Todo lo que debe saber sobre el Antiguo Egipto

Todo lo que debe saber sobre el Antiguo Egipto


VIII. EL FINAL DE UN IMPERIO » El III Período Intermedio

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EL III PERÍODO INTERMEDIO

Tras el Imperio Nuevo, la situación de Egipto se vuelve tan catastrófica que incluso podríamos afirmar que el fin de la XX Dinastía es el inicio de una muerte agónica que se extendería durante varios siglos. Habíamos visto como el último rey, Ramsés XI, vive sometido en la ciudad de Per-Ramsés, intentando gobernar un país roto que sufre una crisis profunda. La batalla entre el poder real y el clero de Amón parece inevitable. Aquello que los primeros reyes de la XVIII Dinastía habían levantado para el mayor gozo de su padre Amón era ahora un centro de avaricia, lujuria y una terrible ambición por alcanzar el trono real. El Ipet Isut que había maravillado al Antiguo Próximo Oriente era ahora dueño y señor de dos tercios de la tierra cultivable del país, poseía el noventa por ciento de los buques que navegaban en todos los mares y las expediciones eran financiadas por ellos, y eso significaba que, de todas las riquezas que llegaban a Egipto, como maderas nobles, piedras preciosas, materias exóticas y todo tipo de productos, el mayor beneficio tenía que recalar en Karnak. El primer profeta de Amón, de nombre Amenhotep, poseía el ochenta por ciento de las fábricas, lo que implicaba que poseía todo el monopolio que sustentaba el país: alimentos, papiro, telares, navieras, etc. La figura del rey, poco a poco, va cayendo en un segundo plano, y Ramsés XI, que otrora era el rey del pueblo, hoy es como un prisionero en su propio país, ya que sólo tiene el control en la zona del Delta. La otra mitad del país corresponde a Amenhotep. Finalmente, la guerra estalla sin remedio. Los mercenarios libios se rebelan contra Ramsés y tiene lugar la conocida como «Batalla de los impuros», donde cananeos, israelitas, amorritas, libios, fenicios y los egipcios partidarios de Ramsés avanzan hacia las tropas de Amenhotep, capitaneados por un tal Urisef, un sacerdote de Heliópolis cuya misión es someter a los rebeldes. Pero Amenhotep también tiene un pequeño ejército comandado por Panehesi, un general libio que había sido virrey de Kush. A pesar de que los datos acerca de estos hechos son un poco confusos, no es difícil imaginarse que la lucha debió de ser terrible.

Pianj es el fiel general de Ramsés XI, un hombre de origen libio, arraigado en las antiguas costumbres de los militares de la XIX Dinastía, ya que sus orígenes se remontaban a los días de Ramsés el Grande. Pianj se nos presenta como un hombre que ha sido educado en el respeto y la grandeza de aquellas grandes conquistas llevadas a cabo desde los tiempos de Thutmosis I. Es un valiente sin igual, un soldado de su rey, y para él va a recuperar el área de Tebas. Tras reunir un ejército con los mejores soldados, Pianj se dirige hacia Karnak donde provoca grandes bajas en las filas enemigas. Los soldados del rey luchan con tanto ardor que obligan a los rebeldes a refugiarse detrás de los muros del palacio que Ramsés III había construido en Medineth Abú. Durante el reinado de Ramsés XI las moradas para la eternidad del Valle de los Reyes estaban desguarecidas, desprovistas de vigilancia. Es muy posible, a juzgar por los textos que nos han llegado, que los guardias estuvieran sobornados por los saqueadores para hacer la vista gorda. Sólo así se explica semejante expolio.

Cuando Pianj se hizo con el control de Tebas, contempló horrorizado las abominaciones que el hombre había hecho en las tumbas de sus antepasados. Pianj se hizo con la documentación necesaria para encontrar la gran mayoría de las tumbas. Rescató las momias profanadas y las hizo trasladar hasta el templo funerario de Ramsés III, donde allí recibieron un nuevo trato. Las que estaban en peor estado fueron vendadas de nuevo, y es posible que los sacerdotes tuvieran que volver ungir con algunos óleos los cuerpos. Los dos encargados de anotar los trabajos de restauración de las momias reales fueron dos escribas, llamados Thutmosis y Butetamón. Algunos expertos opinan que Pianj tomó lo que quedaba de los ajuares funerarios para financiar las batallas que se habían librado; había que pagar a los soldados y acometer grandes reformas tras el cruento enfrentamiento. Es entonces cuando aparece un oscuro personaje llamado Herihor.

