Todo lo que debe saber sobre el Antiguo Egipto

Todo lo que debe saber sobre el Antiguo Egipto


La IV Dinastía y la Edad Dorada de Egipto

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LA IV DINASTÍA Y LA EDAD DORADA DE EGIPTO

Snofru

La egiptología nos dice que Snofru ocupa el trono de Egipto sobre el año 2520 a. C., y durante cincuenta años regiría con maestría el futuro de su nación. Se le suele atribuir el título de mayor constructor de Egipto, y este hecho viene dado por un motivo en especial: la estabilidad y la paz que estaba afirmada en el mundo antiguo. Será recordado durante cientos de años como «rey bienhechor de los Dos Países», y durante el Imperio Medio gran cantidad de santuarios celebrarán ritos en su honor. Con todo, debemos hacernos eco del dicho que afirma que los reinados felices carecen de historia y, desde luego, esta no parece ser la excepción. Su reinado es muy confuso, así que casi tan sólo se le puede admirar por su increíble capacidad para construir. Lo que sabemos de él nos viene dado de extractos que se localizan en diversos lugares. Por ejemplo, en el santuario funerario que construyó en Dashur hizo grabar una lista que enumeraba todos los territorios en los que ejercía su poder mediante hermosas damas que llevan curiosos nombres, como ‘La nodriza de Snofru’ o ‘Las sandalias de Snofru’. Sabemos que confirió gran importancia al papel del visir; de hecho es cuando comienza a verse a este personaje en las representaciones. De su actividad militar tan sólo conocemos algunas intervenciones en Nubia y Libia. Tuvo que acudir también a las minas del Sinaí, lugar donde se sucedían los alborotos de los beduinos desde siempre. De estas campañas conocemos algunas imágenes del rey aplastando y pisoteando a sus enemigos. Lo que sí hubo fueron numerosas expediciones, ya que su actividad no sólo se limitó a las pirámides, sino que levantó santuarios y construyó numerosos barcos y fortalezas. Sabemos que los talleres reales estaban en un continuo frenesí, y que para ello se necesitaban grandes cantidades de materia prima, lo cual también implica una saneada economía. Para este evento, Snofru vinculó Nubia con Egipto y explotó los recursos naturales como el oro. Las expediciones que se llevaron a cabo en los años de Snofru debieron ser increíblemente fructíferas y, como ejemplo de ello, podemos decir que en tan sólo un año se llevaron a cabo cuarenta cargamentos de madera de cedro del Líbano, importado seguramente desde el puerto de Bibblos. Del lujo y las comodidades de las que disfrutaron los pudientes de este reinado nos da testigo el ajuar funerario de su esposa Hetepheres, en Gizeh, cuyo descubrimiento, como casi siempre, fue un auténtico accidente.

Estela con el nombre de Snofru. Museo de El Cairo, Egipto.

Fotografía de Nacho Ares.

