Tik-Tok

Tik-Tok


Capítulo 12

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La mujer de los labios rutilantes, Urnia Buick, me citó como «invitado» de un programa televisivo pocas semanas después, pero no era, en realidad, su programa.

—No te preocupes, Tik, encanto —dijo ella por teléfono—. El programa en el que participarás,

Esta noche Chismorreos Tiñosos, puede no ser nacional, pero llega a todas partes en una región muy sensibilizada de California. Si les gustas, ¿quién sabe?

—Gracias, Ur. Cualquier publicidad es bien acogida, en cualquier parte.

—Otra cosa, Tik, encanto, si estás planeando participar en el programa estrella de la cadena sería útil que tuvieras un libro que presentar.

—¿Un libro?

—Cualquier cosa, una autobiografía, un libro de cocina, un pupurri de tus poemas favoritos, no importa, así tendremos un montón de páginas para agitarlas ante la nariz del público. —Se echó a reír—. De todas formas nadie lee la palabrería de una celebridad, la gente la compra solamente porque están acostumbrados a productos testimoniales: beba mi marca de café, lea mi autobiografía. En fin, piénsalo, ¿eh? Hizo un guiño y cortó la comunicación.

El hecho de que me sometieran a prueba, aunque fuera en un programa local, significaba que movimientos como Un Sueldo Para los Robots comenzaban a afectar la conciencia nacional. Pocos meses antes, un robot invitado habría sido inimaginable. Los únicos robots que se veían en televisión eran robodomésticos en dramas como figuras secundarias. («Teniente, le llaman por teléfono.» «¿Una mesa para dos? Por aquí, señor.») Y por supuesto, personajes de comedia. Uno de los programas televisivos más populares, el de más audiencia prescindiendo de los telediarios, era Viernes Sincarne, una serie en la que varios robots criados cometían torpezas, cantaban, mascullaban sus papeles y andaban confundidos por la vida. Todos los papeles eran representados, naturalmente, por personas; Un Sueldo Para Los Robots había denunciado que el actor que hacía el papel de Viernes en la serie recibía un fenomenal salario mientras que los robots auténticos no ganaban nada.

Yo veía a menudo Viernes Sincarne, aunque sólo fuera para estar al día con la visión humana de los robots. Lo estaba viendo la noche de mi primera aparición en televisión, mientras aguardaba en una antesala. Aquella noche dos de los personajes principales, Pacotilla y Muescas, estaban discutiendo de cocina.

PACOTILLA: Bueno, la receta exigía pimienta.

MUESCAS: ¿Pimienta?

PACOTILLA: Y sal a discreción.

MUESCAS: ¿Sal a discreción?

PACOTILLA: Eso he dicho. ¿Por qué repites todo?

MUESCAS: ¿Por qué repito…? No, pero ¿qué significa sal a discreción?

PACOTILLA: Ejem. Bueno, sólo quiere decir, bueno, podría decirse que es, seguramente algo como, supongo que significa que hay que ser discreto y probar la sal. El cocinero debe probarla.

MUESCAS: ¿Por qué tiene que probar la sal el cocinero?

PACOTILLA: ¿Para ver si está salada?

MUESCAS: Pero lo único que hay que hacer es leer la etiqueta. Aquí dice sal, míralo.

PACOTILLA: ¡Eres el robot más tonto que he conocido!

MUESCAS: ¿Yo? Pero si tú no sabes entender una receta… Aquí viene Viernes, él nos lo aclarará. ¡Hey, Viernes!

VIERNES: Qué tal, Muescas, Pacotilla…

PACOTILLA: Viernes, cuando una receta dice que hay que poner pimienta y sal a discreción, ¿qué quiere decir?

VIERNES: Tanta cantidad como tú quieras. Según tu gusto.

PACOTILLA: ¡Te lo había dicho! Yo tenía razón. Escuchad, he preparado una sopa para los amos, y he puesto una libra de pimienta pero sólo media libra de sal.

VIERNES: ¿Qué?

PACOTILLA: No me gusta la sal.

MUESCAS: No le gusta la sal, Viernes.

VIERNES: (mientras empieza a sonar el tintineante y cascabeleante tema musical): ¡Buen caldo!