Este joven soldado era hijo de Pianj, había nacido en la ciudad de Bubastis y es muy posible que estuviera casado con una pariente de Ramsés XI, una mujer llamada Nedjemet. Es probable también que Amenhotep, el primer profeta de Amón, fuera muerto en este conflicto, ya que Pianj coloca a su hijo Herihor al frente del complejo de Karnak. Ramsés creía que la situación estaba restablecida, que nuevamente podía volver a gobernar un Alto y Bajo Egipto unificado. Cuando llegó su año decimonoveno de reinado, Ramsés XI nombra a Herihor virrey del país de Kush y visir del Alto Egipto. Los privilegios aumentaron, el poder se acrecentó, las riquezas aumentaron y se hicieron insuficientes. Entonces, Herihor hizo tallar unos relieves en los muros del templo de Jonsu, en Karnak, donde se representaba a sí mismo a igual tamaño que Ramsés. Esto era toda una declaración de independencia total y absoluta. Además, para que nadie tuviera ninguna duda de su poder, se hizo garante de lo que se denominó como ‘Repetición de los nacimientos’, lo cual indicaba que Ramsés XI, nuevamente, poco pintaba en el Alto Egipto. Herihor se hace llamar a sí mismo ‘Hijo de Re’ y toma el epíteto ‘Hijo de Amón’. La osadía más grande que cometió Herihor fue inscribir su nombre dentro de un cartucho real. ¿Era Ramsés XI consciente de estos hechos, o por el contrario se hallaba recluido en Per-Ramsés? No hay datos que confirmen ni lo primero ni lo segundo, pero sí sabemos que tras haberse coronado a sí mismo como rey, Herihor envía una gran expedición al país de Bibblos. Los datos nos reflejan que la posición de Ramsés XI era crítica, ya que al regreso de esta expedición, Herihor ya controlaba todo el sur y la madera y el resto de la carga que trae la expedición no la envía al rey, que vivía en Per-Ramsés, sino que se la cede al gobernador de Tanis, llamado Nesibanebdjet, más conocido como Smendes, el cual tenía todo el control sobre el territorio del Bajo Egipto. No había duda de que Ramsés había muerto, muy posiblemente asesinado por este traidor, el cual se sospecha que era el hijo primogénito de Herihor.

La tumba de Ramsés XI en el Valle de los Reyes jamás fue ocupada. Ignoramos si Herihor ocultó la momia del débil monarca en algún lugar fuera del valle. Es muy posible, ya que Herihor tampoco se hizo excavar una tumba en el Valle de los Reyes. Al final, el Imperio Nuevo había sucumbido ante su propia grandeza. Herihor, ante las oleadas de robos y saqueos, puso a salvo varias momias que se habían restaurado en Tebas en una cachette, que más tarde volverían a ser serían trasladadas, unas a la KV 35 y otras al escondrijo DB 320, en Deir el-Bahari.

Con Ramsés XI muerto, el poder se lo repartieron estos dos hombres. Herihor gobernaba el Alto Egipto, mientras que desde Tanis, la nueva capital, Smendes I se ocupaba de regir los designios del Bajo Egipto. Así se volvieron a los remotos tiempos en los que dos reyes gobernaban un solo país, aunque Herihor consideraba a Smendes como a un vasallo. Seguramente era el poder familiar, y Herihor estaba tranquilo por la seguridad que le ofrecía su hijo que desde el norte controlaba las rutas comerciales hacia los países asiáticos, mientras que Herihor desde el Alto Egipto controlaba y regía los dominios de Amón y las tierras del Kush. Los dos frentes de poder están controlados. Amón continuaba dando la titulatura a los monarcas.

Ruinas de Tanis.

Herihor fallece sobre el año 1069, diez años después de haberse proclamado como soberano del Alto Egipto bajo los dominios de Amón. No se ha descubierto ningún objeto funerario suyo, tampoco de Ramsés XI, por lo que debemos pensar que sus tumbas no han sido descubiertas todavía y en algún lugar de Egipto yacen ocultos algunos de los últimos tesoros de los faraones. Con Herihor muere el último rescoldo del Imperio Nuevo, y el linaje que ha colocado sobre el trono de las Dos Tierras andará incauto y sin remedio hacia el declive más desastroso que Egipto había visto jamás.

Cuando la XXI Dinastía se instaura en Tanis, Egipto está fraccionado por dos poderes que ya no volverán a juntarse nunca más. El primer rey de la XXI Dinastía es, como hemos dicho, Smendes I, que muy posiblemente había sido hijo de Herihor. Durante veintitrés años gobernará su reino limitado, que posiblemente se extendía desde el Delta hasta Tayu-Djayet. Al tiempo, la otra facción de poder dominaba desde Tayu Djayet hasta la frontera sur con Nubia. Esta ciudad que marcaba el límite de los dos reinos es la moderna El-Hibeh, cuyo nombre significa ‘El muro’, pues Herihor había ordenado levantar una serie de murallas para limitar su reino con el del Bajo Egipto. En las sucesivas dinastías, este muro se irá agrandando y extendiéndose incluso por los límites de la tierra cultivable. Las distintas ramas familiares se fueron haciendo cada vez más grandes y entre ellas se repartían los distintos poderes, lo cual a veces provocaba grandes rencillas que amenazaban con desestabilizar las moderadas relaciones. Los dos reinos copian un sistema similar el uno del otro, porque la ocasión así lo requiere. Las diferentes ramas familiares iban teniendo cada vez más cargos de suma importancia, lo cual provocó que muchas ciudades se convirtieran en una especie de plaza fuerte, donde cada cual defendía su territorio. En Tebas ocurrió algo muy similar, pero la base del poder era el cargo del primer profeta de Amón, que se transmitiría de padres a hijos, asegurándose así el poder siempre en la misma familia, y las diversas ramas que iban surgiendo siempre ocuparían cargos de vital importancia. Incluso se llegaron a celebrar matrimonios cuyos cónyuges estaban emparentados en segundo o tercer grado con las mujeres de la familia reinante. Esto era como meter un infiltrado entre las posibles tropas enemigas, lo cual durante un tiempo causó el efecto deseado.

