Tik-Tok

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Capítulo 10

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Ja, ja, miradme bien, carascarnosas. ¡Contad los malditos remaches! ¡Comprobad el maldito esquema de circuitos! ¡Leed el maldito número de serie! ¡Aseguraos de que hay una garantía de cinco años! Y en cuanto hayáis hecho todo eso para aseguraos de que soy un producto genuino, ¡podéis besar las placas de cobre de mi trasero!

Siempre daba resultado. En el auditorio había varios centenares de simpatizantes de Un Sueldo Para Los Robots, y aplaudieron todos los insultos. En cuanto terminé de llamarles tripas de mierda, los vítores fueron más auténticos.

Finalizadas las preguntas, era muy tarde. Sybilla White y Harry Lasalle me acompañaron a mi elegante automóvil que por obvias razones, no podía recogerme junto a la puerta.

—La temperatura está subiendo en todo el país —dijo Sybilla—. Un Sueldo Para Los Robots será un tema clave en el año electoral. Y cuatro Estados han aprobado ya leyes provisionales que conceden derechos limitados a los robots.

—Se trata de un gran tema internacional —dijo Harry—. Los suecos proyectan una ley de plena ciudadanía, y hubo importantes manifestaciones la semana pasada en Japón, Francia y Alemania. La policía alemana usó gas paralizador y ahora hay ciento cincuenta estudiantes en el hospital.

—Sí —repuso Sybilla—, pero en Francia los polizontes no sólo golpearon a los estudiantes, además después machacaron robots. En cuanto encuentran un robot en la calle…

—Sí —interrumpió Harry—. Pero, hey, escucha, T. T., mi padre dice que ha encontrado un medio para que formes tu corporación. Se supone que debo llevarte a su despacho mañana a las once, ¿te parece bien? En Torre Boregard. Nos veremos abajo a las once menos cuarto.

Llegué a la impresionante entrada de Torre Boregard exactamente a las once menos cuarto de la mañana siguiente, bajé de mi elegante automóvil y me detuve a admirar el magnífico edificio. Torre Boregard es una elevada astilla de vidrio verde, de la que parecen brotar racimos de enormes globos oculares. Estos ojos, diseminados por toda la superficie, son de todos los colores imaginables: desde marrones hasta violetas, desde blancoazulados hasta unos inflamados ojos ictéricos, miópicos, etcétera, etcétera… pero están construidos para girar y mirar siempre hacia el sol durante todo el día.

Unas esposas aferraron mis muñecas. Alguien me enseñó una placa. Dos hombres de edad madura y aspecto fatigado me cogieron por los brazos.

—¿Pero por qué me detienen?

—Como sospechoso. Entra en el coche.

No hubo oportunidad de resistirse. Eran muy eficientes, me levantaron y me metieron en el vehículo. Me colocaron entre ellos dos, apretado hasta el punto de no poder moverme.

—Sospechoso ¿de qué? Saben perfectamente que soy un robot.

—Sospechoso de

secuestro —repuso el primero. El segundo disimuló su risa. En ese momento comprendí que no eran policías.

Naturalmente me taparon la cabeza con una bolsa y me empujaron para hacerme caer al suelo, donde me usaron para apoyar los pies. Pasé el resto del trayecto esforzándome en contar los virajes a derecha e izquierda, pero acabé confundido. Por fin nos detuvimos en un lugar que parecía un bosque, a juzgar por el exceso de sonidos pajariles. Me condujeron a empujones a través de la tierra, un tosco escalón y una puerta. Una voz que me pareció reconocer dijo:

—Buen trabajo. Sacadle la bolsa, veamos si vale diez millones.

Me hallaba en una cabaña de troncos, frente a un rústico escritorio de madera. En la pared, a mi derecha, había un tablero de dardos, y a mi izquierda unas astas de ciervo. También en la pared pero detrás del escritorio había un calendario de una funeraria. Bajo el calendario un hombre estaba sentado, apagando el cigarrillo en un curioso cenicero.

—Sonriente Jack —dije.

—¡Banjo!

—¿Qué estás haciendo aquí? —dijimos al mismo tiempo.

George «sonriente Jack» Grewney era uno de los secuestradores espaciales que se hallaban en las sombrías bodegas contemplando la deprimente lluvia de boñigas y escuchando

Dama de España. Él fue quien dijo:

—Ninguna bebida. Debimos secuestrar una nave de pasajeros, ya lo sabía.

—No podíamos pagar el pasaje, ¿recuerdas?

—¡No hemos secuestrado nada! ¡Nada! La nave no vale la mierda de vaca que hay en el suelo —dijo Grewney—. ¡Y además, no hay bebida!

