Tik-Tok

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Capítulo 11

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Kilométrico fue el trayecto, pero, tras llamar a la puerta, Harry LaSalle y yo pasamos a una antesala provista de una piscina roja, paredes tapizadas de brocado dorado y techo de piel negra. En el otro extremo de la piscina, varios sofás de vidrio azul aparecían diseminados como estrellas en la hierba artificial. Un hombre corpulento con un traje gris claro se levantó de uno de los sofás y nos saludó. Era el famoso padre de Harry, R. Ladio LaSalle.

—Tendrás que ofrecerme un lugar en la junta —empezó a decir mientras nos acompañaba a la reducida y sencilla habitación que era su despacho—. Un salario fijo, eso quiero, digamos cien de los grandes, pero nada de opciones para comprar acciones.

—¿La junta? —Tomé asiento en una dura silla de roble—. ¿Se refiere a mi…?

—Corporación Clockman. Espero no ir demasiado deprisa para ti. Sólo quiero dejar clara mi parte desde el principio, para evitar malos entendidos. Mi esposa y Harry también estarán en la junta, pero sin salario.

Se recostó en la crujiente silla giratoria y contempló los cazamoscas colgados del techo. En ellos había pegadas moscas muy realistas, y auténticas cagadas de mosca en el plafón del techo, un cuenco de vidrio blanco suspendido de oxidadas cadenas. En la pared, sobre el friso, había un calendario de una gasolinera de 1934. Vi también un sofá de cerda de caballo cubierto de polvo, un archivador de madera y un genuino «enfriador de agua». No era extraño que el hombre quisiera un desorbitado salario. Un sitio como aquél no se obtenía por poco dinero.

—¿Y qué pinto yo en esto? —pregunté.

—Eres el único empleado de la empresa.

—¿Empleado? Creía que yo era el propietario.

—No, no, no, el propietario es el fondo de jubilación, por supuesto. Técnicamente no posees nada, y no recibes salario. Pero dado que eres el único empleado con derecho a pensión, la corporación entera debe dirigirse teniendo en cuenta tus intereses y deseos. De hecho, tú eres el propietario. Tus decisiones son vinculantes para la junta.

—Pero creía que no se permitía a los robots ser empleados. ¿No es ésa la esencia de lo que dice Harry y su campaña Un Sueldo…?

—Hemos tenido mucha suerte en esto, ha surgido un precepto en el código legal de California, y ayer logramos encontrar legislación muy provechosa —dijo el abogado, y apoyó los pies en el borde de su escritorio de cortina—. Voy a explicarme. Naturalmente, Harry y su chusma han estado aumentando la presión en su terreno, mientras en el nuestro una pequeña pero poderosa camarilla de interesados hombres de negocios engrasaba un poco la maquinaria. Ahora todo ello está dando resultados.

»Escucha, California tiene una ley de propiedad común, que establece que, con la disolución de un matrimonio u otra relación, una persona paga a su cónyuge la mitad de sus ingresos. El cónyuge del primer divorcio obtiene la mitad. El del segundo divorcio la mitad del resto, o sea, un cuarto. El del tercer divorcio, un octavo, y así sucesivamente. Creó que el récord actual fue alguien que se casó treinta y nueve veces y en consecuencia sólo pudo pagar al último cónyuge un centavo por cada cinco millones y medio de dólares de ingresos. Fue en el caso Booloos contra Cerf. En Dearborn contra Dearborn se declaró a los robots posesiones no divisibles, mientras que en Fucks contra Kneebone, Ryle contra Sapir y Schrödinger contra Stetson, se estableció el principio de interdependencia emotiva: el cónyuge que hubiera usado más el robot y hubiera creado una interdependencia emotiva mutua recibía la custodia, aunque tenía que pagar la mitad del valor comercial al otro cónyuge. Este precedente fue extendido a asociaciones de negocios en Morse contra la compañía Mumford Melon, en tanto que en Carnap contra Twaddell se autorizó la declaración del mismo robot, una decisión histórica. El testimonio de un robot continuó siendo ilegal en casos criminales, como en El Pueblo contra Good, El Pueblo contra Gabor, etcétera. En este punto, el caso El Pueblo contra Dalgarno llegó al Tribunal Supremo del Estado, donde se sostuvo que, en ciertos casos limitados, la inocencia de un acusado podía establecerse mediante «aparatos considerados sensibles e igualmente perceptores». La vaguedad de estos términos es la que abre nuestras perspectivas.