Pero los conflictos en Tebas no tardaron en llegar. Herihor había colocado a su hijo Pianj como Primer Profeta de Amón, y este a su vez había puesto a su hijo Pinedjem a mando del pontificado del dios tebano. Sin embargo, el sacerdote Pinedjem no tardó en ansiar el poder del norte, así que sobre el año decimosexto del reinado de Smendes provoca algún que otro altercado, sin que la situación revista ninguna gravedad. Tan sólo quería dar un golpe de efecto, una muestra de su poder. Pinedjem deseaba unificar nuevamente el país, y este hecho sólo podía darse bajo el brazo de un hombre que previamente hubiera sido elegido por el oráculo de Amón. Y Smendes no era ese hombre. Durante unos años, Pinedjem se limitó a aumentar sus títulos y levantar una serie de monumentos que mostraban que él era un auténtico rey de Egipto, ya que Smendes no podía rivalizar con él en este aspecto. Se cree que alrededor de su año decimoquinto o decimosexto Pinedjem se hizo representar en Karnak portando los títulos de faraón. No está demasiado claro, pero es posible de que antes de que Smendes muriera Pinedjem se hubiera hecho con el control de Tanis. Así, colocó a sus hijos al mando del país. Masaherta al mando del pontificado de Amón, y Psusennes I reinando en Tanis, aunque quien gobernaba realmente era Pinedjem. Lo cierto es que, bajo su reinado, Egipto tuvo un auge económico que le permitió paliar un poco la crisis que sufría. El grano de Karnak incluso fue compartido con los territorios que pertenecían al Bajo Egipto, y ambas familias se habían repartido el control militar, económico y religioso. Parece ser que, mientras su padre vivió, los dos hermanos no tuvieron rencillas. Otro factor importante del que se valió Pinedjem fue el de restaurar los antiguos privilegios de las ‘Divinas adoratrices de Amón’, que antaño se conocían como las ‘Esposas del dios’. Estas mujeres permitieron que los poderes de Tanis y Tebas consiguieran el equilibrio que permitía reinar con seguridad. La función de estas mujeres, que formaban una cofradía de vírgenes consagradas al culto de Amón, era intermediar en este reparto de poderes, aunque es cierto que en los primeros años este poder casi era inexistente. No obstante, a medida que se fueron asentando, las ‘Divinas adoratrices de Amón’ alcanzaron un poder que rivalizaba con el de los profetas de Amón. Se convirtieron en una dinastía femenina independiente que incluso, en determinadas ocasiones, llegó a ocupar el máximo poder, ante la ausencia de un rey fuerte que pudiera dirigirlo, porque hubo períodos en que el estatus regio de la realeza estaba fragmentado.

Al igual que siglos antes lo habían hecho las ‘Esposas del dios’, estas mujeres lograron mantener unidos el norte y el sur, y el hecho de que estuviesen emparentadas tanto con los reyes de Tanis como con los reyes de Tebas provocó una situación a modo de pacto de no agresión, lo cual dio al país quinientos años de cierta estabilidad.

Collar de Pinedjem I.

Poco antes de su muerte, Pinedjem I acometió el traslado de las nueve momias reales a la KV 35, donde más tarde reposaría su propio cuerpo. Es posible que Pinedjem las rescatase de la KV 4, la tumba de Ramsés XI, que habría sido el lugar donde años antes las había ocultado Pianj.

En el aspecto comercial, la XXI Dinastía mantuvo unas excelentes relaciones con Asiria, Babilonia y las costas portuarias del Levante. No obstante, también hubo conflictos bélicos, sobre todo con las tribus filisteas y con las tribus de Israel, que acababa de nacer como estado entre el año 900 y 1000 a. C. con el rey David.

Cabría mencionar que la Biblia menciona el matrimonio entre el rey Salomón y la princesa Siamón, hija de Psusenes II. Este sería el último monarca de la XXI Dinastía. Había sido primer profeta de Amón hasta que, en algún momento de su reinado en Tebas, se alzó con los títulos reales tras la muerte de Siamón, el último rey de Tanis. Psusenes II no tuvo hijos varones que le sucedieran en el trono, pero sí había tenido una hija llamada Maatkare[106], que se casaría con Sheshonq I, el fundador de la XXII Dinastía.

