Todo lo que debe saber sobre el Antiguo Egipto

Todo lo que debe saber sobre el Antiguo Egipto


VIII. EL FINAL DE UN IMPERIO » La Época Baja, el último esplendor

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LA ÉPOCA BAJA, EL ÚLTIMO ESPLENDOR

Con la Época Baja comienza la XXVII Dinastía, que también es conocida como el I Dominio Persa. Cuando Ciro II, rey de Persia, nombró a su hijo corregente con el título de rey de Babilonia, estaba casado con una joven persa, su reina. Pero al mismo tiempo, Ciro II tenía otra segunda esposa, una concubina de origen egipcio que era terriblemente bella, mucho más hermosa que cualquiera de las mujeres de Persia. La egipcia había cautivado el corazón de Ciro II hasta el punto de que rehusaba mantener cualquier contacto físico con su otra esposa, la cual, loca de celos, acrecentó un odio sin igual hacia los egipcios en el corazón de su hijo, que algún día sería rey y gobernaría el mundo con el nombre de Cambises. Es de suponer que esta historia de celos y pasiones desenfrenadas que Heródoto nos cuenta es a todas luces de dudosa realidad. No hemos de olvidar que Cambises no sólo sentía odio por Egipto, sino que odiaba cualquier raza y país que no fueran los suyos. Así, cuando entraron en Egipto, las tropas de Cambises II no encontraron oposición alguna, y Psamético III se convirtió en un auténtico pelele en manos del cruel rey. Gracias al relato de Heródoto en su obra Los nueve libros de la Historia, en el Libro II podemos ver como un Psamético horrorizado por la barbarie fue un juguete en manos de Cambises. Al hijo de Ahmose no le quedó otra que capitular, pero la rendición fue pactada. La condición era que Psamético se uniera al ejército persa con un rango de alta graduación, y que toda su familia debería ser respetada. Y Cambises II prometió que cumpliría su palabra. Si durante el reinado de los hicsos Egipto había tenido un gobierno extranjero, al menos estos no habían conseguido doblegar a todo el país. Pero esta situación era totalmente distinta. Como puntilla, a Cambises no le interesaba en absoluto ni la historia ni los dioses de Egipto, así que no dudó en arrasar muchos templos del país. Su crueldad llegó a tal extremo que incluso asesinó con sus propias manos uno de los toros Apis de Menfis. Era una clara señal de repudio hacia todo aquello que fuera egipcio. Los bienes de los templos fueron confiscados, y es fácil imaginarse las enormes caravanas que marcharían hacia Persia, cargadas de oro, plata y piedras preciosas. Cambises ni siquiera tenía en mente residir en Egipto y, tras profanar la tumba de Ahmosis II, colocó en Menfis a un gobernador de nombre Ajemenes, hermano del futuro Jerjes I. Así, Egipto se convirtió en una satrapía persa. Pero Amón, el Señor de los tronos de las Dos Tierras, todavía no había dicho su última palabra.