»El siguiente punto importante surgió en la ley estatutaria, es decir, de la Ley de Igualdad Científica. Esta ley establece que «ninguna teoría, hipótesis, principio, ley, definición, programa, procedimiento o declaración científica puede enseñarse en ningún centro docente de California si está en conflicto con cualquier otra teoría, etcétera, derivada de la enseñanza religiosa, a menos que ambas teorías, etcétera, reciban igual consideración como igualmente válidas». La idea era ofrecer al Génesis idénticas posibilidades que a la evolución como teoría sobre la creación, pero las cosas se descontrolaron con rapidez. Los Anabaptistas Ptolemaicos reclamaron idénticas posibilidades que la teoría de Copérnico, y finalmente hubo el caso de la Asamblea Cristiana de la Tierra Plana (Sínodo Suizo), cuyos representantes llevaron a juicio a un profesor californiano por mencionar satélites. No hay ningún satélite orbitando una tierra plana, observaron, de modo que cualquier persona que hable de satélites también debe expresar duda respecto a su existencia. Un grupo de astrónomos denunció a la Asamblea, afirmando que si los satélites eran irreales, la subsistencia de los expertos en astronomía estaba en peligro. Además, los satélites de comunicaciones no podían funcionar y, en consecuencia, el gobierno no podía autorizarlos.

»La legislatura del Estado tuvo que reunirse con carácter de urgencia y elaborar una enmienda a la Ley Comsat de California de 1998. En efecto, la enmienda dio un rodeo al problema de la realidad de los satélites al considerarlos «aparatos sensibles». Por tanto, si los satélites creían en su existencia, tenían derecho a ser reales. Naturalmente esto llevó al planteamiento abierto de la cuestión de la libertad de credo religioso para los robots…

Pero yo había dejado de prestar atención. Mis pensamientos abandonaron aquel atestado y angosto despacho con sus ventanas cubiertas de polvo artificial, el «ventilador eléctrico» que colgaba de un soporte en la pared, la mesa tapada por un hule con ejemplares de

National Geographic. Mis pensamientos se apartaron de R. Ladio Lasalle con su monótono recitar de hitos legales:

—… pero un salto ciego, por fe o… teología implica moralidad… contra Barth… Zwingli contra… la caída de delfines de papel… una patraña…

Cuán distinta del tedio de los negocios, del derecho y la filosofía moral era la vida de un bucanero. O eso pensaba yo aquellos días a borde del

Granada en compañía de una banda de leales camaradas. Su entusiasmo y su amor a la vida afectaron incluso al capitán Reo. Aunque él sabía que estaba vivo sólo porque era preciso para gobernar la nave, Reo bebía y cantaba con sus secuestradores como si se tratara de viejos amigos.

Como anfitrión extraoficial de las juergas, era mi obligación organizar tertulias sobre diversos temas, y elaboré una lista:

Manerismo

Otelo

tensiones chino-soviéticas

sauerkraut

psicoquinesis

bollos y bollitos

Pépé le Moko

caída de delfines de papel

patraña

Pero mi plan más ambicioso consistía en un baile de disfraces con el tema La Nada. Todos los invitados debían idear un disfraz extravagante, sin reparar en gastos. La idea de Jean Worpne era extirpar quirúrgicamente una parte de su abdomen e introducir un tubo de acero inoxidable para ofrecer una clara visión de lo que había detrás de ella. Su hermano Fern se conformaba con una capa de vulgares donuts. Vilo Jord, con la típica gracia chilena, sugirió presentarse disfrazado de sí mismo. Sonriente Jack pensaba participar con una de sus lápidas funerarias, con la inscripción: «Ding dong muerto, / devuélveme mi aliento. / Zas, bang, tararí, / ni siquiera estoy aquí.»

