta noche? Hacen Piuma en el Farnese. Me gustaría verla.

¿Es esa que va de dos chicos de dieciocho años y que ella se queda embarazada?

Sí, dicen que es muy dulce y bonita, y también simpática. Luego ellos salen adelante, viven juntos y son felices. ¿Se nos parecen un poco? ¿Te apetece?

Daniela sonríe. Siempre le inspira mucha ternura.

Está bien. Llamaré a la canguro.

En la via Giovanni Pittalunga hay el tráfico habitual de las seis de la tarde. Transeúntes, gente de color, algún chico montado en un monopatín y mucho ruido. Raffaella camina nerviosa un poco más adelante de Claudio. Dos personas lo saludan y él les corresponde. Inmediatamente después, Ambar, el dueño del minimarket indio, que está parado en la puerta con los brazos cruzados, lo ve.

—Eh, amigo, ¿cómo va?

—Todo bien. ¿Y tú?

—Bien. ¿Viste la Roma? Fuera de juego, ¿eh?

—Qué va, fue todo legal.

—¡Que no! ¡Yo lo vi! ¡Gol no bueno!

—¡Que sí! ¿No viste que la pelota…?

Claudio se dispone a pararse cuando Raffaella se vuelve.

—¿Qué haces? Tenemos que ir al supermercado. ¿Puedes darte prisa? A esta hora ya estará lleno de gente… —Y de nuevo empieza a caminar rápidamente.

—Sí, ya voy. Adiós, Ambar, hasta mañana.

—Adiós.

Ambar se queda en la puerta y lo ve alejarse.

Claudio alcanza a Raffaella.

—Es muy maja la gente aquí, en el Tiburtino, ¿eh? Son muy amables. ¿Has visto a Ambar?, se ha acordado de que soy seguidor de la Roma. En nuestro antiguo barrio nadie se había fijado. En el fondo, aquí tampoco se está tan mal, ¿no?

Raffaella sigue andando. Luego, de repente, se para. Se vuelve. Lo mira.

—Eres un verdadero gilipollas.

Teresa llega y aparca su coche no muy lejos de la puerta del restaurante. Renzi la ve y va a su encuentro. Ella le sonríe. Lleva consigo un maletín de trabajo.

—Hola, ¿cómo estás?

—Bien, ¿y tú?

Se dan dos besos en las mejillas.

—¿Entramos?

—Sí.

Un poco más tarde están sentados a una mesa de Metamorfosi, en la via Giovanni Antonelli. Un camarero les sirve para picar unos bocaditos de pan de varios tipos con algunas salsas. Teresa coge uno y lo prueba.

—Madre mía, está riquísimo.

Renzi la mira.

—Estás muy guapa con el pelo recogido.

—¿Tú crees? Hoy estaba en el juzgado y me lo he recogido por comodidad. Iba tan mal de tiempo que he venido directamente desde allí.

«De modo que no ha pasado primero por casa. No ha vuelto para refrescarse un poco o cambiarse de ropa».

—Tú también estás bien. Solo pareces un poco cansado.

—Sí, tenemos mucho trabajo. Después sucedió todo lo de Gin, y Stefano ha estado ausente durante un tiempo.

—Sí. Qué tragedia. ¿Está mejor?

—Ahora sí. Ha sufrido mucho y ha revolucionado su vida.

—A veces, es el único camino.

Teresa está a punto de coger la botella de vino cuando Renzi se le adelanta; le sonríe y luego le sirve un poco de vermentino.

—Y ¿nosotros cómo podríamos revolucionar la nuestra?

Ella bebe un sorbo y lo mira.

—Pero si ya lo hemos hecho.

—Sí, me equivoqué.

—En realidad, si se deja pasar el tiempo necesario, las cosas se ven un poco distintas de como se veían al principio.

Renzi coge un bocadito y lo prueba. Es realmente sabroso.

—¿Estás intentando decir que has reconsiderado lo que sucedió entre nosotros?