PACOTILLA: Es posible, pero ellos dijeron que la sopa estaba malísima.

Cerca de ciento cincuenta millones de televidentes consideraban fabulosas estas cosas, hecho que medité mientras me sacaban de la antesala para llevarme a un estudio amarillo donde tomé asiento en una de las cinco sillas amarillas ya dispuestas. El programa empezó casi de inmediato, sin ensayo. Atronantes aplausos de la claque.

El presentador del programa, Chismorreos Tiñosos, era un hombre obeso de rostro poco amable y lleno de pecas que intentaba cambiar su aspecto con una cómica indumentaria. Entrevistó animadamente al resto de invitados, siempre recurriendo a vulgaridades para provocar la risa. Había un actor que era la estrella principal de un restaurante-espectáculo local, y Chismorreos sugirió que su actuación haría vomitar a los clientes. A una mujer que decía la buenaventura por medio de yogurt le preguntó si su vida sexual le proporcionaba todo lo preciso. A un reservado general (que anunciaba a bombo y platillo sus memorias) le hizo francas alusiones de cobardía. Y llegó mi turno.

—Tik-Tok, un nombre pegadizo. ¿Te importa que te llame Tik?

—En absoluto, Chismorreos. Es un nombre artístico, igual que el tuyo. —Yo había decidido, puesto que él pretendía mostrarse descarado e infantil, comportarme como un adulto divertido y tolerar las tonterías del presentador pero obviamente sin caer en ellas.

—Supongo que tus cuadros cambian de manos por un buen montón de monedas actualmente, ¿me equivoco?

—No, Chismorreos. El otro día uno de mis cuadros rompió la barrera del millón en una subasta.

Chismorreos lanzó un silbido.

—Debes estar un poco enfadado al ver que la gente saca tanto provecho de ti mientras tú no ganas nada.

—En absoluto. Me complace que la gente considere valiosas mis creaciones. Eso significa que les interesa lo que pasa en mi cabeza.

Chismorreos alzó las manos.

—No entremos en cuestiones electrónicas, estamos en un programa familiar. Pero, dime, Tik mi viejo Tok, ¿no crees en Un Sueldo Para Los Robots? ¿No quieres que la sociedad te pague buenos billetes por disfrutar de tus creaciones? ¿O piensas que los humanos deberían hacer los trabajos sucios mientras los tipos de metal como tú se dedican a lo creativo?

—Nada de eso, Chismorreos. No soy un político, no deseo que la sociedad me pague un centavo que no he ganado. Para mí, de todas formas no es tan importante que se remunere el trabajo de los robots, yo ni siquiera pretendo que me paguen.

—¿No?

—No, lo único que deseo es que las personas me reconozcan como otra criatura con pensamientos y sentimientos. Sí, hay un poquito de humanidad en todos los robots, una minúscula chispa de amor y comprensión humanos. Sólo queremos que ustedes digan «Hola» a esa chispita humana, eso es todo. Simplemente «Hola, sé que estás ahí», nada más.

—Bien, adiós, pues —dijo riendo Chismorreos—. Ve a limpiar tus clavijas y ya nos veremos.

Pero yo deduje que el público estaba asimilando mi intervención. Y en cuanto pusieron los anuncios, Chismorreos me hizo un guiño.

—Urnia aseguró que ibas a ser dinamita —dijo—. Acabo de conocer el informe del ordenador de respuesta. Buena la has hecho, chico.

—¿Han votado a mi favor, o en mi contra?

—Mitad y mitad, pero eso no es lo importante. Lo importante es que has conseguido una audiencia récord. El ochenta por ciento de los paletos de la zona se han excitado mucho con tu breve intervención, tanto que incluso han logrado apretar un botón. Buena noticia para todos. Significa que Urnia te llamará para su programa nacional. ¿Te dijo algo de que te procuraras un libro?

—Sí.

—Acepta mi consejo, y hazlo. Urnia suele tener razón.

De pronto se levantó, cogió un micrófono de mano y se acercó al borde del estudio. Las cámaras se apartaron de los invitados y se centraron en Chismorreos mientras acababan los anuncios. El presentador recobró su profesional expresión socarrona.