Durante este período, la IV Dinastía, se realza sobre otros el nombre de Hetepheres. El origen de esta reina, como hemos dicho, se remonta a la casa de Huni, y su nombre dará forma a las reinas más importantes de este momento, ya que su hija, Hetepheres II, fue esposa de Djedefre y madre de Merisanj III; mientras que Hetepheres III sería la esposa de Menkaure. Tuvo más hijos con Snofru, que serían: Meritates, Netjerapef, Ranefer, Kanefer, Anjaf, Hetepheres, Iynefer, Rahotep, Nefermaat, Nefernesu y Neferjau. En estos momentos en los que arranca la IV Dinastía, las reinas consortes adquieren una nueva importancia con la aparición del título ‘Mano del dios’, el cual, como su nombre indica, está ligado al acto de masturbación que tuvo Atum, el creador. No debemos dejarnos engañar por este nombre, pues no se vincula a ningún acto sexual, sino que más bien provocó la aparición de una diosa conocida como Nebet-Hepet, ‘La señora de la satisfacción’. En este título se recrea la necesidad que las esposas reales tenían de demostrar el derecho propio que les concedía el ser ‘Madre del rey’, aunque muchos egiptólogos tienen sus dudas al respecto de su significado[31]. La reina Hetepheres, como hija de rey y esposa de rey, llevó el título de ‘Aquella que une al Señor de las Dos Diosas’, titulatura que traspasaría a su hija Meritates, la futura esposa de Jufu. Su presencia viene determinada, sobre todo, por su nombre hallado en el mobiliario funerario de su hipogeo en Gizeh. Aquí no sólo vemos cómo porta el título de Madre del Rey, sino que lleva una curiosa titulatura que se refiere a la reina como ‘Hija del dios’. Es precisamente de este título de donde se deduce que fue hija de Huni. Hetepheres protagonizó una auténtica aventura repleta de intriga y emoción. El hallazgo de su morada para la eternidad fue uno de esos maravillosos descubrimientos casuales que se suelen dar en Egipto de vez en cuando. Debemos remontarnos al año 1925, cuando el equipo del norteamericano George Andrew Reisner trabajaba en la meseta de Gizeh. El fotógrafo de la expedición se dispuso a tomar unas instantáneas de la Gran Pirámide y las pirámides satélites del monumento, cuando una de las patas del trípode hizo un pequeño agujero en lo que en un primer momento parecía suelo rocoso, que finalmente terminó siendo una capa de yeso que sellaba una galería. En cuestión de minutos, un grupo de obreros comenzó las labores de desescombro del pozo funerario, que estaba repleto de cascotes. Todo indicaba que se trataba de un hipogeo intacto, y todavía flotaba en el aire la emoción del descubrimiento del faraón Tut-Anj-Amón. Cuando Reisner penetró en la cámara funeraria, brillaba el oro por doquier, montones de abalorios y encajes de la madera podrida que conformaba el ajuar funerario. Fue precisamente en uno de estos muebles donde se pudo leer el nombre de la propietaria, la reina Hetepheres. Creyeron haber hallado la morada para la eternidad inviolada más antigua de Egipto, pero el sarcófago de alabastro labrado escondía un terrible secreto. Y es que, a pesar de que estaba sellado, también estaba vacío. Tras un minucioso estudio, Reisner llegó a una conclusión que, después de todos estos años, no ha sido aceptada por la totalidad de la comunidad egiptológica. Y es que el americano concluyó que aquella era la segunda sepultura de la reina. Sin duda, su hipogeo primigenio, en Dashur, había sido violado bajo el reinado de su hijo Jufu. Entonces, este decidió construir una segunda morada junto a su pirámide y ordenó trasladar todo el ajuar funerario y el sarcófago. No obstante, los sacerdotes decidieron no decir nada al rey de la ausencia de la momia, temiendo un severo castigo. Así pues, volvieron a sellar el sarcófago, trasladaron los enseres y sellaron la entrada a la espera de que en un futuro lejano un fotógrafo decidiese plantar su trípode justo a la entrada del hipogeo. En contrapartida a esta teoría, se baraja otra posibilidad igual de atractiva, y es que en realidad esto no sería otra cosa sino un cenotafio, una segunda morada para la eternidad, imitando las costumbres adoptadas por los reyes tinitas. No son pocos los egiptólogos que afirman que dicha costumbre no se limitó sólo a los reyes de las dos primeras dinastías, que se habían hecho construir una mastaba en Abydos y otra en Saqqara, sino que el rey Netherijet incluso tenía dos en el mismo recinto funerario de la Pirámide Escalonada, y que Snofru tenía dos pirámides también en Dashur. Haciendo uso de las deducciones de varios egiptólogos, sobre todo españoles, como bien comentan los egiptólogos Nacho Ares o José Miguel Parra Ortiz, sería un error imperdonable pensar que el rey del Alto y del Bajo Egipto se habría conformado con la palabra dada de sus sacerdotes e hiciese caso omiso de presenciar él mismo in situ los daños perpetrados por los profanadores. Habría sido imposible esconder la momia de la difunta reina Hetepheres, teniendo en cuenta que no se conocía en Dashur ninguna otra morada para la eternidad dispuesta para esta reina. Ni en Dashur ni en otro lugar de Egipto. No cabe duda de que el reinado de Snofru sería recordado como años de gloria y, para que así figurase, en los días de la XI y XII dinastías se dejaría constancia de un hecho curioso. Este inquietante momento nos viene de boca de un hombre muy poderoso, llamado Neferti, que supuestamente habría sido coetáneo del buen Snofru. Este texto, conocido como Las profecías de Neferti, describe los hechos acontecidos durante el I Período Intermedio y la llegada del primer rey de la XII Dinastía, Amenemhat I.

Otro gran momento, que recoge cierta similitud con un pasaje bíblico, es un texto que se conoce como La maravilla que ocurrió en tiempos del rey Snofru, que nos narra la tristeza que invadía al rey cierto día. Vagando en su palacio, hizo llamar a su escriba y le ordenó buscar una solución para que su felicidad fuese manifiesta. Este le sugirió un paseo por el lago a bordo de un precioso bote que sería dirigido por las damas más hermosas de su harén, según nos cuenta el Papiro Westcar. Mientras Snofru disfrutaba de su paseo, a una de las damas, la que marcaba el ritmo de las remeras, se le cayó una joya en el lago. A pesar de que el rey le ofreció una nueva joya, la muchacha la rechazó alegando que tenía un gran apego por aquella que había perdido. El rey llamó a su mago y este, para recuperar la joya perdida, abrió las aguas del lago mediante un encantamiento. Una vez se hubo recuperado la joya, las aguas volvieron a juntarse, la muchacha volvió a marcar el ritmo a las remeras y Snofru pudo continuar disfrutando de su paseo en barca.

Pero lo que más nos debe impresionar del reinado de Snofru no son sus historias sino sus pirámides, que veremos en el capítulo dedicado por entero a la construcción de las grandes pirámides.