Este monarca nacido en Tanis procedía de una familia militar de origen libio, y esta a su vez descendía de una tribu asentada en el Delta del Nilo desde hacía varias generaciones. Con Sheshonq I comienza lo que algunos egiptólogos denominan las dinastías libias, que se extendieron hasta la XXIV Dinastía, aunque también es cierto que otros expertos opinan que a pesar de que sus orígenes fueran libios, estos gobernantes eran como los egipcios nativos, habían adoptado perfectamente las costumbres y ritos del país del Nilo, llegando incluso a desconocer algunas de las costumbres practicadas en la tierra de sus antepasados. La llegada al trono de este rey coincide con la pérdida de poder por parte de los monarcas tebanos. Aprovechando esta debilidad, Sheshonq instaura una ley que obliga a que el primer profeta de Amón haya nacido en Tanis, lo cual le garantiza que sea de su propia familia. Así que Sheshonq coloca a su hijo Iuput al mando del gobierno de Karnak. Con este faraón se reemprenden las obras a gran escala por todo el país, y Tebas ve cómo nuevamente las grandes construcciones vuelven a convertirla en una urbe activa y bulliciosa. Naturalmente, para sufragar todos estos gastos las campañas militares vuelven a ser considerables. Los enfrentamientos se vuelven a suceder en Palestina, en Jerusalén, en Megiddo y en varios puntos de Asia. Su reinado fue bastante fructífero, ya que las riquezas conseguidas en sus campañas militares también le procuraron varias expediciones comerciales con Bibblos y algunos puertos del Levante, lo que propició que la economía se estabilizase nuevamente. El resto de los botines de guerra, oro, plata y otros materiales preciosos, sirvieron para levantar varios templos en Tebas. A la muerte de Sheshonq I, Egipto había vuelto a ver como el alimento abundaba y la gente no pasaba calamidades.

Pero varios años después, con la llegada de Osorkón II al poder, comenzó una nueva crisis económica. Las disensiones con Tebas se reiniciaron y los continuos problemas amenazaban con la aparición de nuevas dinastías paralelas. No obstante, Osorkón II recurrió a la antigua fórmula de Pinedjem I. Se apropió de todos los títulos faraónicos, cedió el poder del clero menfita a su hijo y heredero Sheshonq III y a la esposa de este, Karomana. Acto seguido, se dirigió hacia Tebas y posiblemente obligó a que el primer profeta de Amón que estaba activo, Hariese, le cediera el puesto a su otro hijo Nimlot. Pero los planes no ocurrieron como este había deseado, ya que el hijo de Nimlot, Takelot, tomó los títulos faraónicos, se hizo coronar como Takelot II y formó la XXIII Dinastía, que reinó paralela a la XXII.

La superposición de dinastías durante este período no vino sino a causar una profunda ruptura en la estabilidad central y, por lo tanto, se empeoraron las condiciones de vida de la sociedad en general. La sucesión de monarcas contemporáneos provoca la desintegración del reino, porque la figura regia de la realeza había dejado de existir. Para colmo de males, había una nueva potencia que amenazaba las rutas que estaban bajo dominio egipcio: los asirios. No obstante, el ejército carecía de una fuerza impulsora, el poder central estaba quebrado y los ataques no fueron respondidos.

A pesar de que el poder que las familias reinantes ostentaban podría calificarse de ficticio, Takelot II gobierna una zona bastante amplia, que se extiende desde Heracleópolis hasta Nubia, siendo Tebas sede religiosa y capital administrativa. Takelot colocó a su hijo Osorkón como primer profeta de Amón, lo cual aseguraba la sucesión al trono del Alto Egipto, pero de las sombras surgió un poderoso enemigo llamado Pedubastis, que contaba con el apoyo del rey de Tanis, Sheshonq III.

Durante el año decimoquinto de Takelot II estalló en Egipto una nueva guerra civil. Si el país ya estaba mal económicamente, aquella confrontación lo sumió todavía más en la ruina. Durante nueve años los combates se suceden, causando una gran mortandad. Las tropas de Sheshonq III y Pedubastis provocan centenares de muertos en las filas tebanas, pero el rey del Alto Egipto resiste milagrosamente, y el año vigesimocuarto de su reinado se llega a un primer acuerdo de tregua, que en pocos meses se convierte en un tratado de paz. Pero durante dos años habrá continuos tira y afloja que provocarán de nuevo las hostilidades, y esta vez el príncipe heredero Osorkón es expulsado de Tebas y Pedubastis ocupa el trono.

Durante unos veinticinco años, Pedubastis asienta su gobierno en la zona tebaida y, para asegurar su linaje, nombra a su hijo Iuput como corregente. Es entonces cuando surge un nuevo individuo que se hará llamar Sheshonq IV, que muy posiblemente procedía de la familia real de Tanis, y que no estaba dispuesto a permitir que el tebano gobernase por más tiempo. Así pues, un nuevo rey se asienta en el trono del Alto Egipto bajo el auspicio de Amón, hasta que una nueva contienda asoma por el horizonte; un ejército capitaneado por Osorkón III depone al rey de Tanis, situándose como el nuevo monarca reinante. Esta situación deja patente la fractura del Estado. La figura del único rey, capaz y garante de la prosperidad del país, ha desaparecido, y hemos de entender que tan sólo la clase alta, que está bajo la protección de sus privilegios, era la única capaz de vivir en unos tiempos tan convulsos. El resto del grueso de la sociedad egipcia, la clase media baja, se ve obligada simplemente a sobrevivir como puede, viendo cómo el hambre y las enfermedades terminan de diezmar a una desdichada población que ya por sí sola vivía al borde de la desesperación.

