Todo lo que debe saber sobre el Antiguo Egipto

Todo lo que debe saber sobre el Antiguo Egipto


III. LAS PIRÁMIDES DEL ANTIGUO IMPERIO » Construyendo la pirámide

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CONSTRUYENDO LA PIRÁMIDE

Antes de visitar y conocer un poco sobre la historia de las pirámides del Imperio Antiguo, es justo y de honor hacer una breve mención acerca de los innumerables problemas que estas construcciones nos plantean, que más que problemas son auténticos dolores de cabeza. Describir el planteamiento que surgió ya en la II Dinastía, cuando se pasó del adobe a la sólida roca, es algo que no corresponde a esta obra, sobre todo, porque nadie dejó escrito cuál fue la idea, el sentimiento, la motivación o vaya usted a saber qué condujo al hombre a realizar semejantes actos. No cabe duda de que entre la piedra y el hombre se halla un elemento distintivo: la magia. No es un efecto mágico tal y como se entendería hoy día, pero sin duda, si alguien se plantase ante el pueblo de Djeser y sacara de su bolsillo un zippo y, con un rápido movimiento, chasquease su dedo para que la llama naciera de la nada, sería nombrado de inmediato primer profeta de Iunu, inspector de todo lo que el cielo trae y demás títulos de índole indudablemente mágica, desbancando al propio Imhotep. Esto debió de ser algo muy similar para la mente de los primeros hombres que contemplaban con asombro cómo aquella figura colosal emergía de entre las arenas del desierto. Sin duda, el trabajo de cantero debió de ser uno de los más duros.

Las canteras de diorita, por ejemplo, que se hallan en el Alto Egipto, eran lugares enormes a los que iban a parar la mayoría de los prisioneros de guerra y todo aquel desdichado que había sido condenado por un grave delito. No obstante, también estaban los artesanos y aprendices que manejaban con soltura y destreza el mineral. En cualquiera de los casos, y unidos directa o indirectamente con las canteras, no son pocos los restos óseos hallados en todo Egipto que nos cuentan que la supervivencia a ese trabajo, entendiendo por ello llegar a la vejez, se limitaba como mucho al uno por ciento. El otro noventa y nueve por ciento era símbolo de muerte prematura y de una infinidad de problemas de reumas, circulación, desviación de la columna vertebral y otras variantes.

Y no son pocos los expertos que se preguntan entonces dónde comienza a perderse ese concepto mágico que permitió a los egipcios levantar la Gran Pirámide. Cierto es que el manejo de la piedra se remonta a mucho antes, justo cuando Jasejemui innovó el sistema arquitectónico e incluyó bloques de piedra en su morada para la eternidad. Para otros muchos expertos tampoco hay dudas, y es que la respuesta está ante nuestros ojos, y no la vemos. Ese misterio continúa hoy paseándose por todo Egipto, majestuoso, con una irónica sonrisa de oreja a oreja, satisfecho sin duda de seguir custodiando en su corazón ese saber ajeno al hombre de hoy, y tan sólo eficaz ante las divinidades que ayer vivieron en el Valle del Nilo. Y eso es Egipto, una composición perfecta concordante en armonía con el aire, con la tierra, con las aguas del río-dios, una belleza que se desliza por doquier y que inunda cualquiera de los rincones a donde llega el aire. Se respira, se huele, se saborea, se oye, pero no podemos tocarla, todo eso es Egipto.