Jufu

Egipto, sin duda alguna, es un lugar tan mágico como misterioso. Así pues, no nos debe resultar increíble que apenas si sepamos algo del hombre que levantó el monumento más grandioso del mundo, la Gran Pirámide. La historia que rodea esta enigmática construcción es casi tan compleja como intentar desentrañar los misterios que todavía encierra en sus más de dos millones trescientos mil bloques en un compendio de más de doscientas diez hiladas de piedra. El personaje de Jufu, también conocido como Kéops o Quéope, está rodeado de uno de los más oscuros velos que hemos visto hasta ahora. Para muestra, un botón: hasta ahora siempre habíamos creído que Jufu había reinado durante veintitrés años. Sin embargo, hace unos años apareció un grafito que nos narra un hecho que derrumba un montón de hipótesis, pues refleja el decimotercer recuento del ganado, hecho que tenía lugar cada dos años, por lo que deberemos concretar que, al menos, Jufu reinó durante veintisiete años. Con esta nueva datación, no sólo deberíamos tal vez corregir las fechas de reinado de muchos de sus sucesores, sino que la cifra de hombres que trabajaron en la construcción del monumento sería mucho menor. Pero no adelantemos acontecimientos.

El nombre de Jufu sería originalmente Jnum-Jufu, y se suele traducir como ‘Que el dios [Jnum] me proteja’, y sabemos que era un estudioso de su pueblo y sus raíces. Fue un apasionado de la teología egipcia y se dice que a él debemos la reconstrucción de un santuario datado en la época de los ‘Descendientes de Horus’, los famosos Shemsu Hor. Este santuario no es otro sino el enigmático Santuario de Dendera[32]. Para intentar descubrir a este hombre grandioso, debemos sujetarnos por fuerza a dos vertientes, ambas diferentes pero que finalmente nos vienen a demostrar un hecho definitivo: que Jufu realizó en la estructura estatal una reforma en la que derogó ciertos privilegios de la clase sacerdotal, que seguramente por aquellos días asomaba ya con cierto peligro para la corona real, aunque es cierto que ninguna de estas dos vertientes nos aclara si fue Jufu el constructor del este maravilloso monumento denominado la Gran Pirámide.

Diremos que los textos legados por los antiguos egipcios, los pocos que han llegado hasta nosotros, lo definen como ‘Gran dios’. De él sólo nos ha llegado una estatua y tampoco es muy seguro que lo represente realmente. Fue hallada por Flinders Petrie en Abydos, en el santuario dedicado al dios Jentamentiu. Se dice que Jufu tomó muy en serio su deber como constructor, y por ello, según citan algunas fuentes, él mismo recorrió las antiguas pirámides, buscando la forma de mejorar la construcción. De este hecho viene derivada su leyenda como buscador del número exacto de las cámaras del dios Thot, una leyenda egipcia relacionada con la sabiduría y que denota al número cinco como un elemento mágico, tal y como aparece reflejado en el propio Papiro Westcar, y que no es sino una continuación de La maravilla que ocurrió en tiempos del rey Snofru. El relato nos habla de Djedi, un poderoso mago capaz de volver a colocar la cabeza de un animal que ha sido decapitado. Lo realmente importante de este relato es que habla de una mujer llamada Reddjedet, que alumbrará a los tres primeros reyes de la V Dinastía.

Entonces, Su Majestad el rey Jufu, justificado sea, dijo: ¿Y qué hay en cuanto al rumor de que tú conoces los altares de las cámaras secretas del santuario de Thot? A lo que dijo Djedi: Por tu piedad, mi soberano y señor, pero yo no he visto los altares, aunque sé donde se encuentran. Y dijo Su Majestad: ¿Dónde están? A lo que Djedi respondió: En un corredor de la cámara que llaman el Almacén de Iunu. En ese corredor están. Dijo entonces Su Majestad: ¡Pronto, traédmelos! Pero Djedi objetó: Mi soberano y señor, vida, prosperidad y salud, eso no puedo hacerlo yo. Y preguntó Su Majestad: Pues, ¿quién puede? Y respondió Djedi: Será el mayor de los tres hijos que están en el vientre de la dama Reddjedet. Él os lo traerá. Dijo Su Majestad: Y eso me complacerá, pero en cuanto a lo que has dicho, ¿quién es esa Reddjedet? Y Djedi respondió: Es la esposa de un sacerdote wab del santuario de Re, en la ciudad de Sajebu, y ella dará a luz a tres hijos de Re, señor de Sajebu, quienes ejercerán su magisterio sobre todo el país. Y el mayor de ellos será el Mayor[33] de los videntes de Heliópolis.