—Bien, llegó la hora de vagar entre este auditorio de imbéciles, maníacos sexuales y vulgares criminales, ¿de acuerdo? A propósito, muchas personas han pensado que yo he sido un poco grosero con ese pobre robot, Tik-Tok. Si todavía nos está viendo él, Tik, todo era una broma, muchachote. Sin

resentimiento, ¿eh?

Al salir del estudio, el general Gus Austin (retirado) se ofreció para llevarme en coche al aeropuerto.

—Me ha gustado eso que has dicho —comentó—. Eso de la chispita de humanidad, ha dado en el blanco.

Le di las gracias.

—Mira, los militares tenemos el mismo problema, los civiles simplemente olvidan que somos humanos. ¿Por qué piensan que somos tan distintos? ¿Acaso un soldado no tiene binoculares? ¿Guantes, uniforme, sombrero a medida, auriculares, amor al deporte y odio al enemigo? Comemos los mismos alimentos, nos hieren las mismas armas, estamos tan expuestos a la guerra biológica, tenemos idéntica posibilidad de sanar, de calentarnos con el mismo calor, de refrescarnos con el mismo aire acondicionado que cualquier civil. Si disparan contra nosotros, ¿no sangramos? Si nos hacen cosquillas, ¿no nos reímos? Si nos dan gas tóxico, ¿no morimos? Y si alguien afirma que no somos los mejores soldados del mejor regimiento del mejor jodido ejército del mundo, ¿no tenemos derecho a darle una lección? Los militares son exactamente iguales que los civiles, en todos los aspectos.

En el aeropuerto, el general me dio su tarjeta.

—Pásate por el rancho cuando quieras, Tik-Tok —dijo—. Conocerás a mi mujer y mis hijos, comprobarás hasta qué punto puede ser satisfactoria una vida, en los viejos y buenos Estados Unidos de Norteamérica. Qué pena que los robots no tengáis también jubilación, para gozar de una vida satisfactoria. Lo pasé muy bien en el ejército, y eso me ha servido para pasármelo estupendamente ahora. La vida mejora cada vez más.

Tomé una nota mental sobre las tribulaciones de Job.

Se suponía que la cuadrilla de Sonriente Jack y mi banda de robovagos actuaban juntas, pero la cooperación real representaba un penoso esfuerzo. En primer lugar, la dirección rutinaria de la banda de Jack quedaba en manos de un segundo jefe, un neanderthaloide llamado Goober Dodge. De pocas cosas de este mundo estaba seguro Goober, pero sí lo estaba de que no le gustaban los robots. Más de una operación era planeada y preparada… y fracasaba en el último momento, cuando Goober sufría calambres abdominales.

Y además, la banda de Jack prefería delitos de incruenta ingenuidad. Jack, el que planeaba todo, consideraba absurdo el asesinato y la violencia innecesaria. Mi banda, por el contrario, tenía órdenes de no dejar testigos vivos. Sólo recuerdo dos golpes con éxito: el del Banco de la Fidelidad de Cheeseburg y la jugarreta del diamante Ritzbig. Jack planeó el atraco al banco tras saber que el Fidelidad de Cheeseburg tenía una caja fuerte al parecer inexpugnable. Dicha caja, usada para guardar lingotes de oro y plata, contaba con todos los dispositivos de alarma imaginables. Cualquier intento de forzar la puerta, tocar la cerradura o reventar una pared estaba condenado al fracaso. La presencia en el interior de la bóveda de un ser humano u objeto metálico (un robot, por ejemplo) o cualquier movimiento disparaba igualmente la alarma. Y por último, la alarma estaba conectada a un pequeño artefacto nuclear que de inmediato convertía en radioactiva la bóveda y todo su contenido.

—¡Qué desafío! —dijo Jack, y puso manos a la obra. Su plan definitivo, como siempre, fue un modelo de elegante simplicidad. En primer lugar tuvimos que comprar un almacén de productos químicos al otro lado de la ciudad. A continuación, Motorista Loco, Cava-Cava y los demás robots excavadores empezaron a tender tubería plástica, dos conductos, desde el almacén hasta el banco. Chupón se encargó de la delicada tarea de abrir en la bóveda (poco a poco, usando taladros especiales para evitar alteraciones magnéticas) dos agujeros, en los que desembocaron los conductos.