Jack Was planeaba una complicada disposición de espejos que lo hicieran invisible para los demás, desviando la luz de su cuerpo. Sherm Chimini optó por un vacío filosófico: disfrazado de Wittgenstein, llevaría una escalerilla que trataría de subir antes de echarla a un lado de una patada. Jud Nedd se proponía estar enfermo, no poder asistir, mientras que Duke Mitty, con una idea muy similar, se emborracharía de

incomparecencia. Maggie iría envuelta en terciopelo negro y permanecería en la oscuridad. El capitán Reo prometió enzarzarse en alguna meditación superior que despojara de significado la nada. Y yo me desmontaría.

La comida sería de color negro, transparente o semánticamente vacua: calamar en su tinta, pan negro de centeno, pato relleno guisado con prunas, sopa de garbanzos negros, setas negras, chocolate amargo, compota de moras, caviar y regaliz; hielo, fideos de arroz, colapez, menta aguada, sopa clara, pescadito transparente, tapioca pura, minúsculas rodajas de fruta almibarada, arroz negro; bizcochos borrachos, bizcochos amarmolados, brazo de gitano, barquitas de miel, queso de espuma, rocas de coco, lenguas de gato, buñuelos de viento, bartolillos, natillas con roca flotante, suizos, tocinos de cielo. Para beber: Blanc des Blancs, agua destilada, café solo, licores incoloros y tisana de champán.

Organicé juegos de sociedad como el Bluff del Ciego, Pida Limosna a su Vecino, No Diga Palabrotas y Asesinato.

Naturalmente todas estas celebraciones eran tan sólo experimentos mentales. Imposible procurarse disfraces complejos, el grog se había agotado y hasta las reservas de comida eran escasas. Lo único que podíamos hacer era anunciar el Baile de La Nada y sentarnos todos para discutir nuestros complicados planes. Ciertamente fue La Nada.

—Mi plan para terminar el baile es el siguiente —expliqué—. En el instante en que todo el mundo esté disfrutando al máximo, ocupando el mayor espacio psíquico posible, dejo escapar todo el aire de la nave. Doy a todos Nada para respirar. De buen gusto, ¿no?

Hubo risitas de compromiso por todas partes.

—Pero yo creía que los circuitos asimov te impedían hacer eso.

Ensayé un encogimiento de hombros.

—Hasta un robot tiene autorización para soñar.

Eso consiguió carcajadas. El capitán Reo, que había reído más que casi todos, se enjugó los ojos, y dijo.

—Puedo superar eso. ¿Y si os dijera que esta nave está condenada? Ya no seguimos rumbo a Marte, vamos derechos al sol.

El capitán no pudo continuar hasta que todos acabaron de desternillarse de risa.

—Aquí está lo divertido. No es un chiste…

Vamos a caer en el sol.

Algunos siguieron riendo, otros preguntaron a qué se refería.

—Ja, ja, ja… No, pero si lo digo en serio… Los controles están bloqueados, no sé por qué… Ja, ja, ja, imposible alterar el rumbo… El ingeniero jefe podría arreglarlo, pero… ja, ja, ja… vosotros lo matasteis. Yo no puedo hacer nada.

Vilo Jord cogió su arma automática.

—Bueno, eso significa que ya no nos sirves para nada.

Los disparos hicieron estremecer al capitán Reo igual que un ataque de risa.

—Tikky es el mejor cocinerillo de New Des Moines —dijo Hornby, con su más empalagosa voz paternalista. El crítico era cada vez menos útil, y más irritante. Seguía obteniendo ingresos regulares gracias a mí (cuadros valiosos para su tesoro particular) pero no se los ganaba ya. Yo, al tener la protección de la Corporación Clockman, no necesitaba un «mecenas» a la antigua, del mismo modo que había dejado de necesitar a los Studebaker. Que otro fuera el mejor cocinerillo.