Por aquellos días, Cambises aún no había cumplido lo prometido, así que cuando Psamético le recordó el trato que habían hecho, el persa acusó al egipcio de conspiración y lo condenó a muerte. Pero antes de ejecutarlo, Cambises II disfrutó con el placer que le procuraron la humillación y la violencia con la que trató al otrora rey de Egipto. Lo sentó en un trono e hizo desfilar ante él a su hijo, vestido como un esclavo y atado de pies y manos, con una correa que se ceñía en su boca como si de una mala bestia se tratara. Junto al príncipe, desfilaron dos mil egipcios que eran gentes cualesquiera, sin razón ni condición aparente: era el pueblo de Egipto que desfilaba ante el abatido y depuesto rey. Luego, los asesinó a todos, dejando a Psamético para el final. Celebró una orgía de sangre, una matanza espectacular y sin parangón en la historia de Egipto. Cambises se convirtió en un huracán demoníaco que sembró la muerte y el horror por toda la tierra de los faraones. Tras aquella horrible jornada, declaró que adorar a las divinidades egipcias era un acto de traición y que había que deponer a los embusteros que se ocultaban tras los altares. Así, Cambises II declara que las jerarquías egipcias, la sacerdotal, los escribas, los políticos y los militares, ya no son necesarios en el país. Los santuarios son profanados y en los bellos pavimentos de gres se vierte la sangre de los sacerdotes que se niegan a abandonar a sus milenarios dioses. Cuando Cambises llegó a Karnak actuó con la misma crueldad y asesinó a la casta del dios tebano. Los amonitas habían sido los culpables del empobrecimiento de Egipto, y como pago a sus desgracias comprobaron cómo su casta, que había tenido incluso más poder que el propio faraón, desaparecía para siempre. Nos cuenta Heródoto que los más ancianos y sabios dijeron que aquella horrible tragedia había sido profetizada tiempo atrás por el oráculo de Amón, que estaba en la región de Siwa. Cambises, que tenía dos contingentes preparados para iniciar una campaña militar, reúne una sección más y los pone en movimiento. Una sección estaba destinada a la conquista de Cartago, cosa que no consiguió. La otra estaba destinada a la guerra con los etíopes, y era el propio rey quien la comandaba. El tercer grupo fue enviado al oasis de Siwa para exterminar a los sacerdotes y destruir el oráculo de Amón. Esta partida debió ocurrir sobre el año 525 o 524. El contingente estaba formado por cincuenta mil soldados y, cuando casi habían llegado al oasis, tuvo lugar un hecho que fue denominado por los egipcios como la venganza de Amón, el del brazo poderoso. Resultó que todo el contingente persa desapareció en el desierto. Y no hemos de olvidar que no sólo hablamos de los cincuenta mil soldados, sino también de los hombres que llevaban un gran número de carros. En estos carros iban las armas, los alimentos de la tropa y de los animales, botijos de agua, caballos y demás efectivos que se necesitan para mover una caravana de semejantes proporciones. Jamás se supo de ellos. Cuando Cambises se enteró de esto, se encolerizó como nunca lo había hecho antes. Envió una misión de rescate, pero no encontraron nada. Heródoto nos dice que, a pesar de que los egipcios otorgaron aquel milagro al dios Amón, no habría de ser sino una de las tormentas que a menudo se desatan en el desierto, que incluso pueden llegar a poder sepultar una ciudad entera. No obstante, también se pone en tela de juicio el número de soldados que Cambises envió para matar a unos cuantos sacerdotes ritualistas. No hay que olvidar que no iban a luchar, sino a enfrentarse a un puñado de hombres desarmados. Para asesinar a unos asustados e indefensos sacerdotes del dios Amón, Cambises no necesitaba cincuenta mil efectivos.

Durante muchos cientos de años el relato de Heródoto no fue considerado como real, sino que se pensaba que este autor había fanfarroneado acerca del número de soldados que comandaban aquella expedición. Hasta que a finales del año 2000 una noticia sorprendió a propios y extraños. Una expedición de geólogos que buscaba posibles embalses de petróleo había hallado los restos del ejército perdido de Cambises. Junto a los esqueletos, aparecieron puntas de flecha persas, cuchillos persas, bocados para los caballos, así como restos de ropa en un excelente estado de conservación. Como si por arte de magia se tratase, en el 2009 un equipo de la Universidad de Lecce halla más restos humanos, armas, ropas, brazaletes, pendientes y otros objetos que también eran de origen persa. Así pues, todavía estamos a expensas de dictaminar nuestra propia sentencia, si esto fue obra de la ira de Amón o más bien se trató de la tormenta perfecta.