Si tomamos el curso que nos ofrece la otra vertiente histórica, este hombre deja mucho que desear a nuestra imaginación del fastuoso Egipto faraónico. El culpable, Heródoto. En realidad, este es el único hombre que menciona a Jufu y la Gran Pirámide, sin bien para llegar a realizar semejante proeza sumió a su país en un caos jamás visto ni antes ni después. Lo que sí está claro es que en el período en el que Heródoto visita Egipto, hacia el año 400 a. C., Egipto vivía días difíciles en los que germinó una especie de literatura antifaraónica, y el hecho es que lo que aquel país ofrecía a este viajero griego chocaba frontalmente contra todo su conocimiento. No sólo en la religión sino en casi todos los aspectos de la vida cotidiana. A Heródoto debemos la idea del ir y venir de cientos de miles de esclavos martirizados en una mísera vida de arrastrar bloques de piedra bajo los chasquidos de los látigos. En su mente jamás tendría cabida un espíritu multitudinario unido en un proyecto común, no podía ser de ninguna manera una obra hecha por hombres libres, sino por esclavos. En su forma de ver la vida, en la que el hombre tenía el poder de asesinar a su esposa si ella le era infiel, no veía factible la idea de que incluso ella pudiese llevar a su cónyuge ante la justicia si el caso era el contrario. De estas mentes, sin culpa de ser hijas de su tiempo, nacen la mayoría de los mitos que colocan a Egipto como un país bárbaro. La prueba más factible está, por otro lado, en su gran obra Historias II, en que nos representa a Jufu de la siguiente forma:

Hasta el reinado de Rampsinito hubo en Egipto, al decir de los sacerdotes, una estricta legalidad y el país gozó de gran prosperidad, pero Kéops, que reinó tras él, sumió a sus habitantes en una completa miseria. Primeramente cerró todos los santuarios, impidiéndoles ofrecer sacrificios y, luego, ordenó a todos los egipcios que trabajasen para él. En este sentido a unos les encomendó la tarea de arrastrar bloques de piedra desde las canteras existentes en la cordillera arábiga hasta el Nilo, y a otros les ordenó hacerse cargo de los bloques una vez transportados en embarcaciones a la otra orilla del río.

Como el lector habrá comprobado, el tal Rampsinito no sería otro sino Snofru. La referencia que Heródoto hace de Jufu no se limita tan sólo a lo que, a todas luces, reflejaría un acto normal hasta cierto punto de cómo debieron trabajar los antiguos egipcios para construir la Gran Pirámide. Sin embargo, el viajero griego continúa en su relato:

Kéops llegó a tal grado de maldad que, viéndose falto de dinero, colocó a su propia hija en un burdel y le ordenó que se hiciese con una determinada cantidad (los sacerdotes no me dijeron exactamente cuál). Ella, entonces, se hizo con la suma que le había fijado su padre y, además, resolvió dejar por su propia cuenta un monumento conmemorativo suyo; así a todo el que la visitaba le pedía que le regalara un bloque de piedra. Y los sacerdotes aseguraban que con esos bloques de piedra se construyó, delante de la gran pirámide, la que se alza en medio de las otras tres.

Este magnífico pasaje, en su tomo II, 124, 1-4 nos refleja dos detalles al menos más que curiosos. Resulta harto increíble que el rey Jufu anduviese falto de dinero, que decidiese colocar a su hija en un prostíbulo de Menfis y, como colofón, que ella misma se construyese su morada para la eternidad cobrando en especias sus servicios corporales… Si esto fue lo que los sacerdotes relataron a Heródoto, no resultará difícil imaginarnos a ese grupo de hombres partiéndose de risa una vez que el viajero griego hubo abandonado el santuario. Algunos egiptólogos señalan la posibilidad de que la casta sacerdotal sintiese todavía un odio acérrimo hacia la persona de aquel hombre, puesto que habría recortado en gran medida el poder de los sacerdotes. En efecto, con el reinado de Jufu, Egipto alcanzó el punto álgido de poder, y esto fue derogando los privilegios que rodeaban la figura real, pues todo lo que comprendía la figura de un faraón tendía a colocarlo como único personaje. Por eso Jufu reforzó a la figura del visir, colocándolo como segundo personaje más importante después del rey, aunque la novedad consistía realmente en separarlo de la jerarquía administrativa. Creó pues un cargo de confianza que ocupó su hijo, uno que estaba apartado de la línea sucesoria. De esa misma forma, desechó los poderes que los sacerdotes tenían y puso como máximos mandatarios a sus familiares. Sabemos de Jufu que al menos tuvo cuatro esposas. Dos principales, de las cuales tenemos referencias certeras de que fueron reinas: Meritates y Henutsen. De la primera, su nombre fue hallado en la estela que compone una falsa puerta, y en ella se alude a Meritates como madre de la princesa Hetepheres II y el príncipe Kawab. El nombre de Henutsen nos viene dado a través de una estela que hoy día es conocida como «La estela del inventario», que se halló en el templo de Isis[34], construido junto a una de las pirámides satélites que custodian la Gran Pirámide. De las otras dos esposas no sabemos a ciencia cierta su nombre. Lo que sí sabemos es que tuvo bastantes hijos: Neferiabet, Kawab, Hetepheres II, Djedefre, Hordjedef, Jafre, Minjaf, Babaef, Meritates II, Ajethotep, Baufre, Jufujaef, Nefertjau, Merisanj II y Horbaef. Sabemos también que uno de sus sobrinos, Hemiunu, ocupó un importante cargo, pues era príncipe, visir y fue jefe de las obras del rey. Gracias a las mastabas de los nobles de la IV Dinastía que vivieron bajo su reinado hemos recompuesto algunos trozos de su historia. Algunas de estas moradas para la eternidad pertenecen a sus familiares, no obstante, hay un detalle que trae de cabeza a los egiptólogos. ¿Por qué en ninguna de ellas se menciona a Jufu como el constructor de la Gran Pirámide? Y es cierto. No existe ni un solo dato que nos indique tal hecho. La única mención nos la da Heródoto. No obstante, sí existen ciertos textos que nos conducen hasta su constructor, y están en el interior de la Gran Pirámide. Estos textos, que no son sino un cartucho con el nombre de Jufu escrito en su interior y unas marcas de cantería, fueron descubiertas por Howard Vyse en el año 1837 y, aunque todavía están dando coletazos aquellos que afirman que son falsas, se podría decir que está sumamente aceptado que fueron hechas por los mismos artesanos que colocaron los bloques de la pirámide. Estos caracteres jeroglíficos realizados en tinta roja también mencionaban un par de las cuadrillas que transportaron los sillares. Una de ellas se llamaba Los amigos de Jufu. La verdad es que todo lo que comprende a este hombre, y sobre todo el monumento que se le atribuye, es un verdadero misterio, maravilloso, pero misterio.