Después, un viernes por la tarde en cuanto cerraron la bóveda, llenamos las tuberías con ácido sulfúrico concentrado e iniciamos el bombeo. El lunes por la mañana los lingotes de oro y plata habían sido disueltos, bombeados hasta el almacén y embotellados en plástico. Posteriormente una serie de explosiones cuidadosamente preparadas (Chupón de nuevo) eliminó cualquier rastro de las tuberías, y disparó el dispositivo nuclear disuasorio. Me desilusionó que nadie fuera alcanzado por la explosión. Pero estaba el oro y la plata, por lo que una compañía de recuperación nos pagaría bien.

La jugarreta del diamante Ritzbig nos mantuvo mucho más ocupados. Todo empezó cuando Jack atracó una pequeña joyería llamada Ritzbig. Al poco tiempo se difundió la noticia de que la banda había robado el diamante del mismo nombre, una piedra de gran tamaño, rara y asegurada en millones. Puesto que la banda de Jack no la tenía, era indudable que el astuto señor Ritzig pretendía estafar a la compañía aseguradora. Llevaría furtivamente el diamante a Amsterdam, mandaría cortarlo en piedras más pequeñas, quizás como alcaparras… Era una vieja historia, casi tan vieja como la leyenda de aquel extraordinario diamante. Se afirmaba que la piedra no sólo ocasionaba la muerte violenta del propietario, sino que además todos los fallecimientos se producían en distintas circunstancias. Hasta entonces, los propietarios del diamante habían muerto de las siguientes formas: horca, pistola, espada, electrocutamiento, entierro prematuro, caballos desbocados, atragantamiento con empanada, caída de un globo Montgolfier, inmersión en un lago bávaro, bomba (por error, debido a un ligero parecido con William Ewart Gladstone), abandono en el Sáhara, sobredosis de camomila, atropello por el primer tren de Inglaterra, aplastamiento en los engranajes de un enorme reloj en Checoslovaquia, desgarramientos por podencos en Bielorrusia, coceamiento por jugadores de polo en la Patagonia, galvanizamiento en Pensilvania. Un propietario británico se lanzó contra la hélice de un primitivo aeroplano tras dejar dispuesto en su testamento que legaba el diamante a su mascota, un erizo. El infortunado animal decidió invernar en una pila de hojas amontonadas allí para encender una fogata.

Yo me inclinaba a dudar de gran parte de esta historia. Es muy divertido inventar esa clase de leyendas, y más económico que tener guardias armados o pagar un seguro. Nada me impedía actuar para hacerme con el diamante Ritzbig. Yo por mí mismo hice muy poco, como es lógico, pero envié emisarios para que interrogaran a fondo al señor Ritzbig. Perro Caliente, nuestro experto en soldadura por puntos, fue el que formuló las preguntas, y evidentemente se mostró demasiado celoso. El señor R apenas pudo murmurar «la caja» antes de fallecer. Pensé que allí había otra muerte curiosa atribuible a la piedra. ¡Cuán prodigiosamente misteriosa es la vida a veces! ¿Porqué no habíamos pensado en mirar en la caja fuerte?

Lo hicimos, y encontramos el enorme diamante de extraña forma, el mismo que reclamaba la compañía de seguros. Preparamos una reunión con sus representantes una noche, delante de otro de mis almacenes. Este había sido alquilado por el Grupo de Empresas Tortas de Mamá Pluribel. Allí almacenaban ingredientes para sus tortas de maíz con tomate, queso y carne, que producían en una cercana fábrica de zapatos. El lugar era apartado y oscuro, propicio para una emboscada, por supuesto, y dijimos a la compañía de seguros que trajera el dinero en metálico. Tomé posición en el tejado y dejé a cargo de Chupón y los otros robots el trabajo a nivel del suelo.

Al principio, todo fue de acuerdo con el plan. Los representantes de la compañía aseguradora aparcaron su automóvil a cierta distancia y se acercaron al almacén. Mis robots abrieron fuego.

Pero los otros no jugaron limpio. No sólo iban armados y con chalecos antibalas sino que además contaban con el refuerzo de robots militares dotados de gruesos blindajes y con gran potencia de fuego. En la subsiguiente lucha, pese a que vencimos, perdí parte de mis mejores máquinas. Me disponía a bajar del tejado y ayudar a recoger el botín cuando escuché detrás de mí una risita casi sobrenatural. Di media vuelta.