Lo único cierto es que Cambises II murió en el 522 y que nadie en Egipto lloró su muerte. Del reinado de Darío I podemos destacar que, a pesar de no residir en Egipto, ordenó reconstruir varios de los templos que su antecesor había destruido y también mandó erigir obras nuevas, como una ampliación en el Serapeum, y terminó el canal que Necao II había comenzado a construir. Además, utilizó a Egipto como modelo a la hora de redactar las leyes que regirían a todo el Imperio Persa. Sólo visitó Egipto tres veces durante los treinta y cinco años de su reinado; un dato que refleja un buen gobierno, pero también despreocupado. Los egipcios vivieron a su modo, recuperaron sus tradiciones antiquísimas y nadie les prohibió adorar a sus divinidades milenarias. Con este acto, el odio que los egipcios tenían hacia los persas se vio ligeramente minimizado. Sin embargo, las cosas cambiaron hacia el final de su reinado, ya que comenzaron una serie de revueltas a gran escala. Los egipcios opinaban que si el rey que los gobernaba no deseaba ni siquiera venir una vez al año, ¿para qué querían que los gobernara? Sería Jerjes I el que pusiera fin a los conflictos por medio de las armas. El grueso de sus tropas se hallaba luchando en Grecia, así que envió un pequeño contingente que resultó bastante efectivo. El resto de los reyes persas tuvieron que convivir con las luchas de griegos contra persas y egipcios contra persas. Era un frente abierto en todos los aspectos que no tardaría en pasar factura. En una de estas revueltas, el sátrapa Ajemenes fue abatido a manos de un guerrillero egipcio llamado Inaros. Artajerjes II fue derrotado y expulsado de Egipto en el año 400, lo que propició que el trono fuera ocupado por Armiteo de Sais, y con él se proclama una de las últimas dinastías egipcias.

Esfinge de Nefarud I. Museo del Louvre, París.

Realmente, hablar de la XXVIII Dinastía nos ocupará muy pocas líneas, ya que Armiteo de Sais fue el único rey de esta dinastía. De su reinado se sabe muy poco. Sabemos que la última revuelta de los egipcios contra los persas se produjo en el año 413, que Armiteo se proclamó rey sobre el año 404 y que en el año 400 era rey del Alto y del Bajo Egipto. La explicación que los egiptólogos e historiadores tienen para este hecho es que, dada la convulsa situación entre todos los países del Antiguo Próximo Oriente, Armiteo fue aliándose con cualquier estado que luchase contra Persia. Esto debió provocar una inestabilidad interna bastante grave, ya que los nobles comenzaron pronto a situarse en bandos distintos, lo que propició el peligro de la independencia. En la ciudad de Mendes surgió un rival muy poderoso que derrocó a Armiteo y lo hizo ejecutar en la ciudad de Menfis. Se trataba de Neferud I, y con él se funda la XXIX Dinastía.

Este hombre llamado Nefarud debió alcanzar el poder a una edad avanzada, ya que solo reinó durante seis años. Su muerte fue toda una fatalidad, puesto que después de que fuera sepultado en una tumba menfita estalló la guerra por el poder. De toda la rama familiar, que se enzarzó en una cruenta lucha, salió vencedor su hijo Pasherenmut, que reinó por el corto espacio de un año. Fue suplantado por un tal Hagar, del cual se desconoce absolutamente todo. Así, debemos suponer que Pasherenmut fue asesinado y derrocado por una conspiración. Hagar, que gobernó durante trece años, emprendió una serie de edificaciones e hizo frente a un intento de los persas por recuperar Egipto. El secreto de este éxito arrollador fue que el rey incluyó entre sus filas a los mejores mercenarios griegos. En lo que se refiere a su política exterior, el comercio progresó gracias a una alianza con Chipre. Tras su muerte, fue sucedido por su hijo, Neferud II, el cual reinó menos de un año, pues fue depuesto por un personaje de Sebenitos, el cual fundó una nueva casa.

La XXX Dinastía fue iniciada por Najtnebef, pero la historia nos lo ha presentado como Nectanebo I. Había sido general de Neferud II, ocupando un cargo importante en la ciudad de Sebenitos, situada a unos treinta kilómetros de Mendes. Sabemos que durante su año quinto de reinado tuvo que repeler un nuevo ataque persa, ya que estos no le quitaban el ojo de encima a aquella tierra que tanto grano producía y que ellos tanto necesitaban. La suerte se alió con Nectanebo I, ya que la inundación del Nilo se anticipó, los caminos se hicieron intransitables y, para mayor ayuda, Persia entraba en guerra con Atenas. El reinado de Nectanebo I es muy próspero. Este hecho se deduce por el amplísimo programa constructivo que llevó a cabo durante sus años de gobierno. Allí donde construía dejaba claro que su origen no estaba en el seno de la realeza, algo que da una muy buena imagen de él. Además, se puede deducir que su programa de construcción sólo fue factible gracias a la paz que imperó durante su reinado. El edificio que mejor identifica a este rey es la parte antigua del templo de Isis en Filae. Hacia el final de su reinado, dos años antes de su muerte, se unió a la alianza que Atenas y Esparta habían consolidado para luchar contra los persas, que cada vez eran más belicosos. Fallecería en el año 362 y sería sucedido por su hijo Djedhor. Poco duró este reinado, tan sólo cinco años, ya que Djedhor se lanzó en un ataque contra los persas, cuyo resultado fue que su hermano Tjahapimu se sentase en el trono para que gobernara en su ausencia. Sin embargo, este derrocó a su propio hermano y sentó en el trono a su hijo, el cual sería el último faraón egipcio que reinaría en Egipto.