—Lo he redimensionado. Y, de este modo, he comprendido algunos matices que no había tenido en cuenta. ¿Te acuerdas de la historia del ciego?

Él la mira con curiosidad.

—Depende. ¿Cuál?

—Esa de un hombre ciego que está pidiendo limosna.

—No.

—Pues hay un tipo invidente sentado con un cartel en el que pone «SOY CIEGO, AYÚDENME, POR FAVOR», y nadie se para a echarle monedas en su sombrero. Entonces pasa por allí un publicista, se agacha, deja algunas monedas y, a continuación, coge el cartel, le da la vuelta y escribe otra frase.

Poco después vuelve a pasar por allí y ve que el sombrero está lleno de dinero y sonríe.

—Y ¿qué había escrito?

—«HOY ES PRIMAVERA Y YO NO PUEDO VERLA».

Renzi se queda callado.

—Seguía diciendo también que era ciego, pero de otra manera. Y todo cambió.

—Teresa, me gustaría que tú y yo volviéramos a empezar…

Ella come un bocadito de pan y, acto seguido, lo mira fijamente a los ojos.

—Eres una persona especial y he estado muy bien contigo. Luego ocurrió lo que ocurrió y durante muchas semanas lo pasé muy mal. Me sentía inútil, equivocada, incluso desgraciada. Pero al final me sucedió como a ese ciego: vino alguien y cambió el texto. Y a partir de ahí todo fue distinto. Si tú no me hubieras dejado, tal vez nunca lo habría conocido. Lo siento, pero me estoy viendo con alguien y soy muy feliz.

Simone Civinini está sentado a la pequeña mesa de Cracco, al lado de la cocina. El restaurante está lleno. Él acaba de pedir. Coge el móvil y abre WhatsApp.

Hola, tesoro; me han aplazado la reunión que tenía aquí, en Milán, pero he decidido quedarme a cenar en Cracco. Regresaré en cuanto termine, pero no llegaré a Roma hasta pasada la medianoche. Nos vemos entonces.

A continuación, lo envía. Espera a que ella lo vea. Pasan algunos segundos, pero nada. Simone Civinini va al baño a lavarse las manos. Cuando sale, comprueba el teléfono. Aparece el doble check azul, pero no ha contestado. Entonces añade:

Pero ¿estás ahí?

Sin embargo, ese mensaje se queda pendiente, con tan solo un check gris al lado.

Sebastiano y Daniela están sentados en el cine. Acaba de empezar la segunda parte. «Es cierto —piensa ella—, la película es muy bonita y no se hace nada pesada». En un determinado momento, Sebastiano se vuelve y la mira.

—¿Sabes una cosa? Me has dado algo que ni siquiera sabía que me faltaba. Gracias —le dice en voz baja.

A continuación, se vuelve de nuevo hacia la pantalla y sigue viendo la historia de esos dos chicos, Ferro y Cate. Daniela observa su perfil. «Se parece tanto a Vasco… me parece estar viéndolo cuando escribe. Es tan especial… Tal vez le falta algo comparado con la gente que conozco o con la que me he relacionado. Pero, en realidad, sale ganando en muchas otras cosas». Entonces se acerca a su oído.

—Y tú, poco a poco, me llenas la vida… —responde, y le aprieta la mano.

Giovanna acaba de sentarse. Acto seguido, mira a su alrededor. Desde la terraza rodeada de cristal de la última planta del hotel de cinco estrellas Palazzo Manfredi se ve tanto el Coliseo como la cúpula de la basílica de San Pedro. Es una vista que quita el hipo. Algunas personas, discretas y silenciosas, están cenando. Al cabo de unos instantes vuelve a la mesa Mirko Guarini, cuyo nombre artístico es Loks.

—Discúlpame, pero al menos quería saludar al productor y darle las gracias por la cena de esta noche. ¡No suele pasar todos los días que puedas cenar en el Aroma!

—No te preocupes, has hecho muy bien. La próxima vez podrías presentármelo.

—¡Pues claro! ¿Pedimos? Nos invita al menú degustación del chef Giuseppe Di Iorio. Es para celebrar el contrato.