La mayoría de expertos que han tratado el tema de la construcción de pirámides están de acuerdo en una cosa: antes de preguntarse el cómo y el porqué, es necesario intentar pensar como un egipcio de la época y, desde luego, parece que poco a poco lo vamos consiguiendo. A lo largo de los años se han formulado un sinfín de teorías al respecto de su función funeraria. Heródoto, Diodoro de Sicilia, Estrabón y otros grandes historiadores no tenían ninguna duda: las pirámides eran monumentos funerarios, en los que se enterraron grandes reyes. Fueron muchos los visitantes que llegaron hasta Egipto en plena Edad Media: el comerciante Gabrielle Capodilista, el conocido fray Mauro Camaldolese, que elaboró un exhaustivo mapa del país, o el insigne Benjamín de Tudela. Todos ellos admiraron la grandeza de las pirámides, pero desde un punto de vista bastante peculiar, y era la creencia de que las pirámides habían sido los famosos graneros del José bíblico. No obstante, la mentalidad era distinta por parte de los autores árabes de la Edad Media. Califas, escritores o geógrafos siempre contaban en sus escritos la cantidad de pasadizos, pozos y demás galerías repletas de tesoros en el interior de las pirámides. Sin embargo, uno de los primeros estudios serios sobre las pirámides de Gizeh llegó de manos del cónsul veneciano Georgia Emo y de su colaborador, el doctor Próspero Alpini. Estos dos personajes llegaron a Egipto en el año 1582, y en su mente no veían los graneros construidos para la época de vacas flacas, sino que en su obra Rerum Aegyptiorum plasmaron un serio estudio científico, con mediciones y notas que dejaban un mensaje claro: aquellos monumentos eran lugares de reposo eterno de grandes reyes de un pasado hoy olvidado. La enorme cantidad de viajeros, exploradores y aventureros que recorrieron Egipto durante los siguientes siglos siempre se maravillaron ante la magnificencia de las pirámides de Gizeh, pero ninguno de ellos pudo nunca dar una explicación de cómo se habría podido erigir semejante obra. Todos volvían sus ojos hacia Heródoto de Halicarnaso, el único historiador que en su libro Historias dejó constancia de los métodos que empleaban por los egipcios. El autor griego nos dice, literalmente:

La pirámide fue edificándose de modo que en ella quedasen unas gradas o apoyos que algunos llaman escalas y otros altares. Hecha así desde el principio la parte inferior, iban levantándose las piedras, ya labradas, con cierta máquina formada de maderos cortos que, alzándolas desde el suelo, las ponía en el primer orden de gradas, desde el cual con otra máquina que en él tenían prevenida las volvían a subir al segundo orden, donde las cargaban sobre otra máquina semejante.

A todo esto se le suman conjeturas y afirmaciones promulgadas a cuento de no se sabe muy bien por qué, que afirman y juran que los egipcios construyeron sus pirámides con medios precarios y arcaicos, y que no conocían la rueda. Pero la rueda la mencionaremos cuando describamos la Gran Pirámide y sus rampas.

Y es que las diversas teorías de rampas han raído cola en lo que a Egipto se refiere. El primero en dar a conocer este aspecto fue Ludwing Borchardt cuando excavaba la pirámide de Snofru en Meidum. Aquí, el arqueólogo alemán halló los restos de una rampa compuesta de cascotes de piedra, adobe y arena. El hallazgo de Borchardt fue el pistoletazo de salida para toda clase de teorías de las rampas, y así el americano Dunham propuso una serie de cuatro rampas que nacerían en los cuatro vértices, que irían aumentando de tamaño según fuese necesario.

Luego, en Gizeh, Mark Lehner descubrió restos de rampas semejantes, pero no se pudo constatar si habían sido utilizadas para construir o por el contrario para derruir la pirámide. No obstante, Lenher dispuso su propia teoría: diseñó una pirámide con dos enormes rampas que nacían al pie de la pirámide y que se convertían en una sola, pero mucho más amplias, en uno de los vértices. Así pues, Lenher dispuso un trabajo en los años noventa para demostrar su teoría. Elaboró dos documentales para una cadena americana, y en uno de ellos se retó a sí mismo a levantar una pequeña pirámide de veinte metros de altura, con los medios tecnológicos más o menos que debían poseer en el Imperio Antiguo. Consiguió con cierto trabajo transportar los bloques, pero llegó un punto en que no podía girarlos por la rampa.

Imagen de la construcción de la Gran Pirámide según Antoine-Yves Goguet, 1820.

No cabe duda de que después de casi cuatro mil quinientos años hemos perdido esa habilidad tan particular que tenían los obreros del rey para manejar bloques que oscilan entre las dos y ocho toneladas.

Rampa en espiral según Mark Lehner.