La última parte de esta etapa debemos estudiarla superponiendo la XXII y la XXIII dinastías. Sheshonq V, uno de los últimos reyes de la XXII Dinastía, entre sus años treinta y seis y treinta y ocho de reinado, depositó una extrema confianza en uno de sus mejores generales, un hombre afincado en la zona del Delta, que parece ser que gozaba de una tremenda popularidad y el beneplácito de un gran número de nomarcas y nobles del Bajo Egipto, ya que era considerado como el segundo gobernante del Delta, justo por debajo de su rey Sheshonq V. Su nombre era Tefnajt, un príncipe libio, descendiente de las tribus de los antiguos mashauash, aquellos guerreros que se enfrentaron a los Thutmosis y que surtieron de ganado los templos de Amenhotep III. Pronto, a base de organizar reuniones secretas y prometer grandes beneficios para aquellos que se unieran a su causa, su poder se extendió más allá de las zonas normales de influencia que un personaje como él debiera tener, y su punto de inflexión fue la antigua Itchi-Tawi, la que había sido el centro político y administrativo del gran Amenemhat I. Aquí va forjando alianzas y tejiendo una tela de araña con la idea de alcanzar el trono tras la muerte de Sheshonq V. Finalmente, alrededor del año 735, Tefnajt funda una nueva dinastía paralela, la XXIV Dinastía.

Volvámonos ahora hacia el final de la XXIII Dinastía, con sus últimos reyes efectivos, Takelot III y Rudamón. Ya vimos que, durante las épocas anteriores, se había formado y consolidado la figura del virrey de Kush y, si es cierto que los últimos faraones de la XXI Dinastía reclamaron para sí este título, no llegaron a hacerlo efectivo. El motivo es que, ante la debilidad del estado faraónico, se dio el ambiente propicio para que se formara un gobierno muy fuerte en Kush, cuya capital Napata ya había sido anexionada al imperio egipcio durante la primera mitad del Imperio Nuevo. El primer rey de esta nueva jerarquía de Kush fue Kashta, un hombre poderoso y de gran influencia, el cual asumió los títulos faraónicos y extendió su poder hasta la frontera de Nubia y Egipto, tomando las ciudades más próximas a la primera catarata y fundando así la XXV Dinastía. Para instaurar un pacto de no agresión con los reyes tebanos, Kashta colocó a su hija Amenirdis como ‘Divina adoratriz de Amón’. Una vez más, la fórmula de Pinedjem I salvaba a los debilitados tebanos de una guerra que tal vez no estuvieran en condiciones de ganar. A la muerte de Kashta, el mando del reino kushita recae en manos de su hijo Pi’anji. Esto sucede alrededor del año 730 a. C., y el nuevo faraón negro no está conforme con la forma de gobernar que ha tenido su padre. La realidad era que esta dinastía nubia gobernaba demasiado lejos de Egipto, por lo que era inevitable que en cuanto regresaban a Napata las conspiraciones para expulsarlos del poder comenzasen de inmediato. Para intentar mantener su propio gobierno, Pi’anji incursiona sobre el Alto País y toma el control de Tebas. Ordena a su hermana Amenirdis I que adopte como sucesora en el cargo de ‘Divina adoratriz’ a su hija, Shepenupet II. Es entonces cuando Tefnajt, fundador de la XXIV Dinastía, que llevaba unos cinco años de gobierno, siente que su posición está amenazada. No va a permitir que Pi’anji gobierne el Alto Egipto desde Kush, e interpreta que si el faraón negro tiene su capital tan alejada de Egipto es porque el reino no le interesa, no aprecia la tierra que ha sometido. Y así decide realizar una serie de incursiones. Parece ser que en un primer momento, Pi’anji no respondió a las agresiones, pero en cuanto se acercó demasiado a Tebas, el rey nubio se alza con su corona del Alto Egipto; no va a consentir semejante provocación.

Relieve de Takelot III en Karnak.