Sabemos que su culto, al menos, duró veinticinco siglos. No obstante, todavía hoy se pueden leer libros en los que se intenta dilapidar su memoria de este hombre y, curiosamente, se suele utilizar como excusa el hecho de que sólo se conserve una pequeña estatuilla suya. Hay muchos egiptólogos que opinan que Jufu inició una política que imitaron sus sucesores, la de construir pirámides a gran escala, que terminó por agotar los recursos del estado, lo cual acabaría provocando la caída de la monarquía. No obstante, hay pruebas que evidencian que estos hechos se produjeron por otros motivos. Sin embargo, no debemos obviar un magnífico descubrimiento a los pies de la Gran Pirámide, que a un sector de la egiptología le ayudó a comprender con un poco más de claridad la obra de Jufu y lo que representó para su pueblo y para su país. Para otros egiptólogos, el problema no está ni mucho menos resuelto. En 1984, el egiptólogo Mark Lehner comenzó a cartografiar la meseta de Gizeh con toda la nueva tecnología que esa época podía permitirle utilizar. Aparatos de medida de última generación, infrarrojos para tomar distancias y los mejores ordenadores del momento. En 1991 comenzaron la excavación sobre una antigua muralla de la cual sólo se veía la parte superior. Así fue como el equipo de Lehner descubrió una pared de grandes dimensiones, que superaba los diez metros de altura al sur del complejo de la Gran Pirámide. Lo que hizo que el arqueólogo americano se pusiera manos a la obra fue el hallazgo de una enorme puerta de siete metros de altura. Utilizando una cierta lógica, el equipo de expertos dedujo que nadie habría realizado semejante muralla, que se extendía de sureste a noroeste, si no hubiera un motivo más que justificado para ello. Así fue como salió a la luz el poblado que había albergado a los constructores de la Gran Pirámide. Se descubrieron varias panaderías de grandes dimensiones, con sus paredes y subestancias que corrían en todas direcciones, y las vasijas con forma de campana, las mismas que hay pintadas en numerosas tumbas egipcias. Junto a las panaderías se hallaron también una serie de rectángulos elevados muy bien conservados, que estaban revestidos de argamasa pulida. En el suelo de esta zona se encontraron numerosos restos de espinas de pescado y huesos de aves. Ante los ojos de los hombres del siglo XX emergían los diarios de los maestros panaderos y cocineros, que poco a poco iban mostrando cómo era el día a día en un lugar que podría haber albergado en su interior a los veinte mil hombres que, a día de hoy, se estiman necesarios para la construcción de una pirámide. Los resultados que han salido a la luz nos desvelan que este poblado de los constructores del ‘Horizonte de Jufu’ debió de ser una gran urbe en el año 2470 a. C., donde no sólo habría estos panaderos o cocineros, sino que el gran gremio de la artesanía, carpinteros, escayolistas, arquitectos, dibujantes, albañiles, canteros, capataces, carniceros, transportistas, navegantes y, en resumen, todas las profesiones imaginables, tuvieron cabida en su infraestructura.

Pero aquella década de los noventa tenía reservadas más aventuras para los arqueólogos que trabajaban en las necrópolis de Gizeh. A mediados de 1990, una turista americana realizó, sin querer, otro increíble descubrimiento cuando las patas de su caballo se hundieron fortuitamente bajo la arena del desierto. En realidad, se trataba de un hoyo situado entre unos muros de ladrillos de adobe. Pronto entró en escena Zahi Hawass, que en aquellos días era el director de las pirámides de Gizeh, y se constató que aquel hoyo era en realidad una mastaba. Era la entrada a la tumba, una cámara con una pequeña bóveda con una serie de puertas falsas. En las jambas de una de estas puertas estaba escrito el nombre y títulos de su propietario, Ptahshepsu, así como el de su esposa e hijos. A uno de los lados de esta tumba se abría un extenso patio, donde se hallaron restos de piedras de varios tipos, desde la roca caliza hasta la diorita. En las proximidades de la mastaba de Ptahshepsu se abrían otros hoyos de idénticas características. El hallazgo no podía ser más sorprendente: se trataba del cementerio de los obreros de la necrópolis de Gizeh, tanto de las pirámides como de los santuarios adyacentes, que se fueron construyendo a lo largo de la IV Dinastía.