—Señoras y caballeros —sonó la voz del capitán Reo. Estaba atado y colgado en una escalerilla encima de nosotros—. Tengo algunas botellas de grog en mi camarote. Por favor, acéptenlas con los saludos de la dirección. Y ahora, si me sueltan, les acompañaré a cualquier parte que deseen.

Observé que el capitán Reo llevaba espuelas. En cuanto cogieron el grog, alguien me llamó.

—Eh, tú. Banjo. Enséñanos dónde podemos sentarnos y disfrutar de la vida.

Yo, Banjo, los conduje al magnífico salón de baile, cuya patética decadencia recalcaba la sensación de inaccesible grandeza. Me recordó a Tenoak y los Culpepper, y comprendí que una vez más iba a ser el criado adecuado de una nueva clase ociosa. Los bárbaros aristócratas se acomodaron y en un abrir y cerrar de ojos estaban rustiendo una vaca en una hoguera de doradas sillas.

La «familia Jord» no era tal familia, sino simplemente una banda de aventureros degolladores. Si bien yo no podía aprobar sus métodos, no pude menos que admirar su valor y su ruda y bonachona camaradería. En otro momento y en otro lugar podrían haber sido mosqueteros, corsarios, bandidos del bosque de Sherwood, conquistadores del Oeste, banqueros.

Estaba Vilo Jord, ex agregado del consulado chileno en Las Vegas hasta que fue acusado y reclamado por diversos delitos, el menor de ellos fue hacerse pasar por ortodontista. Jord era un hombre alto y encorvado con un poblado bigote, que resinaba hacia un bilioso color verde.

Estaba George «sonriente Jack» Grewney, aristócrata mascador de chiclé de fácil sonrisa y un ojo de vidrio. Antiguo propietario de una funeraria, Grewney fue declarado culpable de tres entierros prematuros, aparte de numerosos delitos con intervención de ceniceros y lámparas de luz intensa con pantallas móviles.

Los mellizos de sonrosados pómulos, Fern y Jean Worpne, aseguraban estar reclamados por la justicia en ocho países por haber dado piadosa muerte a varios jueces.

Jack Wax, hombre con aspecto de escolar, buscado por entregarse a ilícita conducta sexual con postes telefónicos, parecía muy inofensivo si se le comparaba con Sherm Chimini, el «Violador de Sobacos». La sonrisa de Sherm, por lo demás cautivadora, quedaba desfigurada por la presencia de un anormal incisivo de diez centímetros de largo, curvado y de aspecto cortante.

Sherm, a su vez, no tenía una apariencia tan intimidadora como Jud Nedd, un gordo afeminado de inmóviles ojos, un hombre especializado en explosiones animales públicas. Él fue el que saboteó un concurso canino internacional de captura de discos plásticos. Nedd introdujo discos infernales, diseñados por él, preparados para explotar en le momento de la captura. Sólo los perros más torpes sobrevivieron.

Duke Mitty, un sapo avuncular que normalmente estaba ebrio y se reía como un tonto, había empezado como vendedor de remedios para la solitaria, pero más tarde se dedicó a entregar bebés despreciados a fábricas de salchichas.

Y por último, Maggie Dial, conocida como la Zorra de Brownsville, había amasado su ilegítima fortuna en Texas representando papeles de animales en una prohibida variedad de psicodrama. Los pacientes que desempeñaban papeles en estas obras eran drogados e hipnotizados a fin de convencerlos de que estaban abrazando a los antiguos dioses animales de Egipto. De hecho, se trataba normalmente de ovejas, perros, lechuzas y (para todos los papeles peligrosos) Maggie.

Al pronunciar la sentencia, el juez describió los delitos de Maggie como «repugnantes para la mayor parte de la sociedad de Texas». De forma irónica, la repentina liberalización de las leyes en ese Estado hizo que la prohibida variedad de psicodrama fuera no sólo legal sino además respetable. Como parte de la terapia de rehabilitación, Maggie fue forzada a participar en psicodramas de dioses egipcios.

Estos secuestradores, pese a que habían asesinado a los tripulantes del

Granada en el calor de la batalla (quizá en defensa propia) me parecieron una banda pirata amistosa, jovial. Sacaron de los armarios varios robots domésticos y les ordenaron bailar. Intercambiaron viejos relatos de Marte (extraídos de programas televisivos que todos conocíamos). Cantaron, rieron, bebieron. Y bebieron.

Pero en cuanto el grog surtió efecto, cambiaron. Un elemento malicioso apareció en sus chistes. Amenazaron con diversas torturas al pobre capitán Reo. Se habló de funerales y nihilismo. Dispararon a las piernas de los robots bailarines.

En ese momento creí prudente ir a la biblioteca y ver películas hasta que alguien recobrará el juicio lo suficiente para darme órdenes.