Los hechos acontecidos nos han llegado gracias a una estela que el propio Pi’anji erigió en su capital, Napata. Según este texto, el rey consintió las brabuconadas de Tefnajt hasta que este salió de Itchi-Tawi para tomar por la fuerza la ciudad de Heracleópolis. Es entonces cuando los comandantes kushitas, que mantenían el nexo de unión entre Egipto y Napata, advierten el peligro que se cierne sobre ellos y envían un mensajero a la corte de Pi’anji. El rey se pone personalmente al frente de un gran ejército y se prepara para responder a las hostilidades de Tefnajt. Tras su llegada a Tebas, el nubio prefiere no iniciar los combates; se permite el lujo de celebrar unos festivales. Para ello, sacrifica a una serie de animales que honrarán al dios Amón, que le concederá la victoria contra su enemigo Tefnajt. Finalmente, la inevitable batalla tiene lugar en el área de Heracleópolis. El ejército de Pi’anji es tan numeroso que desde varios kilómetros de distancia se puede ver cómo sus buques de guerra bajan por el Nilo. Una a una, las fortalezas que estaban bajo el dominio de Tefnajt van cayendo sin remisión. En algunas de ellas, la fuerza no es necesaria, ya que ante semejante despliegue bélico el militar que está a cargo de su defensa prefiere deponer las armas. Otras, por el contrario, son totalmente arrasadas y sus ocupantes exterminados. Pi’anji no tiene piedad con su enemigo. Finalmente, el rey nubio avista Hermópolis, y Nimlot vio sometida su plaza fuerte a un sitio. Al comienzo pensó que podría aguantar, pero fue tan feroz que no le quedó más remedio que rendirse. Para que Pi’anji respetara su vida, tuvo que pagar un precio elevadísimo fijado en plata y oro.

El gran ejército del faraón negro avanzaba sin oposición alguna, y así somete la antigua El-Lahum y Meidum. Tras estas últimas conquistas, las murallas de Menfis prometen una feroz batalla.

Allí estaba Tefnajt con unos ocho mil guerreros. Mientras los mensajeros iban trayendo noticias de las victorias de Pi’anji, Tefnajt había empleado sus recursos en reforzar las murallas, y lo había hecho de tal forma que el asedio parecía condenado al fracaso. Durante semanas, las hordas kushitas se estrellaban contra los muros sin que el enemigo se viera doblegado. Entonces, Pi’anji trazó un plan de ataque que, finalmente, le concedió la victoria. Tefnajt huyó a caballo y, tras instaurar el orden en todo el país, Pi’anji se retiró inexplicablemente a su reino de Napata.

Cuando llegó a su palacio, erigió un gran templo en honor de Amón y ordenó erigir una estela donde se recoge este relato. Para dejar constancia de que Pi’anji era un rey como hacía tiempo que no veían los egipcios, construyó este templo adosado a las antiguas construcciones que Seti I y Ramsés II habían construido en el Kush.

El gobierno que Pi’anji había dejado en el Bajo Egipto no era un gobierno regido por los nubios, ya que perdonó a los gobernadores que se habían unido a Tefnajt. Al fin y al cabo, no había reproche alguno en contra de su gestión. La XXIV Dinastía sólo tuvo dos reyes, el propio Tejnajt y Bakenrenef. El resto de la XXV Dinastía mantuvo un estrecho control sobre Egipto, defendió la franja de Siria y Palestina de la nueva fuerza militar que ya era la primera potencia del momento. Eran los asirios que, en un primer momento, mantenían unas buenas relaciones con Egipto. El rey asirio Sargón tenía una buena amistad con el rey nubio Shabaka, y los dos pueblos vivían en paz, sin ánimo de guerra, aun sabiendo que en aquellos momentos Asiria era mucho más poderosa que Egipto. Pero todo cambió a la muerte de Sargón, pues el poder lo alcanza un nuevo rey llamado Senaqenib. Este hombre era de carácter belicoso y en su primer año de gobierno se abalanza sobre Jerusalén, matando a una gran cantidad de gente y provocando un asedio en el palacio del rey judío Exequias, el cual pidió auxilio al rey egipcio Shabataka. La ayuda prestada salvó al rey de Jerusalén, pero en una segunda batalla las tropas de Shabataka fueron derrotadas y aniquiladas por el nuevo rey, Esaradón, que aprovecha la franja abierta en la defensa egipcia y sobre el año 687 intenta una incursión en Egipto que es frenada. No obstante, tan sólo tres años después volvería a intentarlo. Esta vez Menfis fue pasada a sangre y fuego, y el derrotado Taharqa se vio obligado a huir al sur. Esaradón nombra a Necao como faraón del Bajo Egipto, y se asegura así un vasallo fiel y leal. Egipto había sucumbido ante el imperio asirio. Con lo que no contaba Esaradón era que Taharqa consiguiera recuperar el control de Menfis tan sólo dos años más tarde.

En medio de esta confrontación, Esardón fallece y el imperio asirio es regido ahora por Arsubanipal, el cual presta ayuda militar a Necao y tiene lugar una nueva batalla. Esta vez, Taharqa no tiene tanta suerte y es derrotado en Menfis. Las tropas egipcio-asirias avanzan hasta Tebas, la cual sufre un asedio y cae bajo el poder de Necao y Arsubanipal. Una vez que Egipto está controlado, el asirio se retira a su capital, dejando que el gobernador se corone faraón y se haga llamar Necao I, el cual le ha jurado una absoluta fidelidad. Necao I nombra a su hijo Psamético como gobernador de Atrhibis, lo cual lo convierte en corregente.