El motivo de que se hallaran tantos restos de piedras tan diversas era que estos obreros habían construido sus mastabas con los desechos de las obras, o tal vez no tan desechos. Lo único cierto para el Centro Americano de Investigaciones en Egipto era que en una misma década quedaban contestados los grandes enigmas de la egiptología: quiénes habían construido la Gran Pirámide, cómo habían vivido y cómo habían muerto.

No obstante, estudios realizados por diversos expertos han demostrado que las panaderías halladas por Lehner no podrían haber alimentado a más de cien personas cada una, lo que nos revela un claro problema, ya que la dieta fundamental del egipcio era pan y cerveza. El pescado y las aves es muy probable que estuviesen destinados a los capataces y personajes de rango. Los simples obreros, como mucho, tendrían derecho a una ración de verduras, cebollas o apios. Un nuevo problema añadido sería la datación de estas tumbas halladas en Gizeh. Gracias a miles de fragmentos de cerámica, así como los diversos textos escritos en las tumbas que citan a los reyes a quienes sirvieron sus propietarios, sabemos que el tiempo de utilización de esta necrópolis se estima entre el inicio del reinado de Jufu y el último rey de la V Dinastía, Unas. Sin embargo, para el egiptólogo Nacho Ares el problema es mucho más profundo, ya que desde Menkaure hasta Unas transcurren unos ciento cincuenta años en los cuales no se construye ninguna pirámide en Gizeh, ya que la necrópolis real se había trasladado a Saqqara. Así pues, es imposible que todos los obreros aquí enterrados trabajasen en la construcción de las pirámides, sino que una gran parte de ellos trabajaría en las mastabas que los altos dignatarios y príncipes se hicieron construir a los pies de la Esfinge. Afortunadamente, los misterios de Egipto están muy lejos de ser desvelados y, como antes mencionábamos, nos costará mucho poder llegar a desvelar siquiera la mitad de lo que las arenas ocultan con tanto recelo. Como colofón a esta historia, podemos citar, aunque sea brevemente, una hermosísima mastaba situada en Gizeh, que lleva como número de catálogo G 7101 y que está al este de la Pirámide de la reina Hetepheres. Su propietario se llamaba Merynefer, aunque es más conocido por el nombre de Qar. Lo que realmente une esta historia con Merynefer es que este vivió en la VI Dinastía durante el reinado de Pepi II y que llevó el título de ‘Inspector de la Pirámide de Pepi I’ y ‘Supervisor de las ciudades de Jufu y Menkaure’. Este hecho viene interpretado como que el nombre de la ciudad realmente hace referencia al culto de los templos funerarios que se realizaban diariamente.

Djedefre

La muerte terminó por visitar a este gran rey, Jufu, artífice de la mayor obra que el hombre ha construido jamás, y un hijo suyo le sucedió. Su nombre era Djedefre. Nos encontramos con uno de los hombres más desconocidos del Imperio Antiguo. Es polémico por varios motivos, siendo el más importante su asimilación directa como ‘Hijo de Re’. Está rodeado de cierta leyenda negra, que lo colocaría como un usurpador que habría llegado al trono tras asesinar a su hermanastro Kawab, el posible sucesor de Jufu. No obstante los pozos de las Barcas Solares halladas al pie de la Gran Pirámide demuestran lo contrario. Reisner halló varios objetos con su nombre; presidió los funerales de su padre y los reyes que le sucedieron no interrumpieron su culto funerario. Además, en una de las minas de oro en Nubia se halló una estela que contiene dos nombres, Jufu y Djedefre. También en Zawyet el-Aryan se descubrieron varias estatuas suyas, así como la primera representación conocida de una esfinge.

Así pues, debemos decir que el Papiro de Turín le otorga un reinado de ocho años, pero sin embargo, otras pruebas nos indican que incluso pudieron ser once. Sabemos que era hijo de Jufu y de una esposa menor, posiblemente de origen libio, y que seguramente fue el fruto de un matrimonio concertado, una especie de tratado de paz para frenar las contiendas que los egipcios tenían con estos continuos enemigos del reino. Poco más sabemos de él. Conocemos el nombre de dos de sus esposas, Hetepheres II y una hermanastra llamada Jent-Tenka.

Su reinado podría considerarse como un torbellino de oscuras acciones, siendo la más misteriosa la ubicación de su pirámide, que levantó a ocho kilómetros de Gizeh, en Abú Roash. Todavía hoy es motivo de discusión y polémica. Un complejo totalmente en ruinas que tal vez ni siquiera nunca fue finalizado[35].