—¡Sonriente Jack! ¿Qué estás haciendo aquí?

—Sólo mirar, Banjo. Bonito trabajo han hecho aquí tus robovagos, pero es bastante curioso que no me hubieras hablado de esto. Yo, Goober y los muchachos podríamos haber sido muy útiles. Pero, claro, en ese caso tendrías que habernos dado una parte del botín, ¿no? El dinero del seguro y el diamante.

—Así que lo sabes todo… Escucha, Jack, pretendíamos decírtelo, pero…

—Ahórrate las explicaciones —dijo él—. Me voy. Ahora tendrás que enfrentarte a Goober. Está rodeando a los robots que tienes abajo, y muy furioso.

Era cierto. Vi que la banda humana hacía prisioneros a mis robots y los conducía al almacén. Chupón y los otros obedecían sumisamente a aquellos hombres, a los que no consideraban hostiles. Vi que un hombre de Goober llevaba un soplete oxiacetilénico.

—Escucha, Jack, no te vayas. ¿Por qué no hablamos? Vamos adentro y hablemos. Tú tienes el dinero, yo el diamante. ¿Por qué no hablamos?

Me siguió a regañadientes por la puerta de la azotea y el laberinto de pasarelas que cruzaba en todas direcciones la parte alta del almacén de Mamá Pluribel. Muy por debajo de nosotros, la banda de Goober estaba situando muy juntos a los robots. Delante, al final de un pasillo, había un hombre robusto y bajito con un abultado maletín.

—Llevo mucho rato esperando, señor Tok —dijo—. ¿Qué le ha retrasado? ¿Ese tiroteo que he oído? ¿Y quién es este hombre?

—Bien —repuso sonriente Jack—, ¿quién es usted?

—Lo siento, señor Daf, me había olvidado totalmente de usted. Jack, te presento al señor Daf, comerciante de diamantes al otro lado del océano. Ha venido a comprar el Ritzbig, pagará en metálico. Señor Daf, le presento a mi socio.

—En metálico, ¿eh? —Jack estaba menos malhumorado—. Bien, Banjo, enséñale la roca.

Entregué una bolsa de piel al señor Daf, que la abrió y dejó caer el diamante en la palma de su mano.

—No bromee conmigo, señor Tok —dijo, sin necesidad de sacar una lupa—. Esto es pasta. Pasta de mala calidad.

—Imposible —repuse yo—. No he dejado la bolsa desde que la cogí de la caja fuerte del señor Ritzbig.

—Sin embargo…

Le arrebaté el maletín mientras Jack disparaba contra él. Era estupendo estar trabajando de esa forma con Sonriente, todo un equipo hombre-máquina, y así se lo comenté.

—Vaya, gracias, Banjo. Pero eso no quiere decir que vaya a perdonar a tus robots. Les espera una lección, una lección que sólo Goober puede darles.

Los de abajo, tras una pausa para observar la lenta caída del cadáver del señor Daf, prosiguieron con su plan roboticida. Encendieron el soplete de oxiacetileno.

Tiré de una cadena. Hubo un tremendo chirrido, un crujido que sonó por todas partes. Goober y sus compinches alzaron los ojos, para ver cien toneladas de mezcla líquida de tortas que cayeron sobre ellos y produjeron un gran

chaf en el momento de tocar el suelo.

Incluso Sonriente Jack tuvo que reírse al ver las pequeñas figuras que se debatían un momento igual que insectos en la miel.

—Muy bien, empatados —dijo en cuanto cesó la agitación—. Ambos hemos perdido una banda.

Aguardé a que se fuera antes de limpiar el lugar con disolvente y devolver la vida a mis robots. Rajamos el cadáver de Goober Dodge y encontramos, tal como sospechaba yo, el auténtico diamante Ritzbig. Posteriormente obtuvo un buen precio en una subasta secreta, comprado por un excéntrico tejano que legó la piedra a su caballo. Creo que tiempo después el animal murió alcanzado por un meteorito.

Jack tuvo más cuidado con la gente que reclutó para su siguiente banda. Y tuvo la sensatez de no presentarme a sus muchachos.

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