Pero en el país de Kush la rebelión llevaba ya meses gestándose. El sucesor de Taharqa es Tanutamón, un bravo guerrero consciente de que sus raíces bélicas se remontan hasta los tiempos del gran Jufu, el constructor de la Gran Pirámide. Se ve humillado y expoliado y, en una campaña que fue sanguinaria, Tanutamón recuperó Aswan, Tebas y Menfis. Las contiendas fueron extremadamente sangrientas, ya que el rey kushita no respetó la vida de nadie. La lucha por el poder era tan encarnizada que Necao I y su hijo Psamético se ven obligados a pedir nuevamente la ayuda de los asirios. En aquella misma campaña, Asurbanipal arrasó Tebas y expulsó a Tanutamón a Napata. En esta batalla falleció Necao I, y su hijo Psamético se refugia en Siria. Los asirios han establecido el orden y colocaron sus centros de operaciones en Menfis y El-Fayum. Sin embargo, estalla la guerra entre Asiria y Babilonia, por lo que Psamético regresa a Egipto con un poderoso ejército y, con la ayuda de mercenarios griegos, se hace con el control del Delta del Nilo. El paso siguiente es aprovechar al máximo el frente abierto entre babilonios y asirios y, tras una gran confrontación, en el año 664 sube al trono Psamético I, unificando nuevamente el país y formando la XXVI Dinastía.

Con la XXVI Dinastía comienza la última etapa en la que Egipto caminará hacia sus últimos años de esplendor, es una auténtica recuperación económica. El reinado de Psamético I sitúa a Egipto en un peldaño superior al del resto de países que habitan en esta franja del planeta. Sin embargo, desde el punto de vista de algunos egiptólogos, Psamético no gozó de una independencia real, sino más bien se mantuvo fiel al control asirio hasta la desaparición de estos. Para otros, sí que gozó del poder suficiente como para controlar la práctica totalidad del país. Sin embargo, vemos que el nuevo rey, en realidad, tuvo la autonomía suficiente como para emprender sus propias campañas militares e incluso en un momento determinado luchar al lado de los asirios, pero no como vasallo, sino como aliado, lo cual es una diferencia notable. El motivo es fácil de entender; de este modo Psamético se cubría las espaldas en caso de que los asirios vencieran a los babilonios, que en aquellos días era lo más lógico. Una vez que Psamético se hubo impuesto a los distintos nomarcas que se repartían las riquezas del país, adoptó los títulos reales del Alto y del Bajo Egipto. Nos hallamos ante un período de tiempo relativamente corto, pues Psamético sólo consiguió el poder absoluto en el año octavo de su reinado. Un año después, el monarca adhiere Tebas a su dominio tras haber hecho un pacto de no agresión con el país de Kush. Para que este pacto fuera efectivo, Psamético consintió que la hija del rey de Kush, Shepenwepet II, fuera adoptada como ‘Divina adoratriz de Amón’ por Nitokris, la hija de Psamético. El cargo de adopción implicaba que a la muerte de Nitokris sería la princesa nubia la heredera del cargo. Como vemos, aquello que tan buen resultado le había dado a Pinedjem I, volvió a garantizar años de paz y prosperidad. Una vez había afianzado sus fronteras, Psamético inició una campaña de reconstrucción del país. Por un lado, había muchos edificios administrativos y templos que habían sufrido las consecuencias de la guerra, y por otro lado la política interna necesitaba una reforma urgente, ya que estaba demasiado debilitada. Psamético I emprendió obras por todo el país, reconstruyó antiguas edificaciones y levantó otras nuevas, y esto sólo era posible si la política exterior funcionaba bien, ya que era la que permitía que Egipto recuperara parte de sus riquezas. Y lo que movía al mundo en aquellos años era el hierro, el metal que permitía obtener grandes victorias militares. Egipto comerciaba con todo el Antiguo Próximo Oriente a cambio de papiro y grano. Debido al poderío que iba adquiriendo, el país de Psamético pudo contratar mercenarios griegos y anexionarlos a sus filas para las campañas militares que se produjeron en este período. Sería el caso de Palestina, que cayó bajo el control de Psamético I, o sus múltiples frentes abiertos con el vecino país de Libia. Se levantaron una serie de fortalezas y puestos avanzados en el Delta y en los pasillos que conducían hasta Asia, lo que provocó que los griegos que luchaban en las tropas del rey se asentaran en múltiples puntos geográficos del norte. Pero el panorama exterior iba a cambiar de forma radical. Los asirios ya no volverán a ser un problema para Egipto, ya que el último rey Ashuruballit II ha muerto a manos de una terrible coalición formada por babilonios, medos y escitas. El imperio de Asiria es ya parte de la historia y Babilonia acaba de ocupar su lugar, y durante varios siglos se colocará al frente del mapa como la gran potencia del Antiguo Próximo Oriente. A pesar de que Psamético había luchado contra ellos, los babilonios se cuidaron mucho de hacer frente al ejército egipcio, y Egipto vuelve a ser respetado en el exterior. Las grandes ciudades adquieren un notable desarrollo, tal y como lo muestran las tumbas de este período. El centro administrativo, Menfis, recoge a una gran cantidad de embajadores extranjeros que realizan aquí sus transacciones comerciales, y esto propicia que Egipto se vea poblado por gentes de todo tipo de culturas existentes. Ya en los últimos coletazos del poder asirio, estos pidieron ayuda a Psamético para poder recuperar parte de los territorios perdidos en la zona de Palestina, pero cuando las tropas del rey se dirigían a socorrer a su antiguo aliado, la muerte alcanzó al anciano Psamético, después de haber estado gobernando su amado país durante cincuenta y cuatro años. Moría así uno de los últimos grandes gobernantes de Egipto.