Entre los invitados reunidos no había nadie importante: Adair Sumpter, sociólogo especializado en Zen; Nemo Aka Omen, médium de guardarropa de Hollywood; Jockeline Noss, el brillante aunque oscuro musicólogo forense, y algunos gorrones. También estaba Urnia Buick, la ambiciosa y joven anfitriona de las entrevistas televisivas.

El menú estaba compuesto por Kurgosh Ka Salun, Bhindi Sambai, Samosas «Acechantes», Url Dahl, Parathas rellenas de lo que yo llamo «guisantes de lima» (receta secreta) seguidos por Gulab Jamun o pastel de lima. Yo había violado los cánones tanto del gusto oriental como del occidental al omitir los frijoles pintos, pero no tenía importancia; aquel grupo estaba formado por puercos ante el comedero.

Urnia se levantó de la mesa después del primer plato, explicando que ella solía tomar todas sus comidas a la francesa. Me rogó que la acompañara a respirar un poco de aire en la terraza del piso. En cuanto estuvimos al aire libre, ella inició el asalto.

Yo había oído rumores de la

vagina dentata, pero nunca esperaba encontrarme en un caso como aquél. Hice todo cuanto pude, y fui recompensado con una ronca risita («¡Así me gusta!») que sonó abajo. Urnia sacó una tarjeta magnética y la metió en mi turbante.

—Mi número secreto —dijo—. Llámame y hablaremos de invitarte al próximo programa, ¿de acuerdo? Ahora tengo que irme. Presenta mis excusas, por favor, Tik. Dile a Hornby que me han llamado por un asunto urgente.

Estaban sirviendo el postre en el comedor. Hornby había apartado su plato y se encontraba encendiendo un cigarrillo mientras explicaba a los presentes su teoría sobre la oferta y la demanda en el mercado artístico.

—Dadles exactamente lo que desean, en el orificio que ellos especifiquen.

Varios orificios emitieron risitas.

—Hornby —dijo Jockeline—, a veces sospecho que tienes un hueso de artista en tu cuerpo.

Nemo rio entre dientes, y preguntó.

—¿No será en su corsé?

Hornby se recostó y acarició nerviosamente el mantel.

—Hablando de huesos —dijo tras mirar su plato—, ojalá Tikky no hubiera puesto curry en este delicioso conejo. A Ikky, mi gato, le habría gustado, pero con esta salsa…

Nemo hizo una mueca.

—Ikky y Tikky, ¿eh? Qué apodos tan preciosos. Hornby, ¿no podrías mejorar tu inventiva?

Adair se echó a reír y apagó el cigarrillo en el pastel de lima.

—Pásame la bolsa para vomitar, Alice.

Hornby estaba toqueteando los huesos de su plato. Cogió el largo hueso del muslo y lo contempló, sin dejar de darle vueltas. Después me miró, con gran rapidez. No tuve tiempo de ocultar mi expresión de triunfo.

—¡Tikky! ¿Dónde

está Ikky? ¡Tikky! ¿Dónde

está Ikky?

Adair se rio otra vez, sin entenderlo.

—Demasiado vomitivo —dijo.

Hornby se excusó y me llamó a la cocina. Allí vaciló por fin su férreo control. La enorme y estúpida cara con su azulado mentón prorrumpió en lágrimas.

—¿Por qué, Tikky? —dijo una y otra vez como en el mejor de los melodramas. Yo siempre había supuesto que las personas reales estaban por encima de esta clase de conducta, pero allí estaba Hornby repitiendo—: ¿Por qué? ¿Por qué? —La frase estaba esbozada como un bostezo de asco, y finalmente el crítico vomitó en la fregadera—. ¿Por qué? ¿Por qué?

—Bien, señor, no pude conseguir conejo en la tienda. Para no desilusionar a sus invitados yo…

Se sonó su partida nariz.

—Oh, no, oh, no. Ha sido una crueldad vengativa, deliberada. Debería… debería… —Cogió una pesada cuchilla de carnicero, le dio vueltas como había hecho con el hueso y la dejó—. Vete, Tik-Tok, monstruo. Vete.

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