—¡Mmm, estará de muerte!

Dos camareros empiezan a servir las primeras degustaciones.

—¡Madre mía, está todo riquísimo!

Y continúan cenando, hablando de esto y de aquello.

—¡Bueno, has estado increíble en este nuevo concurso musical! Para mí que vas a arrasar.

—Gracias; de hecho, como te decía, he firmado un nuevo contrato y me han pedido que presente otra temporada, y, además, en prime time en Medinews Uno los viernes.

—¡Qué bien! ¿Brindamos?

Poco después, Giovanna Segnato revisa el móvil. Ve los mensajes de Simone Civinini. Decide contestar.

Simone Civinini oye vibrar el teléfono. Lo coge contento porque al fin recibe una respuesta.

Hola, lo siento, pero esta noche estoy ocupada. Quedamos tal vez otro día.

No es exactamente lo que estaba esperando. «¿“Tal vez”? Pero ¿cómo que “tal vez”? ¿Qué les pasa hoy a todos con tanto “tal vez”?».

Bunny la abraza.

—Venga, salgamos a cenar…

—Pero has dicho que estabas cansado; te preparo algo, tampoco tenemos que salir siempre.

—¿Estás segura?

—Claro.

Entonces Pallina oye el sonido de su móvil, se separa de él y lo coge. Lee el mensaje que le acaba de llegar y se lo muestra a Bunny.

—Mira.

Él se acerca y sigue las palabras con los ojos; a continuación, mira a Pallina.

—De modo que van a volver a verse.

—Parece que sí. Qué historia, ¿eh?

—Sí. —Bunny sonríe—. Cuando dos personas se encuentran de esa manera, nunca deberían dejarse. Es muy raro que suceda, que no te quepa ninguna duda.

Pallina lo mira, le han impresionado sus palabras, quién sabe si también hay un bonito plan diseñado para ellos. Por un instante le viene a la cabeza Pollo, luego Gin. Da miedo cómo la vida a veces te vuelve la espalda de repente. Pero no quiere pensar en ello, ahora no. Entonces lo abraza y no dice nada. Mejor dicho, solo una cosa:

—¿Te apetece un buen plato de pasta a la carbonara? Cocino yo.

—¡Sí, me apetece!

Pallina, en realidad, nunca ha sabido hacer ni siquiera un huevo frito. Y eso Bunny lo sabe.

—Pero me gustaría echarte una mano…

—Bueno, si tantas ganas tienes…

Y sonríen. Amor es hacer que al otro no le pese su total falta de destreza.

El padre Andrea está guardando las últimas cosas después de haber celebrado la misa de la mañana cuando ve unas rosas blancas en la esquina e inevitablemente le viene Gin a la cabeza y la conversación que mantuvieron la última vez que fue a verla al hospital.

—¡Padre Andrea! Qué bonita sorpresa…

La habitación es muy luminosa y acogedora. Le sonríe mientras se le acerca.

—Tenía ganas de venir a saludarte…

Ve la cuna de Aurora, echa un vistazo al interior. La niña está durmiendo. Es preciosa. Luego agarra una silla, se sienta al lado de la cama de Gin y le coge la mano.

—Escucharé con mucho gusto cualquier cosa que quieras decirme. O podemos estar callados, como prefieras… Si te apetece, podemos rezar.

Gin mira por la ventana.

—¿Has visto qué jardín más bonito hay aquí abajo? Las rosas son magníficas.

—Sí. Y además hace un día precioso.

—Pensaba en ese libro, El principito. ¿Lo has leído?

—Sí, es una bonita historia.

—¿Recuerdas cuando él se encuentra al zorro y él le dice que el tiempo que ha perdido por su rosa es lo que la convierte en algo tan importante, que es responsable para siempre de lo que ha domesticado y, por tanto, es responsable de su rosa?

El padre Andrea la mira y le aprieta un poco más fuerte la mano.

—Pues yo he tenido suerte. He tenido dos rosas en mi vida: Step y Aurora. Me he dedicado a ellos y ellos me han hecho feliz. Y precisamente por eso soy responsable de sus vidas.