Psamético I en la tumba de Pabasa, Fotografía de N. Sabes.

Su hijo y sucesor fue Necao II, que gobernó Egipto durante quince años. Después de los funerales de su padre envió a su ejército hacia Palestina. Necao II tenía en mente ayudar a lo que quedaba del ejército asirio a cambio de obtener cierto control sobre las zonas conquistadas, y debió tener éxito su empresa, ya que su zona de influencia llegó hasta el Éufrates. No obstante, los asirios no mandaron en ninguna de estas ciudades conquistadas. Cuando llevaba algún tiempo luchando en Siria tuvo que rechazar el ataque del rey babilónico Nabucodonosor, el cual sin duda estaría algo ofendido ante la alianza que Necao II tenía con los asirios. Por aquellas fechas comenzó la construcción de un canal que unía a Egipto con el Mar Rojo, toda una obra de ingeniería.

Del resto de la XXVI Dinastía, cabría destacar sobre todo el final del reinado de Wahibre, un tanto convulso por la política exterior que este rey llevó a cabo. Ya vimos como Psamético I se había apoyado en distintas fuerzas que intentaban conquistar Babilonia y durante el reinado de Wahibre el hecho se repite. Así pues, se inician una serie de campañas militares contra Babilonia, que estaba comandada por las tribus israelitas. Aquí bien pudiéramos hallarnos ante un hecho singular, y es que durante el reinado de Wahibre había una serie de esclavos en Babilonia que fueron liberados por el faraón, lo que provocó una huida a pequeña escala hacia Egipto. Unas generaciones después, estos judíos estaban firmemente asentados en Elefantina. Algunos autores sostienen que esta colonia sería una de las dice tribus perdidas de Israel, y que durante le reinado de Wahibre se custodió en el templo de Amón nada menos que el Arca de la Alianza que Yavhé había entregado a los judíos tantos siglos atrás.

La campaña militar que pone fin al próspero reinado de Wahibre se cita en Cirene. En aquellos años, el comandante libio que gobernaba esta ciudad mantenía unos duros enfrentamientos con un grupo de sublevados de origen griego. Wahibre envió un ejército para sofocar aquella rebelión, pero la cosa resultó un completo desastre, hasta el punto de que ante el empuje de los bravos soldados griegos los egipcios se negaron a combatir. Aquello debió ser una carnicería. Los soldados egipcios temían tanto a los griegos que se sublevaron contra sus propios mandos. El rey asistía atónito a una situación sin precedentes: jamás había ocurrido una sublevación dentro del ejército egipcio. Wahibre envió a un nuevo contingente de tropas comandada por el mejor de sus generales, Ahmose, el cual, en vez de aplacar la sedición, aunó fuerzas con los sublevados y obligó a Wahibre a un destierro vergonzoso. El destino elegido por el rey derrocado fue Babilonia, donde se fraguó una auténtica amistad entre Wahibre y Nabucodonosor II, el cual preparó un contingente que estaba preparado para reconquistar Egipto. Sin embargo, las tropas de Ahmose II cayeron como un halcón sobre los babilonios, y en un tiempo récord los campos de batalla se vieron sembrados con los mutilados cuerpos de aquellos que antaño habían sido invencibles y que habían exterminado al imperio de Asiria. El reinado de Ahmosis II fue un momento de auge y prosperidad, ya que concentró todo el flujo de mercancías en la ciudad egea de Naucratis, lo que provocó un florecimiento de toda esta zona. Ante tal éxito, repitió la operación con otros puntos importantes del Egeo, y de esta manera muchas ciudades comerciales se vieron salpicadas por el progreso que Ahmosis II había conseguido para su país. No obstante, no estuvo exento de sobresaltos, ya que dos de los incansables enemigos de Egipto acechaban continuamente en la oscuridad. Uno era Babilonia, y el otro era aún más voraz que el primero, Persia. En la última etapa de su reinado, Ahmose inició una serie de construcciones por los puntos más importantes de Egipto, pero se vieron interrumpidas ante la terrible noticia que había llegado a la corte real. Persia había sometido a Babilonia y había puesto sus ojos sobre Egipto. La muerte de Ahmosis se produjo justo cuando las hordas de Cambises II entraban en el Delta del Nilo. Aquí aparece un temeroso Psamético III, que no tardaría en comprobar que su futuro era algo más que incierto.

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