También el maestro arquitecto Jean Philipe Lauer elaboró su propia teoría. En la misma, el máximo experto que ha existido en el estudio de la Pirámide Escalonada expuso que sobre una misma rampa irían subiendo y bajando los trabajadores con las narrias y los sillares. Sin embargo, resulta inevitable que la rampa aumente su longitud a medida que la pirámide crece y, en el caso de la Gran Pirámide, dicha rampa se saldría de la propia meseta de Gizeh. Aún así, Lauer no dudó en afirmar y reafirmar su teoría. En el caso de la Gran Pirámide, el problema es añadido, ya que conformar dicha rampa sería más problemático que construir el monumento. Arrastrar un sillar de seis u ocho toneladas por una rampa de semejante aspecto sería imposible. La rampa que Borchardt halló en Meidum tiene una pendiente de un diez por ciento, lo que significa que, en cada metro de largo, se eleva diez centímetros en su extremo final. Para alcanzar los noventa metros de alto debería tener una longitud de novecientos metros. Para culminar los 146,5 metros que tuvo la Gran Pirámide en su día estaríamos hablando de 1,5 kilómetros. También se utilizan como baza que apoye esta teoría las escenas de animales de tiro, generalmente bueyes, que arrastran piedras, como se puede ver en la mastaba de Idut, de Nefermaat o de Rahotep.

Rampas frontales según Jean Phillipe Lauer.

Con la intención de zanjar todo esto, a principios del año 2007, otro arquitecto francés se sacó de la chistera la teoría de la rampa interna. Por medio de lecturas de sondas electromagnéticas halló, según él, puntos huecos en el interior que corresponderían a los pasadizos en forma de rampa. En un inicio, levantarían una rampa exterior hasta alcanzar un tercio de la pirámide. Una vez aquí, entrarían en función dichas rampas interiores. Se ha sugerido que esta teoría explicaría muchos enigmas que existen en la Gran Pirámide, como la ascensión del famoso sarcófago de Jufu. Pero nos olvidamos de ciertos detalles. Primero, que de existir esa rampa en el perímetro de la pirámide tendríamos que haberla visto hace tiempo, porque en zonas del monumento faltan bloques que provocan una hendidura de hasta dos metros en el enorme macizo. Segundo, que se olvida también que en esta pirámide en concreto hay partes del interior que fueron rellenadas con arena o con cascotes. No es pues, difícil hallar zonas que no sean macizas. Tercero, olvidan también que el aspecto de la pirámide, una vez hubieron alcanzado el nivel del suelo donde se habría de depositar el sarcófago, o sea, el nivel de la Cámara del Rey, esta sería una superficie plana, por lo que, o bien mediante grúas de poleas, mediante rampas, la explicación es siempre la misma: primero se depositó el sarcófago en su sitio y después continuaron levantando la pirámide.

Pero lo que no se le escapa a ninguno de los egiptólogos que llevan años estudiando este complejo problema es que de ninguna manera se puede tratar a las pirámides de la IV Dinastía con esa idealización de rampas en espiral o una única rampa. No podemos comparar la pirámide de Jufu, con 146,6 metros, con la pirámide de Neferefre que alcanzó la irrisoria cifra de sesenta y cinco metros de altura. Lo que está claro es que los antiguos egipcios conocían bien los secretos para dejarnos asombrados: sí tenían medios rudimentarios, pero eran también poseedores de una técnica tal vez hoy olvidada que les facilitó la labor. En papiros como el Anastasi o el Rhind nos encontramos ante problemas matemáticos de geometría y aritmética que nos demuestran una cosa indudable: los egipcios conocían lo que siglos más tarde se llamaría el Teorema de Pitágoras, pero nunca tuvieron la necesidad de hacer teorías sobre él. Sin embargo, con todo lo que hemos visto hasta ahora, la totalidad de los egiptólogos coincide en una cosa: que hemos de ser muy, pero que muy prudentes a la hora de hacer afirmaciones rotundas. No nos queda más remedio que resignarnos y admitir, por mucho que nos pese, que no tenemos ni la más remota idea de cómo se erigieron las pirámides, tanto más que nadie dejó constancia escrita de ninguno de los métodos que utilizaron, ni el número de obreros ni la cantidad de años. Pero como no podía ser de otra forma, a partir de los pequeños restos diseminados que los egipcios nos han dejado, sí podemos plantearnos algunas hipótesis, si bien es cierto que muchas se caen por su propio peso.