Obelisco de Nectanebo II. Museo Británico, Londres.

Nectanebo II es el último nativo que se convierte en rey. El resto de los gobernantes que están por llegar serán todos extranjeros. Tuvo que hacer frente a una serie de revueltas provocadas por los partidarios de Djedhor, los cuales lo veían como un usurpador. Algunos autores sostienen que Nectanebo II era primo del rey depuesto, pero hay indicios que pueden señalar que en realidad se trataba de su sobrino. La documentación de estas dinastías es tan confusa que también podemos señalar que algunos egiptólogos opinan que hubo una guerra civil, pero parece ser que los enfrentamientos ocurrieron tan sólo en el área de influencia de Mendes, por lo que difícilmente podemos hablar de guerra civil. No obstante, Nectanebo II es de lejos el faraón que dio a Egipto mayor estabilidad y prosperidad desde la caída del Imperio Nuevo. Una vez que el país volvió a estar bajo su gobierno, tranquilo y en paz, emprendió un grandioso programa constructivo.

Las obras del Serapeum se ampliaron a lo grande y se comenzaron otros muchos monumentos destinados a rendir culto a muchos otros animales que allí eran momificados. Tras dieciocho años de reinado próspero, con un comercio exterior bastante aceptable dado el panorama de guerra, el azote persa regresó en el año 344. Los invasores encontraron una fuerte oposición, lo que permitió al rey huir hacia el sur. Durante dos años más mantuvo un cierto control en la zona que comprendía Edfú y Nubia. Finalmente, los persas lo derrotaron en el año 342 y tuvo que exiliarse en el país de Kush. Comenzaba el II Período Persa, y con este hecho, se ponía fin a un linaje egipcio nativo que había durado casi tres mil años. Hasta su anexión al Imperio Romano, Egipto sería ya siempre una satrapía.

La XXXI Dinastía comprende el reinado de tres reyes: Artajerjes III, Artajerjes IV y Darío III. Según la cronología de Dodson y Hilton, se extiende desde el año 342 hasta el año 332, cuando Alejandro Magno hace su triunfal entrada en Egipto. Son tan sólo diez años, pero son brutales en cuanto a violencia se refiere. Se llegó a un nivel de anarquía que jamás se había visto antes en Egipto. El motivo era que a los persas no les interesaba el gobierno, sino expoliar el grano y recaudar los impuestos que sufragaban sus guerras. Este hecho trajo muchas hambrunas y con ellas regresaron las revueltas. Pero el ejército persa siempre lograba imponerse, y daba severos castigos a la población. Aquellos que eran hallados culpables de traición eran ejecutados y la rueda continuaba girando una nueva estación, una nueva revuelta y más ejecuciones. La gente de a pie, campesinos, pescadores, alfareros, panaderos y ganaderos, era la que pasaba hambre, la que veía cómo día tras día, los persas quitaban el pan de la boca de sus hijos, y esto sólo generaba odio, resentimiento y violencia. Si había que morir, era mejor morir luchando que morir de hambre retirado en el exilio de una vieja y derruida cabaña. Con todo este panorama, no es de extrañar que los egipcios vieran en aquel joven conquistador a un libertador. A pesar de todo el poderío persa, Alejandro entró a sangre y fuego en las fronteras de Darío III, y este sólo pudo hacer una cosa, huir. Aquel joven poseía la fuerza de Amón, los brazos de Horus y la potencia de Amón-Re, el padre que lo aguardaba tranquilo y sereno en el oasis de Siwa.

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