Estatua del rey Jafre. Museo de El Cairo, Egipto.

Fotografía de Nacho Ares.

Jafre

El nombre de Jafre es más conocido como Kefrén, y se traduce por ‘Re cuando se levanta’. Según unas fuentes, reinó en Egipto durante sesenta y seis años y era hijo de Jufu y la reina Henutsen. Otros autores le otorgan veintiséis años de gobierno. Siguiendo las pautas que hemos adoptado, sólo le otorgaremos a Jafre un reinado de veintitrés años y mantendremos como sus padres al rey Jufu y su esposa Henutsen.

A este hombre debemos la que sin duda es la escultura más maravillosa jamás tallada en Egipto: su famosa estatua de diorita en la que podemos ver a Jafre con una actitud serena, sentado sobre el trono de las Dos Tierras, bendecido y protegido por el dios halcón Horus. Sus ojos reflejan una paz absoluta. Admirando esta estatua, uno entiende por qué en Egipto llamaban a los escultores «los que dan la vida». Durante esos veintitrés años de reinado, apenas si tuvo un par de acciones militares. Heródoto nos cuenta que todavía mantenía los santuarios cerrados a cal y canto, y que la crueldad de este rey fue sólo superada por su padre Jufu. Pero la verdad es que sus años de vida fueron bastante tranquilos. Si, como se ha dicho anteriormente, Djedefre parecía asimilarse directamente con el dios Re, Jafre lo materializa. La figura central del rey se ve unida de forma indisoluble a la propia carne de la divinidad. Ya no es, como había ocurrido durante la III Dinastía, una conjunción semidivina; ha dejado de formar esa dualidad humana que recibía la congratulación de la divinidad. Con el reinado de Jufu primero, y después con Jafre, la monarquía se eleva a su máxima potencia, y esto se observa por la enorme complejidad de todo lo que les rodea. No son pocos los que opinan que es con Jafre cuando las arcas del Estado comienzan a secarse, y que por ello su pirámide es menor que la de su antecesor, y será así sucesivamente en las siguientes dinastías.

No obstante, no hay que olvidar que es muy posible que durante esta IV Dinastía la casta sacerdotal estuviese ya disfrutando de un poder que no pertenecía más que al propio rey. Además, tampoco existe constancia de que hubiera una especie de carrera contrarreloj para erigir la pirámide más alta y más complicada. Si, como parece ser, Jufu derogó cierta cantidad de poder en la administración, con el claro propósito de no enriquecer a los pontífices de Heliópolis, Jafre da un paso más lejos. Había dejado claro que él era la pura emanación de Re, él era Dios. Así, este monarca decide que, para asentar esa divinidad que le pertenece, debe crear su propio culto. Es posible que, aun sin quererlo, el culto a Re y el culto a Jafre se uniesen en un momento determinado de su reinado. De esta forma, cuando el ‘Primer profeta de Re’ pretendía ofrecer los ritos al dios Sol, en realidad estaba manifestando una total sumisión a su rey, el faraón. La casta sacerdotal estaba ahora bajo el poder real, bajo las dos coronas, y tan sólo Jafre dominaba todo lo que residía en el Valle del Nilo. Es mucho más que posible que la presencia de la Esfinge de Gizeh sea no sólo la imagen de este rey, sino de hecho la manifestación de su poder como faraón de Egipto. La polémica existente que tiende a dividir los nombres de Jafre y la Esfinge tiene ya unas cuantas décadas, pero este tema lo tocaremos en el siguiente capítulo, pues, al fin y al cabo, esto no es sino la representación de los Misterios de Thot, y por supuesto, el enigma de cómo se construyeron las pirámides. Realmente, no se sabe mucho más acerca del reinado de Jafre, siendo incomprensible para muchos estudiosos que hombres que nos legaron los monumentos más complejos de la Antigüedad no nos dejasen apenas luz sobre la historia de sus vidas.

Menkaure

Tríada de Menkaure. Museo de El Cairo, Egipto.

Fotografía de Nacho Ares.