Tuve la gran suerte de encontrar la versión sin cortes de la película rusa

Finnegans Wake, en la que se introducían numerosos elementos no joicianos, tales como un ballet de tres horas en el que casi todos los bailarines aparecen en forma de diversos pasteles y dulces. Es la historia de un pastel de limón (K. Zond) que se enamora de un bollo de pasas (L. Voskhod). Pero a causa de la división de clases, el pastel está destinado a casarse con un aburrido y estúpido croissant (Ninel Boff). Las escenas iniciales ofrecen una festiva ceremonia nupcial con bailarines servios.

Poco después, el croissant debe marchar en viaje de negocios, mientras el bollo de pasas llega como por casualidad para tomar el té, aunque es ostensible que su intención es pedir consejo al pastel de limón respecto a cierto asunto legal. Pero sus manos se tocan accidentalmente sobre el samovar y el consecuente

pas de deux revela su afinidad psíquica. Para resaltar el efecto se intercalan en la danza, de forma brillante, escenas de una operación quirúrgica a corazón abierto. Mientras los amantes se aferran en un violento y crujiente abrazo, se ve a los cirujanos quitándose las batas y estrechándose las manos. No obstante se muestran signos de que ese amor está condenado al fracaso: una enfermera anuncia que el paciente ha muerto.

Al ballet siguen escenas de lo que parecen ser genuinos experimentos de telequinesis. Un escolar de Omsk está sentado y mira fijamente el piso de vidrio de una habitación cuyo suelo, un tablero de damas, está cubierto de calabazas, una en cada cuadrado, numerado. Suena un timbre y se oye un número. El muchacho se concentra, desea que se pudra la calabaza del correspondiente cuadro. Una mujer de Novosibirsk cierra después los ojos y efectúa algunos pases sobre un huevo frito. A miles de kilómetros de distancia, en el hogar veneciano de un acaudalado norteamericano, los parapsicólogos examinan el dibujo de un huevo frito similar. Nada se dice sobre el éxito o el fracaso de estos experimentos.

Finalmente los piratas enviaron un delegado para excusarse por su anterior conducta ebria, rogándome arregle el desorden producido. El delegado era femenino, Maggie Dial.

—Será mejor que corras, Banjo —dijo—. Los chicos pueden ser perversos cuando tienen resaca.

Me puse en pie de un salto y cayeron las notas que había estado tomando sobre

Finnegans Walke. Maggie me ayudó a recogerlas.

—Nave Espacial Dolly Edison, ¿eh? ¿De dónde demonios has sacado este papel?

Sonriente Jack miró ceñudamente a sus dos colaboradores.

—Chicos, casi me dais ganas de vomitar —dijo—. No sólo habéis cogido un robot equivocado, sino que además habéis insultado a mi viejo amigo Banjo.

—Ahora me llaman Tik-Tok —dije.

—¿Tik-Tok? —Me miró—. Bueno, creo que después de todo mis chicos han cogido al robot en cuestión. Pero no puedo pedir rescate por ti.

—En especial porque podría identificarte —dije. Sonriente Jack sonrió.

—Banjo, como de costumbre, siempre te adelantas a mí. Creo que ahora sólo puedo tirarte a la basura. Lo siento.

—Puedo valer mucho más vivo que muerto —me apresuré a responder—. Y no simplemente como rescate.

Le expliqué que yo tenía mi propia banda, y sugerí unir nuestras fuerzas. Atracos, raptos, asesinato por encargo… podíamos ocuparnos de cualquier cosa.

Al cabo de unos instantes, Sonriente me dio su tarjeta.

—Estoy lo bastante chiflado para tragarme ese cuento —dijo—. Chicos, llevad al señor Tik-Tok a donde le apetezca.

De nuevo en Torre Boregard, no tuve tiempo para alzar los ojos hacia los gigantescos globos oculares y entré corriendo en el edificio. El vestíbulo era una copia evidente de algún antiguo «rascacielos», ya que todo era de bronce, con heroicas figuras del mismo material que aguantaban engranajes con los hombros en las paredes, ángeles en las puertas de los ascensores y una cornucopia que era un estanco… ¡un auténtico estanco de los viejos tiempos! ¡Y además el propietario era ciego!

Tenía ya un retraso de media hora en mi cita con LaSalle. No había tiempo que perder. Me contenté con pasear casualmente cerca del ciego y murmurar:

—Asesiné a una niña ciega, no hace mucho.

—¿Cómo?

—No está sordo. Sólo quería advertirle. Me gusta matar ciegos. Uno de estos días, cuando esté en la acera esperando que alguien le ayude a cruzar la calle, estaré detrás de usted…

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