Gin se vuelve y mira al padre Andrea a los ojos.

—De modo que velaré por ellos cada instante. Y tú puedes ayudarme.

—¿Cómo?

—Asegurándote de que en su vida siempre hagan lo necesario para ser realmente felices.

Intentando estar a su lado, aunque sea a distancia. Y, si notas que algo no va bien, podrías hablar con ellos, como hiciste aquella noche con nosotros antes de la boda.

El padre Andrea permanece callado.

—¿Me lo prometes?

—Está bien.

—Y, si vieras que Step está mal a causa de mi muerte, dile que él es mi rosa y que debe estar tranquilo, yo estaré siempre con él. Al igual que estaré siempre con Aurora.

A continuación, Gin se vuelve otra vez hacia la ventana.

—Una vez leí una frase preciosa: «La vida es como una bicicleta, para mantener el equilibrio es necesario pedalear hacia delante». La dijo Einstein. Pues bien, padre Andrea, cuando los veas en baja forma, diles eso.

El sacerdote se conmueve, pero intenta sonreír.

—¿Ahora querrías confesarme?

—Está bien.

De modo que el padre Andrea escucha a Gin y, al cabo de unos minutos, hacen la señal de la cruz.

—Ahora tienes que perdonarme, pero me ha entrado sueño.

—Por supuesto, tranquila.

Gin cierra los ojos. El padre Andrea se queda mirándola. En silencio, levanta la mano derecha y la bendice. A continuación, se levanta, deja la silla donde estaba con cuidado de no hacer ruido, echa una última mirada a Aurora y sale de la habitación.

«Sí, una chica tan guapa y generosa…, sé que Tú has hecho que la conozca para enseñarme algo. Pero en este momento lo único que logro entender es que la echo de menos».

Eleonora coge el gran álbum encuadernado en piel de color marfil de la repisa de la librería del salón. Luego llama a Marcantonio:

—¿Has acabado?

—Sí, ya voy. —Marcantonio llega con una bandeja en la que lleva dos infusiones, azúcar moreno y unas galletas—. Ya estoy aquí.

Se sientan los dos en el gran sofá blanco. Y entonces Eleonora empieza a hojear el álbum. Van pasando una tras otra todas las imágenes de su boda. La iglesia, la ceremonia, el cura, el momento en que les lanzaron arroz y pequeños trocitos de papel en los cuales habían escrito frases de amor famosas, a continuación el jardín de la villa para hacer las fotos oficiales y, más tarde, la piscina con todos los invitados en traje de baño, novios incluidos, dentro del agua.

Su recepción nupcial fue así, una gran fiesta informal con la posibilidad de darse un baño y estar relajados mientras nadaban. En una foto también se ve a Stefano Mancini levantando una copa y brindando en dirección al objetivo.

Pero no sonríe. Luego la cena, el bufet, los músicos y los regalitos para los invitados.

—Fue bonita, ¿verdad?

—Muchísimo.

—Solo faltaba ella…

—Solo falta en las fotos. Lo sabes: estaba y está.

—Sí.

Marcantonio abraza a Eleonora.

—¿Nos tomamos la infusión?

—Claro.

—¿Sabes una cosa? Tenemos que comprar otro álbum.

—¿Por qué? ¿Vamos a volver a casarnos?

—¡No, tonto! ¿Uno de esos con ositos o florecitas? No sé…

Marcantonio le da un sorbo a su infusión. Luego la mira con más atención. Eleonora pone una cara graciosa.

—¿Querrás o no hacerle muchas fotos a tu hijo?

Él para de beber, deja la taza sobre la mesa y vuelve a mirarla.

—¿De verdad?

—¡Sí!

Y se besan con alegría, felices y sorprendidos.

Entonces Eleonora se aparta y le hace un gesto con la mano para que se detenga.

—Pero tienes que prometerme una cosa importante.

—¿El qué?

—Que, si es niña, se llamará Ginevra.

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