Otro de los eternos debates, que debería ser zanjado sólo por hacer justicia, es la función que tenían. Sí o no al monumento funerario; esa parece ser otra de las discusiones preferidas de muchos egiptólogos. Y la verdad es que no fueron ni graneros ni observatorios astronómicos ni emplazamientos de naves interestelares, ni tampoco el producto de la soberbia de los reyes de Egipto. Es verdad que no en todas las pirámides se han encontrado momias, pero este hecho no significa que no hallan estado o todavía estén por descubrir. En 1820, Girolamo Segato descubrió la entrada original de la Pirámide Escalonada y en su interior halló los restos de un pie de una momia, que en un principio se creyó que era del rey Djeser. Gaston Maspero descubrió en 1881 la momia de Merenre en su pirámide, aunque, siendo justos, tampoco se halló la momia de Sejemjet en un sarcófago que estaba todavía sellado. Y la pregunta es, ¿cómo escapó ese sarcófago al saqueo de los siglos? Bueno, pues tal vez porque los ladrones sabían que en realidad esa pirámide no era sino un cenotafio y que la momia estaba realmente enterrada en otro lugar. Y esta misma idea es aplicable al enorme sarcófago de Jufu, que tampoco albergó nunca un cuerpo en su interior. Tal vez algunos reyes, viendo cómo habían quedado las moradas eternas de sus antecesores, decidieron ser enterrados en algún otro lugar, dentro o fuera de la propia pirámide.

Más o menos, en Egipto están catalogadas ciento quince pirámides. Y ninguna de ellas ha llegado intacta hasta nosotros. No tenemos documentos, y no sabemos si no los dejaron escritos o si todavía están por descubrir. Posiblemente, el conocimiento estaba tan cercano a la divinidad que sólo se transmitía oralmente. No nos debe extrañar esta práctica, pues los propios Textos de las Pirámides de Unas son un compendio que se transmitió de forma oral desde el más profundo predinástico hasta la V Dinastía. Ningún ser humano que no estuviese preparado para ello podía conocer tan preciado secreto. Y nosotros no somos la excepción.

Independientemente de su carácter funcional, su construcción varió según la época y la economía. En ningún caso se reflejó el método, pero sí los útiles que utilizaron. Podemos imaginarnos a aquellos sacerdotes con su merjet en la mano, objeto que servía para emplazar el monumento hacia los puntos cardinales. Lo que conseguían era delimitar las cuatro esquinas del cielo, que serían las de la Pirámide. Tras haber situado sobre el papiro la morada para la eternidad, los obreros se pondrían manos a la obra en el desierto. Allanarían la superficie, marcarían con cordeles el perímetro y procederían celebrar el rito del pedh shes, el estiramiento del cordel. Una vez sellado el depósito de fundación, donde se depositarían objetos de carácter ritual, podía dar comienzo la obra. Del Alto y del Bajo Egipto llegarían canteros, albañiles, carpinteros, arquitectos, todos altos profesionales que se pondrían bajo la tutela del inspector de los trabajos del rey, y todos con un único fin: lograr la supervivencia de su faraón, puesto que ello implicaba la suya propia.

Da igual cuántas veces nos lo preguntemos, la pirámide tiene un vínculo fortísimo con el Más Allá, pero no nos engañemos, pues no se acerca en absoluto a la imagen que nosotros tenemos de la muerte. Detrás de la pirámide, que es el lugar de salida y puesta del sol, tan sólo está la eternidad. Da igual cuántas veces nos lo planteemos, pues ahí están, impávidas y sonrientes, a la vez que se sonrojan ante nuestro descaro por intentar desnudarlas al conocer sus secretos. Vayamos pues, sin más dilación, a dar un pequeño paseo por las pirámides del Imperio Antiguo.

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