Hacia el año 2414 a. C., aproximadamente, fallece Jafre y la egiptología presenta nuevamente un episodio sombrío en esta IV Dinastía[36]. Menkaure fue hijo de Jafre, y su nombre se traduce como ‘Estable es el poder de Re’, siendo asimismo otro rey del que apenas se tienen datos. Tan sólo podemos relatar su historia a raíz de algunas esculturas y de su pirámide. Las representaciones que nos han llegado de Menkaure son sin duda únicas en el arte del Imperio Antiguo. En concreto fueron cinco las que se encontraron en su santuario funerario, en el año 1908. Son las conocidas como «Tríadas de Menkaure», y en ellas lo vemos representado en compañía de la diosa Hathor y de una entidad femenina que personifica a un nomo. Sabemos que en cierta forma dio un paso atrás en las reformas iniciadas por Jufu, devolviendo ciertos privilegios a distintos departamentos del estado como al clero heliopolitano. Algunos egiptólogos ven un nexo de unión entre la pérdida del poder real y la magnitud de su pirámide, la tercera de Gizeh y la más pequeña de las tres, tan sólo de sesenta y cinco metros de altura, irrisoria si la comparamos con la Gran Pirámide. La tradición nos ha dado un retrato mucho más benévolo de este hombre, y Heródoto le atribuye la reapertura de los santuarios que hasta ese momento estaban cerrados a cal y canto, con toda la hecatombe religiosa que eso implicaba. Pero, como veremos, esta casta sacerdotal tenía muchos motivos para temer por su estatus de comodidad excesiva. De la unión que Menkaure tuvo con su gran esposa real, Jameranebti II, nace el hombre que estaría destinado a ser la horma de las sandalias de los pontífices de Heliópolis. Los aspectos más significativos que nos llegan de Menkaure vienen de la mano de Heródoto, pues el cronista griego nos muestra un rey bondadoso, piadoso con su pueblo y restaurador de ciertas costumbres religiosas. La bondad de este rey quedó reflejada en una morada para la eternidad de Debehn, donde se inscribió:

Menkaure ordenó que esta morada para la eternidad fuese construida para mi padre, mientras que Su Majestad, vida, prosperidad y salud, estaba de camino hacia las pirámides, para visitar los trabajos de ‘Menkaure es divino’. Su Majestad, vida, prosperidad y salud, hizo venir al comandante de carros de los barcos, al gran señor de los artesanos y a los artesanos.

Ignoramos el tipo de vínculo que unía al rey con estos dos personajes, pero para la posteridad quedó reflejado que en efecto Menkaure era divino, o al menos lo fue durante sus dieciocho años de buen gobierno.

Shepseskaf

Tras la muerte de su padre, Shepseskaf se corona como Señor de las Dos Tierras. Los reinados de Jufu, Jafre y Menkaure aparecían como los impulsores de un poderío real que, súbita e inexplicablemente, parecía derrumbarse. Shepseskaf, cuyo nombre significa ‘Su alma es noble’, parece estar fuera de lugar en los días de la IV Dinastía. Se le atribuye la finalización de la pirámide de su padre, la tercera de Gizeh. La duración de su reinado oscila entre los cuatro y cinco años. El resto de los datos que se pueden mencionar a continuación son tan sólo especulaciones para construir un poco la historia de este rey. Se trata de un enorme listado de enigmas sin solución aparente, que conducen todos ellos hacia un hecho incontestable, y es que con Shepseskaf se inicia el declive del Imperio Antiguo como civilización. Sabemos que en este proceso tuvo mucha influencia un estatus económico muy débil, pero este no llegaría con Shepseskaf. No obstante, el problema estaba ya presente. Con el reinado de Jufu, Jafre y Menkaure Egipto había alcanzado la cima de todas las ambiciones humanas. Era la nación más poderosa del momento; había conseguido logros a todos los niveles: administrativos, médicos, astrológicos, técnicos y un largo etcétera. Pero sobre todo en lo religioso. Con Shepseskaf tiene lugar un choque titánico entre dos fuerzas poderosas de las cuales no había un vencedor claro: el clero y el estado. En aquellos días, la casta sacerdotal de Heliópolis había alcanzado un poder que ponía en peligro la persona del rey. Y la respuesta de este fue tajante: abandonó todos los símbolos solares que unían al faraón con las divinidades de Heliópolis. Así, desechó la forma piramidal como construcción para su morada para la eternidad y se entregó al clero menfita. Shepseskaf renegó de Re, se unió a Ptah y volvió su mirada hacia las primeras dinastías, construyéndose una mastaba como edificación para el Más Allá. Con detalles arquitectónicos que son calcos de las edificaciones de la I Dinastía. Todo esto, unido al desacuerdo que mantenían determinados sectores de palacio con el rey, que pertenecían a la propia familia real, dieron como resultado que Shepseskaf fuese tratado como uno de los pocos faraones ultrajados en la historia de Egipto. No obstante, es justo citar lo que los egiptólogos de la Universidad de Oxford han propuesto: Shepseskaf no pudo edificar su pirámide en Gizeh porque se habría alejado demasiado del río y, con los edificios que ya se habían construido, sería imposible el traslado de los bloques. Argumentan que para realizar su complejo funerario necesitaba un amplio espacio y casi se diría que convirtió Saqqara en un brazo anexo a Gizeh. Sin embargo, rebatir esta teoría es fácil. Sobran ejemplos en los que muchos reyes quisieron llevar las aguas del Nilo hasta donde habían construido algún monumento. Como veremos al final de este capítulo, un explorador al servicio del rey Pepi II excavó cinco canales para el transporte marítimo. Si Shepseskaf hubiese deseado abrir un brazo del Nilo hacia su complejo funerario lo habría hecho sin ningún problema. El motivo casi con total seguridad fue puramente teológico. Su recuerdo se diluyó en medio de las arenas del desierto, aunque su advertencia sería recordada por todos los monarcas de las siguientes dinastías.

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